Hibridad
Un cuento David Alberto Muñoz —Lo que debería de hacer esta nación, es regresar a toda esa bola de wetbacks que se metieron de ilegales al país. —Pero Richard, eso a mí se me hace que no es muy ético, no es muy moral que digamos. Además, piénsalo un poquito. ¿Quién trabaja la tierra? ¿Quién pizca los tomates y la papa? ¿Quiénes trabajan de meseros en los restaurantes o de conserjes? —¿De qué? --Janitors! —Pues mira Ricardo, eso de moral, a mí me suena como que un ministro o un rabino me lo está diciendo. —¿Y qué quieres que haga? Estoy hablando en serio. —¿Y yo no? I’m serious man! No podemos seguir absorbiendo a medio mundo. Mira nada más cuanta gente está en frente del Home Depot. —Toda esa gente nada más está buscando trabajo. Muchas veces se los llevan y no les pagan Richard. Además, ¿nunca has visto a esos tipos que se paran en las esquinas con un letrero pidiendo limosna? Lo que dieran unos indocumentados por los papeles de eso cuates. Hay que ser justos. --How would you feel if I just come into your backyard, and decide that it is going to be my new home? —¿Y qué vamos hacer? ¿Deportar a más de doce millones de personas? —No, eso nunca va a pasar. Pero tampoco podemos darles amnistía nada más, así como así. Entraron al país ilegalmente. ¿Qué no? Las voces de Ricardo y Richard se infestaban de una neblina que ya había saturado casi a todo poblador del barrio de Aztlán a principios del nuevo siglo. Había un nuevo emperador lleno de odio, un ser cuyo interés mayor era el yo primera persona singular, lo demás era inconsecuente. La presencia de las mismas sombras de sus abuelos, compartían un territorio común en tiempos de antaño, antes de que llegara el conquistador europeo y separara a los hermanos de color azteca, convirtiéndolos en enemigos; uno siendo simplemente un extranjero dentro de su propia tierra, y al otro, en un simple observador detrás de la barda. Sobre cada uno de los cartelones que adornaban la cuidad del nuevo imperio, los dialectos se perdían en medio de torpes expresiones que ya estaban dando lugar a una nueva jerga. De pronto, una nueva cultura parecía surgir. —Vamos al Food City a comprar alimento for the week. —¿Oye? ¿Ya pagaste la seguransa del carro? —Después voy pa’tras no te apures. Nada más tengo que cobrar and pay mis workers. —Sí, ¿ya ves cómo son las cosas…you know what I mean? —Yo soy Joaquín, perdido en un mundo de confusión… Fightin for justice… --Do you mean finding or fighting? —Ya vas a empezar otra vez. Nos echas en cara a los inmigrantes nuestra mala pronunciación. Tú sí te puedes burlar de mi acento, pero yo no del tuyo. Pero permíteme decirte, cuando hablas español suenas igual que un pinche gringo. Richard representaba el ciudadano cuya identidad fragmentada descansaba entre dos banderas, entre dos culturas e idiomas, entre lealtad a un país que lo utiliza cuando lo necesita, y que al mismo tiempo lo rechaza por no pertenecer a la aristocracia contemporánea de color blanco. Había estado en el army. Teniente coronel de las fuerzas armadas estadounidenses. Criado a la forma de ser americana, legalista, oportunista, ventajoso en ocasiones, pero eso sí, con un corazón todavía con aliento a nopal y trabajo de campo. Ricardo por su parte era el mexicano por excelencia. Hombre moreno, macho, masculino. Engendrado por Arturo de Córdova y Marga López, teniendo de abuela a Sara García, contrayendo matrimonio con Silvia Pinal, y, por si fuera poco, gozando sus aventuritas con Fanny Cano, Julissa y Angélica María. Su carta de presentación eran sus buenos modales, su amabilidad. Su identidad estaba postrada ante un México ya desaparecido. Folclor tocado en medio de una borrachera en el Tenampa dentro de la Plaza Garibaldi a son de mariachi, copas y gritos que al menos para él, eran muy mexicanos. —La ley moral se hizo para romperla Ricardo. —Pues ahí está el punto maestro, esta nación que dice ser cristiana está violando la ley de su propio Dios. Lo que están haciendo los indocumentados es simplemente emitir un grito de un hasta aquí. Ya no vamos aguantar más humillaciones. Nos necesitan, aunque digan que no. —Yo no estoy hablando de la ley moral, I’m talking about la ley del estado, hay que aprender a respetarla, a guardarla. Para eso se hizo. —¿Entonces en nombre de la ley debemos de separar familias, encarcelar a hombres que trabajan por seis dólares la hora, negarles educación a sus hijos para que en el futuro se conviertan en criminales? No maestro, eso no está bien. --It seems as if this problem really has no solution. —Tal vez no, pero algo se tiene que hacer, no podemos seguir culpándonos unos a otros. ¿O sí? ¿Qué no somos hermanos? --I don’t know Ricardo. We need to continue this conversation. Era Ricardo Richard Rodríguez Rogers, una sola persona, un mexicano, chicano, inmigrante estadounidense a principios del nuevo siglo, debatiendo su propio destino. Eran ambos, una hibridad andando. © David Alberto Muñoz
0 Comments
Leave a Reply. |
David Alberto MuñozSe autodefine como un cuentero, a quién le gusta reflejar "la compleja experiencia humana". Viaja entre 3 culturas, la mexicana, la chicana y la gringa. Es profesor de filosofía y estudios religiosos en Chandler-Gilbert-Community College, institución de estudios superiores. Archives
July 2021
|