Descubrimiento
Un cuento Por David Alberto Muñoz Estábamos desayunando Rogelio y yo en el mercado municipal de Hermosillo, Sonora. A veces nos gusta ir y echarnos un menudito, sobre todo después de una noche de juerga. ¿Sí me explico? La noche anterior habíamos salido a bailar y a estar juntos. Desde aquella pelea que tuvimos hace algunos años, cada vez que sentimos que nos hace falta algo, nos perdemos por ahí, en algún hotel de la ciudad, y siempre, sea donde sea que nos quedemos, buscamos el mercado para desayunar. Esa vez, al estar saboreando nuestro menudo, aparece de repente un joven de unos 25 o 27 años de edad. Llevaba su guitarra. Traía puestos unos jeans que se miraban viejos, una camisa de franela roja con negro, y una chamarra café oscuro que parecía de gamuza, se miraba bastante vieja, pero calentaba al susodicho. Era tiempo de invierno. Además, traía un sombrero al estilo de esos que se ponía el poeta, ¿cómo se llama? ¡Ah sí! Pablo Neruda, el que escribió: Te amo… sin reflexionar, inconscientemente, irresponsablemente, espontáneamente, involuntariamente, por instinto, por impulso, irracionalmente. Yo he escuchado que algunas personas dicen que ese poema se le ha atribuido erróneamente a Neruda, y que el verdadero autor fue Gianfranco Pagliaro, pero la verdad yo no sé. Una vez le pregunté a Rogelio y él nada más me dijo: —¡A mí que chingados me importa! Pero bueno, a mí siempre me ha gustado la música y la poesía. En ocasiones Rogelio me dice: —Lo que deberías de hacer es ponerte a trabajar y dejar todas esas pendejadas de que la poesía y demás. Me ibas a ayudar mucho más a mí que perdiendo el tiempo en esas cosas. Él no entiende. Vive en otro mundo. Pero a mí, me encanta la poesía. Yo creo que la poesía debe de ser incómoda, te debe de herir, sacudir tus sentimientos al máximo, y eso Rogelio, aunque lo quiero mucho, jamás podrá entenderlo. A veces me pregunto yo misma ¿por qué estoy con él? Pero en fin… Aquel muchacho tomó su guitarra y comienza a tocar canciones de trova. Aquellas de nuestros tiempos, de Silvio Rodríguez, Pablo Milanés, Atahualpa Yupanqui, Mercedes Sosa, Violeta Parra. No era el gran cantante, pero le metía mucho corazón. Era entonado, y, además, se notaba que era músico, mi padre fue músico, por eso entiendo lo difícil que es para alguien como él, ganarse la vida tocando en los mercados. Rogelio no quería, pero yo le di un dinerito. No es fácil subsistir cuando dependes de la música, recuerdo que mi padre tocaba en una orquesta la trompeta, además en ocasiones se iba con un mariachi y tenía sus tocadas para hacer más dinero, sobre todo, ya que la cosa se ponía muy fea. Llegó a haber ocasiones en las que se paraba en un parque e incluso como aquel muchacho en el mercado para que la gente le diera lo que fuera en forma de agradecimiento. Pero lo que quiero contar no termina ahí. Rogelio y yo la pasábamos muy bien ese día. Después de desayunar caminamos por las calles, aunque el clima en esa época de enero es algo frío, nos divierte andar juntos como si fuéramos novios de antaño. A veces puedo ser medio cursi, pero en fin, a mí me gusta hacer eso. Comimos en el Xochimilco muy sabroso. Ya ven como dicen: “Si visita Hermosillo y no come en el Xochimilco… ¡Haga de cuenta que no vino!” Y pues Rogelio es medio tragón, y yo no me voy a hacer de la boca chiquita. Ya entrada la noche, nos fuimos a un bar que estaba casi enfrente del hotel dónde nos quedamos en aquella ocasión, el hotel Kino. El bar se llama La Verbena, yo no sabía que esa palabra quiere decir en España, como una fiesta popular que se celebra al aire libre y por las noches. Rogelio fue el que me dijo. No es tan pendejo como a veces aparenta. Jijiji... Es broma… Pues ahí terminamos nuestro día. De pronto, de la nada, entran en el lugar varios jovencitos que cargaban instrumentos de percusión, tambores, maracas, güiros y demás, y junto con ellos, venía aquel joven a quien habíamos visto en el mercado aquella mañana. Nos sorprendimos. Trataron de tocar algo, pero no se les permitió. Pidieron una cerveza, pero tampoco se les dio servicio. De plano los corrieron a la fuerza del bar. Yo salí a la carrera tratando de no sé qué, hacer algo ¿no? No puede hacer absolutamente nada. Me acerqué a aquel joven. Me dijo que se llamaba Mario, que vivía junto con otros tres muchachos en un cuarto pequeño junto al mercado. Todas las mañanas empezaba su día allá, en el mercado. A esos de las doce del día o una de la tarde, tocaba en el parque que esta junto a la UNI. Y ya en la noche buscaba algún lugar donde les permitieran a él sólo, o a todos, tocar su música. Regresé dentro del bar porque ahí había dejado mi bolsa. Rogelio al verme me preguntó qué había pasado. No le dije nada, simplemente recogí mi bolsa y salí apresurada para afuera. Le dí a Mario, un billete de $100 pesos. —Yo sé que no es mucho, pero, peor es nada ¿no crees? Él lo tomó con una mirada de agradecimiento. —Muchas gracias seño, de verdad, muchas gracias, ya tenía varios días sin comer bien. La mera verdad tengo hambre. Que Dios se lo pague. No supe que decirle. Simplemente apreté su mano al despedirme y le deseé la mejor de las suertes. Cuando se lo conté a Rogelio, porque él no quiso salir, se quedó en el bar y pidió otro tequila, quedó mudo, alzó los ojos y se aclaró la garganta diciéndome: —Pues gracias a la virgencita, tú y yo, sí tenemos que comer. Fue en ese preciso momento, cuando se me reveló una verdad muy cruda, fue cuando descubrí que significa realmente tener hambre. © David Alberto Muñoz
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David Alberto MuñozSe autodefine como un cuentero, a quién le gusta reflejar "la compleja experiencia humana". Viaja entre 3 culturas, la mexicana, la chicana y la gringa. Es profesor de filosofía y estudios religiosos en Chandler-Gilbert-Community College, institución de estudios superiores. Archives
July 2021
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