La medalla
Un cuento Por David Alberto Muñoz Sobre el buró de su recamara, estaba la cadena que su madre le había regalado hace ya muchos años. Era una hoja de cuchilla para afeitar, de acero inoxidable, bañada en oro, con su nombre impreso. Santiago se la ponía todos los días, solamente se la quitaba para bañarse, porque decía que a lo mejor no era de oro puro y no quería que se le oxidase. Salido de la regadera, lo primero que hacía era ponerse aquella cadena que le recordaba a su madre. Se miraba en el espejo y se decía así mismo, está muy varonil la pinche cadenita. Tenía razón mi Jefa, a las mujeres les gusta, cada vez que la ven, es como un atractivo para ellas. Me cae que sí Jefita. —Cuando yo muera Santiago, acuérdate de mí, cada vez te rasures, cada vez que te estés cogiendo a una vieja, acuérdate de tu madre. —¡Cómo cree Jefa! Eso nunca. —¿Nunca qué? ¿Nunca vas a cogerte a una vieja? Doña Lourdes se burlaba literalmente de su hijo en su cara. Le encantaba verlo repelar y en ocasiones, sin que él se diera cuenta se lo albureaba bien bonito. —No sacudas tanto el chile mijo, que se riega la semilla. —¿Cuál semilla Jefita? Qué no ve que ya se la saqué. —¡Ah mijito, a la larga te acostumbras! —¿A qué Jefa? Doña Lourdes nada más soltaba la carcajada mientras el joven, ya hecho todo un señor se reía a lo pendejo si entender a su madre. Aquella mañana, se puso su cadena, se persignó como 40 veces y según él, rezó tres padres nuestros, se echó como medio litro de una imitación de Dolce & Gabbana Cologne, que más bien olía a alcohol con limón. Y muy seguro de sí mismo, salió a la calle. Tenía que verse con la oficial Howard, encargada de su caso. Santiago, estaba en parole[i], estuvo dos años encerrado por contrabando y posesión de heroína. Estando adentro casi mata a otro inmate[ii], solamente por malos entendidos que son tan fáciles de encontrar en las prisiones. Se había hecho todo un pinto viejo, tatuado desde el cuello hasta las piernas, Santiago caminaba por el barrio que lo vio nacer, saludando a la misma gente que lo vio desde chiquito y que vivió, de alguna rara forma su inducción al vicio, cómo pasó de ser un simple chavito mariguano, a convertirse en todo un tecato[iii] un loco que puchaba[iv] carga[v], y de pronto, se convirtió en un narco, no de los grandes, pero si un narco de importancia, al menos en su ciudad. Le gustaba cada vez que tenía que reportarse a su oficial de parole. Todo mundo lo miraba como caminaba desde su casa hasta la oficina del Arizona Department of Corrections. Se tardaba horas, pero le encantaban las miradas de todo mundo, sobre todo los conocidos, las ex-amantes, los miembros de su ganga, los policías, los que aún estaban trabajando, así como los retirados, los jóvenes que lo miraban como un mito viviente, todos estos, deberían detener su camino y mirarlo pasar. —Ese es el Santiago, le dicen el Canyon, porque es uno de los grandes. Todo mundo al menos volteaba a verlo, menos la Samantha, a quién le decían la Blanca, porque era casi albina. Ella fue la ruca del Santiago por años, hasta que lo metieron al bote, y ya cuando salió, ella no quiso nada con él. Esto lo llenaba de ira, coraje, más aún, cuando la Blanca miraba que venía el Canyon, se le acercaba a cualquier bato que estuviese cerca, para coquetearle, y darle celos al bato. Ese día, el Santiago de plano se molestó tanto porque Samantha se le pegó demasiado al Cisco, quién nada más elevaba la cabeza en señal de victoria, sobre todo cuando fue la misma Blanca, la que le puso su mano en el trasero. El pinche Cisco parecía pavorreal. En un ataque de furia, el Canyon llega y le da un tremendo golpe en el rostro al Cisco quien se va para el suelo, pero riéndose a carcajadas. Se levanta, con la risa todavía en los labios. Mira al Santiago y le dice con suma calma: —¿Qué onda mi Canyon? Duele cuando a tu vieja ya se la cogió otro. ¿Qué no? Antes de que Santiago se lanzara sobre el Cisco, la Blanca detiene al susodicho y lo toma de la mano para llevarlo debajo un puente que había por esos rumbos. —¿Quién chingados te crees que eres? Contéstame… yo ya no soy tu ruca Santiago, hace más de dos años que no nos vemos, ni platicamos, ni hemos estado juntos, por qué no entiendes, eres historia. ¿Entiendes cabrón? El Santiago la miró con mucho cariño, casi se le sale una lágrima, pero logró contenerse. Encendió un cigarro, y continuó su camino rumbo a la oficina del parole. *** Doña Lourdes tomaba un café, mientras que el Santiago, de cuclillas, miraba la calle como esperando a alguien. La mujer sonrió, observando el lenguaje de cuerpo de su hijo. Éste, estaba totalmente perdido en sus pensamientos. —Mejor olvídala mijo. —¿Cómo jefa? What did you say? Doña Lourdes apagó su cigarro, y se acercó a su hijo. Lo tomó por el brazo y lo llevo dentro la casa, dónde lo sentó en el sillón de la sala, para después sentarse en sus piernas y hablarle como siempre lo hacía. —Pudiera decirte que todas las mujeres somos iguales, que, ya que vemos que nuestro bato no es el mismo, o ha perdido prestigio, o simplemente se nos hace un bato muy chafa, pues lo dejan nada más. Do you know what I am taking about mijo? — I don’t know Jefita! —La muchacha ya está cansada Canyon. Debes de entenderla. Tú piensas todavía que todo es un juego, que eres un pinche jovencito, pero ya no, ya estás ruco mijo, ¿no me dijiste tú mismo que eras un pinto viejo? — Yes! —¡Pues entonces! Si de verdad la quieres, déjala ir. No es que ella no te quiera ni nada así. Estaban chavalos los dos. Pero tú te fuiste al bote, y ahora que le puedes ofrecer. Déjala ir mijo, es mejor, para ti y para ella. La madre le ve la medalla sobre su cuello. La agarra. Sonríe, abraza con todo cariño a su hijo. —¿Sabes por qué te di esa cuchilla para afeitar? —No Mom! —Porque a tu padre le decía el Navaja. Él decía que nadie le podía ganar mientras él tuviera una navaja en la mano. Y la noche que lo mataron, fue con su propia navaja, porque estaba tan pedo el güey que no supo defenderse. Cuando yo te di esta medallita, fue como el darte a tu padre, para que te cuide y te enseñe lo que quizás él nunca quiso aprender… Déjala mijo, es mejor para todos… déjala… *** Sobre el buró de su recamara, estaba la cadena que su madre le había regalado hace ya muchos años. Era una hoja de cuchilla para afeitar, de acero inoxidable, bañada en oro, con su nombre impreso. Santiago se la ponía todos los días, solamente se la quitaba para bañarse, porque decía que a lo mejor no era de oro puro y no quería que se le oxidase. Esa mañana le vinieron avisar que habían matado a la Samantha. —¿Qué? ¡Estás loco! What? Go fuck yourself! Cuando llegó al lugar donde yacía el cuerpo de la Blanca, se dio cuenta, estaba con todos los huesos rotos, el Andy, la encontró cogiendo con el Cisco, y los mató a los dos, no sin antes romperle cada uno de sus huesos a la pobre Samantha. Le dijeron que ésta, le había robado mercancía al Andy, y aunque el Andy según él era su bato, no pudo dejarla viva. —Ya ves mijo. Si hubieras seguido con ella, a ti también te hubieran dado Bang[vi]. Tomó su medalla, la besó, y miró hacia el cielo. Gracias Jefe, gracias Jefita… pero yo la quería, quizás demasiado, y un bato recién salido de la pinta, no debe de querer así… Chingada… que cabrona puede ser la vida… y siguió su camino, no había de otra. © David Alberto Muñoz [i] Libertad condicional. [ii] Preso. [iii] Adicto a la heroína. [iv] Contrabandeaba. [v] Heroína. [vi] Matar.
0 Comments
Leave a Reply. |
David Alberto MuñozSe autodefine como un cuentero, a quién le gusta reflejar "la compleja experiencia humana". Viaja entre 3 culturas, la mexicana, la chicana y la gringa. Es profesor de filosofía y estudios religiosos en Chandler-Gilbert-Community College, institución de estudios superiores. Archives
July 2021
|