Huevo con tortilla
Un cuento Por David Alberto Muñoz Todas las mañanas mi madre nos preparaba de desayuno, huevo con tortilla. Cortaba dos tortillas en pedacitos chiquitos y las doraba en aceite. Una vez que estuviesen bien doraditas, vaciaba dos huevos frescos y lo revolvía todo como cuando quieres hacer una torta de huevo. Al servirlos, nos ponía un limón partido a la mitad y una salsa Tamazula, para ponerle al gusto. A mí me encantaba llenar mi plato de mucho chile. Me sentía muy hombre según yo. Desde que tengo uso de razón, los recuerdos de todas las mañanas de mi niñez, son el estar comiendo con mis hermanos huevo con tortilla. Incluso cuando mis amigos iban a mi casa, mi madre les hacía también a ellos el susodicho guiso, que en realidad era una invención de una tía de mi madre, que por algún motivo pensaba, que si cortabas la tortilla en pedazos chiquitos, no te engordaba tanto. Cuando llegaban a sus casas, mis amigos le decían a su mamá que les hiciera huevo con tortilla, igual que la Sra. Padilla, cuestión a lo cual las pobres madres no estaban seguras qué les pedían. Algunas, simplemente cocinaban el huevo revuelto, y les daban una tortilla caliente a un lado. Los muchachos le repelaban y le decían, así no mamá. ¿No sabes hacer huevo con tortilla? Hasta se hizo famoso el platillo en mi escuela. Varios de mis amigos habían estado en mi casa. Y ya sea por costumbre, o simple practicalidad, mi madre nos preparaba a todos, el mentado huevo con tortilla. Hasta una maestra de historia, llegó a decir en cierta ocasión, que ese guiso era un platillo autóctono, que utilizaban los aztecas en sus mesas y que de alguna manera había atravesado el tiempo y las generaciones. Con el paso de los años me di cuenta que sólo Dios sabe de dónde lo sacó mi madre, pero eso sí, de una cosa sí estoy bien seguro, mi madre lo hacía con mucho amor. Hasta una vez, Jaime, un amigo mío, le preguntó, ¿por qué le sale tan rico el huevo señora? Y mi madre respondió, porque está hecho con amor. Más tarde cuando se vieron mi mamá y la mamá de Jaime, ésta, le contó y le dijo que cada vez que Jaime le decía eso, la pobre señora le respondía, yo también hago la comida con amor. Y por qué estoy ahora recordando esto. No estoy muy seguro. Tal vez sea porque la edad ya me está dejando, y entre más viejo se pone uno, los recuerdos de la infancia lo hacen a uno anhelar esos años que se fueron muy rápido. ¡Cómo quisiera estar joven nuevamente y saber apreciar mi niñez! Porque la mayoría de nosotros nunca hemos apreciado la edad que tenemos. Cuando estamos muy chichos, queremos ser grandes, y cuando estamos grandes, deseamos ser chicos, total, nunca estamos conformes. Nos pasamos la vida quejándonos de todo. Y sí, ya sé que la vida en ocasiones puede ser bien canija, pero bien que recuerdo cómo aquellas tardes de domingo eran eternas para mí. Se juntaba toda la familia a comer, y después todos los primos y hermanos salíamos a jugar al patio, a la calle, a correr, brincar, hacer travesuras, a ser niños. ¡Qué íbamos andar pensando en los problemas de la vida! Gracias a Dios tuvimos una familia que nos dio cariño, comida, techo, ropa, hasta nos compraban juguetes en nuestros onomásticos, y como éramos una familia grande, pues todos los tíos y tías nos regalaban cosas, no solamente en nuestros cumpleaños, en navidad y en los reyes magos, en esas reuniones cuando mirabas a alguien que ya tenías mucho tiempo de no ver, o cuando conocías al primo lejano, o cercano, ese niño que te acababan de presentar y te decía tu mamá, abrázalo, es tu primo, y por supuesto, cuando era una prima, y bonita, pues tú te prestabas a los abrazos y los besos. Recuerdo que nos encantaba jugar a las escondidas. Apagamos todas las luces del piso de arriba, porque nosotros vivíamos en casa de dos pisos. Los adultos siempre se quedaban abajo platicando después de cenar, y toda la muchachada nos íbamos para arriba, y ya con las luces apagadas nos escondíamos en los closets, debajo de las camas, en los roperos, detrás de la cortina, debajo del mueble de la televisión, por todos lados. Y lo mejor de todo, era que podíamos hacer el escándalo que quisiéramos porque nuestros padres, los adultos, ni cuenta se daban hasta que se despedía la reunión y todos nada más mandaban llamar a sus críos porque ya era tarde y había que irse a la casa. Hoy quise hacerme un huevo con tortilla, pero no pude. Fue como si un extraño viento penetrara no sólo mi casa, sino mi propia alma. Las tortillas estaban despedazadas, húmedas, uno de los huevos salió con sangre, y el otro no podía quebrarlo, hasta pensé que a lo mejor estaba cocido y alguien lo había puesto ahí. No sé quién ni por qué tampoco. El recuerdo de mi madre se hizo presente. Ella siempre trabajando en la cocina, preparando el alimento para su familia, acomodando los trastes en su lugar, limpiando la mesa, escuchando la música que produce el aceite caliente, las naranjas siendo exprimidas, la cebolla siendo picada, el vaivén del humo que brota de la cafetera al preparar un café por las mañanas, y esa rara pizca de sal, que nunca sabré cuánto era realmente. Ese día no pude hacerme un huevo con tortilla, porque descubrí que mi madre dejó su presencia en aquella cocina de mi infancia, dentro de la estufa a la cual casi siempre se le apagaban los pilotos. Ese olor que nos despertaba por las noches, y corriendo íbamos a prender el piloto porque si no, podíamos morir. A veces me pregunto ¿cuál es el verdadero significado de esta vida? Todos desaparecemos de pronto, y lo único que podemos dejar es el recuerdo sobre las cosas y los sabores que compartimos. Pero con el paso del tiempo, el olor de las personas también desaparece. Es como cuando no tienes ingredientes para cocinar, o como cuando no pudiste hacer el guiso que querías, porque al menos en tu mente, no hay nadie que lo pueda hacer como lo hacia tu madre. Traté de enseñarles a mis hijos como hacerse un huevo con tortilla, pero no resultó. Ellos dicen preferir alimentos que no sean lácteos. Yo les digo que el huevo provee mucha proteína, y además con tortilla es muy sabroso. Pero ellos se ríen de mí. Dicen, mi papá está hecho a la antigua. Ni cuenta me di cuando me hice viejo, no sabía que estaba de edad avanzada hasta que me miré a mí mismo esa mañana tratando de hacerme un huevo igual que nos lo hacía mi madre. ¿Cuándo estemos muertos comeremos huevo con tortilla? A lo mejor ya no vamos a comer nada… —¿Don Ricardo? Coma su huevo por favor, se le va a enfriar. —¡Papá! Come por favor, necesitas la proteína. Tú siempre nos decías eso. —¡Ándele Don Ricardo! Aproveche que hoy vinieron sus hijos a verlo. Recuerdo que volteé, y vi a dos hombres y a una mujer de edad madura. Y junto a ellos, un hombre ya anciano, sentado en una silla de ruedas. Creo que era yo… no sé… Díganle a mi mamá que si por favor me puede hacer un huevo con tortilla… tengo hambre… y no pude hacérmelo… Ese día, Don Ricardo Padilla no pudo comer su desayuno favorito, porque ese día, había abandonado su existir, todo, absolutamente todo, se reducía a sus recuerdos. —¿Papá? ¡Papá! —Se nos fue el viejo… —Al menos se fue feliz, hablando de su famoso huevo con tortilla, lástima que no pudo comérselo. La vida es igual que un huevo, para vivirla se tiene que quebrar…por eso mi madre siempre lo acompañó con una tortilla, así al menos a mí, se me hizo más placentera. Todo se reduce a recuerdos… © David Alberto Muñoz
1 Comment
Mario Sandoval
9/8/2018 16:41:59
Mi estimado David,
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David Alberto MuñozSe autodefine como un cuentero, a quién le gusta reflejar "la compleja experiencia humana". Viaja entre 3 culturas, la mexicana, la chicana y la gringa. Es profesor de filosofía y estudios religiosos en Chandler-Gilbert-Community College, institución de estudios superiores. Archives
July 2021
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