Desilusión
Un cuento Por David Alberto Muñoz Elenita esperaba el mensaje de Edmundo para hacer “aquello” en lo que habían quedado. Estaba nerviosa, después de todo era la primera vez que se decidía a violar las leyes que sus padres le habían impuesto. Todo mundo le decía que eso no se debe de hacer hasta que estuviera casada. Toda la sociedad se encargaba de recordarle, que si violaba esa ley, que entre paréntesis era divina, un gran mal le vendría, y quedaría condenada ante todo el mundo como una mujer fácil, de esas de la calle. La joven de tan sólo 16 años de edad imaginaba solamente cómo se iba a sentir hacerlo. Todas sus tías le habían contado que ellas, lo habían hecho mucho antes de estar casadas. Incluso su tía Amalia, la más grande de la familia, había sido el escandalo más gigantesco, porque en su época, las mujeres no se iban a vivir solas, y además no recibían la visita de hombres solteros, incluso uno que otro casado, que se quedaban toda la noche con ellas. Su madre parecía ser la única que le insistía que ella esperó, y que solamente había sido de su padre, y punto. Ella debía de hacer lo mismo. La verdad, eran más los nervios que la excitación que brotaba de su cuerpo. Las mujeres también sienten y tienen necesidades. Edmundo por su parte, en su mente, simplemente se preguntaba qué chingaos iba a hacer cuando ella se lo entregue todo. Bien lo decían las hembras, cuando le das a un hombre lo que te ha pedido por tanto tiempo, no saben qué hacer los tontos. El chamaco, también de 16 años, solamente había escuchado esas pláticas exageradas de sus amigos, ni siquiera había visto una película porno. Eso sí era un verdadero pecado, era hijo de una familia muy religiosa, dónde la mamá le cortaba al periódico los anuncios que mostraran demasiado el cuerpo de una mujer, y esto lo hacía para entregarle a su marido simplemente el texto de las noticias importantes del día, no toda esa publicidad decadente. —Mis papás me van a matar cuando se den cuenta. Tú por lo menos eres hombre. Se supone que ésto te hará más macho. —¿Por qué dices eso? Siempre se piensa que la mujer pierde más. Pero nosotros también perdemos algo. Ni siquiera sabemos que chingaos hacer. También nos ponemos nerviosos. Hay tanta presión por parte de los demás. Todo mundo dice que ya estamos en edad de hacerlo, ¿a poco no? Y sí, sí queremos, pero nos da miedo, sí a mí también, no sé qué va a pasar. —¿A poco tú no lo has hecho? —¡No! Todos en la cuadra te van a decir que sí, que son expertos, pero la mera verdad con trabajos no la hemos jalado. Todos son muy mentirosos cuando se habla de la mentada cogedera. Pura palabrería, el único que creo que si ya lo hizo es el Gavilucho, le decimos así porque tiene el pelo como los gaviluchos en malo. El pinche José alias el Gavilucho Roldan ya hasta ha ido a una casa de putas. Me cae que sí… pero de ahí en fuera, todos somos una bola de mocosos oliendo a orines. La mirada de Elenita no era de sorpresa, más bien parecía un poco desilusionada. —Por lo menos eres honesto. Estaban en un carro Valiant 1968, era de la Chrysler si no mal recuerdo. Los asientos eran de plástico y el sudor de ambos ya les molestaba. Edmundo, se secaba constantemente el cuello, le ardían los cortes que se había hecho al rasurarse por primera vez, pensando que ese día sería un momento clave en su vida, cuando iba a hacer el amor por primera vez. Quería recordarlo, creo que lo único que recordaría sería el ardor que sentía en su cara porque ni siquiera se había puesto loción después de según él afeitarse. A Elenita por su parte le sudaban las piernas, se había puesto pantimedias y estaba haciendo bastante calor. —Casi nunca me pongo estas chingaderas, no sé cómo se me ocurrió hacerlo hoy. La pintura en su rostro de niña todavía, era demasiada, se la había olvidado hacerse el manicure y sus uñas lucían algo grises, aunque su pecho adornado por un escote bastante gratuito le daba ese orgullo muy femenino, de hembra, luciendo sus atributos naturales. —¿Entonces?—preguntó la joven doncella. —¿Entonces qué?—respondió el torpe jovenzuelo. —No te hagas, ¿lo vamos a hacer o no? —Si tú quieres… sí… claro… —¡Pues acércate, tócame, bésame, haz algo por el amor de Dios! Nada más estás ahí de pendejo viendo la película. Habían ido a un autocinema. Andaban esos lugares muy de moda. Ahí iban los jóvenes a perder su decencia y a entregarse a sus propias lujurias. Edmundo se lanzó de pronto sobre Elenita que sorprendida ni tiempo tuvo de reaccionar. Las manos del virgencito trataban inútilmente de quitarle la ropa a su pareja, quién lo miraba con ojos de total desilusión. La besó torpemente, emitió el sonido que él pensaba los hombres emitían de su garganta en situaciones como aquella. Sí, Elenita ya lo estaba comprobando, Edmundo no sabe cómo tratar a una mujer. Debió haber escogido mejor a Ricardo, él está más grande, pero le dio miedo porque ya es mayor de edad, además, es de otro barrio, y en la cuadra se pueden enojar. Hasta ya está asistiendo a la universidad, y dicen todos en la cuadra que es un verdadero hijo de la chingada que ya se ha cogido casi a todas las muchachas en más de dos barrios. Y pues, además, a ella le gustaba mucho Edmundito, si Edmundito, el hijo del dueño de la tiendita de la esquina, que ya hace más de 6 meses le regalaba las cosas que ella iba a comprar y que además le había dicho si quería ser su novia. Aunque esas cosas ya no se acostumbraban en esta época, todo mundo cuando querían hacerlo nada más se miraban y lo hacían. Pero ella…ella no… —¡Edmundo! ¡Edmundo ya estate quieto! Ya vámonos anda. —¿Pues no qué querías? Una vez más, los ojos de Elenita mostraban una gran desilusión. —Mira Edmundo, ni tú ni yo sabemos lo que estamos haciendo. Es verdad, traemos las hormonas alborotadas, nuestros cuerpos nos lo están pidiendo. Pero la mera verdad, al verte aquí, con la cara cortada, sudando a chorros, en medio de un montón de gente, la verdad ya no quiero hacerlo. Cuando llegue el día llegará, quizás seas tú u otro, no sé. Pero por el amor de Dios mírame, traigo un traje de quinceañera de pueblo, me pinte de más, creo yo, y estoy sudando de los nervios que se confunde con el líquido de mi propia excitación. Mejor ya vámonos. Edmundo, súbitamente, cobra conciencia. Toma a Elenita del brazo y la empuja hacia él con una seguridad que ella nunca había visto. La besa con una grata fuerza y ternura, sus lenguas se encuentran en el camino y una gran excitación sexual los domina a ambos. Hacen el amor en menos de dos minutos. Él, muestra un rostro de gran alegría. Ella, queda con el rostro volando, preguntándose: “¿Qué pasó?” Ya, al pensarlo un poco, tal vez está satisfecha de haberlo hecho, aunque su mirada nunca deja de mostrar una gran desilusión. Lo ve de frente, directamente a los ojos. Él, pregunta como lo hacen todos los hombres: —¿Te gustó?—traducción: ¿Llegaste? Una rara, tierna y curiosa sonrisa se refleja en el rostro de aquella niña todavía con deseos de ser mujer. —Sí Edmundo, sí me gustó, pero no, no llegué. Nunca me imaginé que fuera a ser tan rápido. Un silencio los abraza a ambos. —Esto no vuelve a pasar Edmundo. Llévame a mi casa por favor. —¿No vamos a ir a comer? —Por favor, llévame a mi casa. Al estarse despidiendo frente al hogar de Elenita, Edmundo le pregunta con mucha seriedad: —¿Hice algo malo? No has dicho una palabra desde que salimos del autocinema. La muchacha ya con rostro permanente de desilusión lo ve ahora con lástima. —No Edmundo, no hiciste nada más que lo que debiste haber hecho. Tal vez con el tiempo sepas entender. —¿Entender qué? Una leve carcajada brotó de los labios de la ya ahora joven mujer. —Buenas noches, cuídate. La próxima vez que lo hagas usa un condón. No quieres embarazar a nadie ¿verdad? No te apures, yo tomo pastillas, para mi salud, no necesariamente para cuidarme, pero bueno, me servirán también para esto. —Elen… —¡Ya cállate mejor! No digas nada. Mañana cuéntales a tus amigos que me hiciste gritar y que duraste hasta media hora. Buena suerte, adiós. Edmundo se quedó pensando: “¿Quién entiende a las mujeres?” Mientras que Elenita se fue a dormir con el pensamiento: “Es verdad, me temo que todos los hombres son iguales…” Así fue la última cita entre Elenita y Edmundo. © David Alberto Muñoz
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David Alberto MuñozSe autodefine como un cuentero, a quién le gusta reflejar "la compleja experiencia humana". Viaja entre 3 culturas, la mexicana, la chicana y la gringa. Es profesor de filosofía y estudios religiosos en Chandler-Gilbert-Community College, institución de estudios superiores. Archives
July 2021
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