Testimonios
Un cuento Por David Alberto Muñoz Era el día en que teníamos el examen final de inglés. Mi madre me había dicho que lo único que ella quería era que pasara la clase. No importaba que mi calificación fuera baja. Porque en todas las demás clases, mi madre esperaba un nueve por lo menos, si no es que el diez redondito. Pero creo que ella entendía que el aprender otro idioma no era tan fácil, aunque mi papá sí lo hablaba. Total, como decía, era un viernes, en la escuela Sara Alarcón, de la ciudad de México, esa que está cerca de dónde era la Glorieta de los Hongos hace ya algunos años. Había kínder, primaria, secundaria y preparatoria. Todos íbamos uniformados. Al principio me acuerdo que el uniforme era de color caqui, el pantalón, camisa blanca y suéter rojo, después cambiaron a pantalón gris, camisa blanca y suéter azul marino. Las muchachas traían sus falditas grises cuadradas, bien cortitas, con sus calcetas blancas y sus zapatos de charol. Todos andábamos con las hormonas bien alborotadas. Me acuerdo de Miguel, así se llamaba un compañero güerito, de ojos azules, cabello rubio bien lacio, y piel blanca, que se masturbaba enfrente de todos, sobre su pantalón, todos le hacíamos burla. Se enojaba mucho el cabrón, pero ¿óyeme? “Eso se hace en privado”, le decía Nahúm, un gordito morenito muy simpático. Él era pobre. Eso lo sé porque siempre se iba caminando a su casa, o en camión, y en algunas ocasiones, su papá, que se miraba era un señor de esos bien trabajador, lo iba a recoger, y se iban juntos en el camión que pasaba en la esquina de Mariano Escobedo y otra calle, no recuerdo cuál era, en la mera esquina de la escuela. Pues como decía, todos andábamos más alborotados que nada con eso de las hormonas. También las chavas, nada más que en mi época, nos enseñaron a no ser tan descarados como son ahora los chamacos, bueno, eso pensamos nosotros. Recuerdo muy bien a Maricela, una niña de piel blanca con pecas en el rostro; me gustaba mucho. No sé por qué estaba obsesionado con el color blanco de la piel, “la rubia que todos quieren”, ¿sí se acuerda? Ahora que lo pienso, era una muchachita común y corriente igual que yo, pero qué va uno a saber cuándo el cuerpo te está cambiando junto con la voz y la mera verdad se te para sin estar seguro de por qué. Pero no es eso lo que debo contar, ¿verdad? —¡Por supuesto que no! Habla pues, no tenemos tu tiempo. No estoy seguro cómo pasó todo. Recuerdo que era el fin del año escolar. Estábamos terminando la prepa. Ya habíamos tomado el examen de entrada a la UNAM. Todos habíamos pasado, nada más teníamos que terminar con el mentado examen de inglés. Éramos como un grupito de 6 o 7 muchachos que íbamos a ir juntos a la universidad. Aquel incidente lo he querido olvidar porque no entiendo que sucedió. —¡Habla ya, y deja de decir idioteces! Nunca me he sentido tan culpable en toda mi vida como en aquella ocasión. Salí de mi casa temprano, iba a ir a la UNAM para ver lo de mi inscripción, pero andaban todos los estudiantes muy alborotados, muy acelerados. Y pues yo, como ya dije, andaba bien calenturiento que no podía pensar en nada. Silvia me dijo que me iba a ver allá, en la estación del metro Tacuba, para de allí irnos directamente a la universidad. Ambos vivíamos en el estado de México. Y desde el momento en que nos conocimos, pues algo pasó, nos flechamos mutuamente, nos deseamos, nos enamoramos o como quiera usted llamarlo. La verdad yo andaba bien caliente. —Continúa… Cuando llegué a Tacuba ella no estaba. La esperé como media hora, pero no llegaba. Decidí irme porque el tiempo se me pasaba y tenía miedo de no encontrar espacio en las clases que necesitaba. Me subí al metro y fui en dirección de la estación Universidad…pero nunca llegué… —¿Qué pasó? Habla… Al entrar en la estación de Tacuba vi de lejos a Silvia, estaba junto con un hombre de barbas, pelo chino, fornido. La traía agarrada de un brazo. Ella no se miraba muy cómoda…aunque…lo besaba de vez en cuando… —¿Te dio celos? Me sorprendió bastante. Aunque Silvia y yo todavía no lo hubiésemos hecho, para allá íbamos. Yo había imaginado el final de ese día muy distinto. Quizás en un hotel, en Polanco, porque había estado ahorrando ya de tiempo. En fin…al verla los seguí. Fueron a dar al Panteón Francés, el que está cerca del Centro Médico. Cada segundo que pasaba, todo se me hacía raro, como una película de terror, o de crimen, ¿sí me explico? A eso de las 6:15pm ellos entraron en un pequeño mausoleo dentro del cual, había un ambiente muy oscuro. —¡No seas mamón! ¿De dónde sacaste la pistola? ¿Ya la llevabas o se la quitaste a Cardona? ¿Cardona? ¿Así se llamaba? —¡Contesta la pregunta! ¡Yo no traía ninguna pistola! Yo era un chamaco caliente que andaba detrás de Silvia, a punto de entrar en la universidad. No recuerdo absolutamente nada desde que entré al mausoleo. Todo se volvió negro. No tuve conciencia de nada hasta que desperté en el hospital con la pierna rota y lleno de moretones. —Eso no es lo que Silvia testificó. ¿Qué dijo ella? *** Rolando y yo nos vimos en la estación de metro de Tacuba. Nos gustábamos mutuamente, es la verdad. Pero ya ve usted que los hombres son a veces medio pendejitos y no saben cómo tratar a una mujer. Es verdad, todos los jóvenes andábamos de rebeldes, en contra de todo lo que fuese el status quo, el establecimiento, las reglas morales de una sociedad hipócrita. Mi padre era miembro del departamento de policía de la ciudad de México. No era ni el mero mero, pero tampoco era, el más bajo en rango. Era un hombre trabajador que le tocó estar dentro del sistema legal, y pues…así fue la cosa. —¿Cómo fue la cosa Silvia? *** Rolando Meraz, y Silvia Rodríguez, estaban en la estación del metro Tacuba. Subieron en dirección a la Universidad Nacional Autónoma de México. Deseaban inscribirse porque acababan de terminar la escuela preparatoria en la Escuela Sara Alarcón. Por algún motivo se detuvieron y fueron en dirección al Panteón Francés de la Piedad, localizado en Buenos Aires, 06780, CDMX, México. Ahí se encontraron con Abigaíl Cardona, jefe de una banda conocida como la de El Chango Mayorca, delincuentes comunes en busca de un gran asalto. —¿Chango? Soy yo, Rolando… —¿Y Silvia? Hubo una prolongada pausa. —Aquí estoy… —Ya se habían tardado. —Perdón Chango, es que mi papá no salía de la oficina. —Me trajeron los datos. —Los tiene Rolando. —Dámelos pues. —Espérame, ¿traes el dinero? —Chamaco pendejo… El Chango aventó a Rolando hasta el piso para luego comenzar a patearlo sin clemencia alguna. Silvia solamente optó por hacerse a un lado, mientras el Chango descargaba su coraje sobre el pobre muchacho. Ya que lo dejo inconsciente, le quito unos papeles que había metido en su cartera. Tomó a Silvia de la mano, y casi a fuerzas se la lleva. Ella se fue con él por voluntad propia. *** —¿Llegaron al banco? Sí…pero antes él, El Chango, me cogió dentro del mausoleo. —¿Por eso Rolando le disparó? Creo que sí, yo no sé más. El Chango me violó —¿Silvia? ¿Estabas tú involucrada con el Chango Mayorca? “Un prolongado silencio se escuchó a gran distancia”. Eso que lo conteste Rolando. Yo ya no digo más. *** —Cuando llegó la policía tenías el arma en tus manos Rolando. Estabas parado de frente, en dirección al Chango, y era más que obvio que acababas de dispararle. Yo no me acuerdo de nada oficial. Yo nada más andaba detrás de Silvia. Lo juro por mi madrecita. —Firma pues tu testimonio. *** Ambos firmaron, ambos se contradijeron, ambos eran culpables, ambos eran inocentes, todos los involucrados tuvieron algo que ver con la muerte del Chango Mayorca. Desde el padre de Silvia, hasta los oficiales que interrogaron a los sospechosos. —En este país ya no hay inocentes oficial. Todos somos culpables. Somos una rara sombra, un cuerpo sin reposo, un alma extraviada en medio de una impunidad que no tiene madre. —Puede que Silvia tuviese algo con el Mayorca. Puede también que Rolando nada más se esté haciendo pendejo por conveniencia. Puede que al Chango se le fueron los pies, y algún enemigo lo mató. Puede que el padre de Silvia esté metido en el asunto, puede que yo mismo haya disparado en contra de él, no importa, ya no importa, no hay testimonio verídico, ya hemos caído todos en una retórica vacía donde no creemos ni en nuestras propias palabras. Estos fueron los testimonios entregados al fiscal del distrito. Testimonio: Declaración que hace una persona para demostrar o asegurar la veracidad de un hecho por haber sido testigo ocular de él. Todos los testimonios son iguales, yo no fui, yo no vi nada, a mí que me esculquen, fue él, fue ella, fueron aquellos, la culpa no es mía… Ya no se puede creer en el testimonio de nadie, ni en el propio. —Pero, ¿qué pasó? Sólo Dios sabe. Todos fuimos testigos oculares de los hechos. Pero al final de cuentas, ya nadie cree en nada… © David Alberto Muñoz
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David Alberto MuñozSe autodefine como un cuentero, a quién le gusta reflejar "la compleja experiencia humana". Viaja entre 3 culturas, la mexicana, la chicana y la gringa. Es profesor de filosofía y estudios religiosos en Chandler-Gilbert-Community College, institución de estudios superiores. Archives
July 2021
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