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Presencia

Cuento de antaño

2/1/2017

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Cuento de antaño
Por David Alberto Muñoz

Presionaba con su rodilla derecha intentando empujar aquel pesado bulto que le habían asignado.

—¿Qué chingaos habrá adentro?

Sacó un pañuelo de la bolsa de atrás de sus pantalones.  Era un paliacate de color rojo, de esos que usan los cholitos en la cabeza.

Frente a él, una muchacha hermosa deambulaba por las calles urbanas de alguna metrópoli. 

—¡Qué piernas! —pensaba—¿Cómo no va eso a llamar la atención?  Me dan ganas de agarrárselas.

De momento sacudió su cerebro provocando que sus pensamientos regresaran a la antesala de sus responsabilidades. 

Se llamaba Carlos, le gustaba leer novelas de Saramago, aunque sus amigos siempre le hacían burla.

—¡Cómo eres mamón!  Te crees la gran chingadera nada más porque lees.  A mí se hace que nada más le haces al cuento.

—¡Cómo creen!  Ahorita estoy leyendo Las intermitencias de la muerte.

—¿Las qué?

--Las intermitencias de la muerte.

—¡Tú lo serás, interpendejadas, interculeros, mamaletreros…!

—No, es una novela sobre un país donde la muerte desaparece y todo se viene para abajo, incluso la religión, porque dice ahí que para poder tener la resurrección necesitamos la muerte.  ¿Sí me entienden?

Nunca pudo terminar la escuela, lo único que pudo hacer es leer los libros que su abuelo escondía en su casa detrás del armario porque a la abuela se le puso que era alérgica al papel.  Además, a la abuela nunca le agradó el título que su nieto estaba leyendo a corta edad: Tierra de pecado.

—Ya no le andes dando cochinadas a Carlitos, tira tus libros a la basura si no yo los voy a quemar, lo único que dice la verdad son las Sagradas Escrituras, La Santa Biblia, viejo cochino—le gritó la abuela a su marido.

Carlos tuvo que trabajar desde los 12 años, de todo, desde cargador de bultos en la calle hasta bolero, dentro de las maquiladoras, recogiendo latas, vendiendo chucherías, cuándo la frontera cruzó a su familia aprendió a sobrevivir en las calles urbanas, entres gangas, violencia, armas de fuego y demás.

Le gustaban mucho las mujeres, de curvas, con pechos grandes, pero también podrían enfadarle, era el hombre común y corriente, podía entregarse con toda su alma para una vez alcanzado el orgasmo simplemente pedir el cigarro e ignorar la presencia femenina.

Ese día, su mudanza intentaba llevar seis cajas de metal, de esas que llegan en barco y luego las transportan por tren desde la costa hasta las ciudades.  Hace algunos años había descubierto la forma de sostenerse económicamente. Había sacado un préstamo para comprarse una troca de mudanzas.  La había mandado pintar con su nombre impreso:

Carlos’s moving Company LLC.

Incluso tenía su propio logo registrado.  Era una montaña que descansaba sobre una mano fuerte y morena que representaba el slogan también impreso: The strength of our race.

Aquellas cajas eran inmensas, ¿cómo se la había ocurrido ir solo a tratar de moverlas?

Tomó su teléfono y marcó.

—Johnny?  Is that you?  Listen carnal, necesito ayuda.  Hay unas cajas de metal y están muy pesadas.  ¿Puedes venir?  Bueno, aquí te espero.

Volteó nuevamente a sus alrededores, vio a la recepcionista de aquel lugar que era como una bodega al aire libre.  Se miraba flaca y algo desnutrida.  Pero parecía que le gustaba enseñar sus pequeños pechos para todos los clientes que le hacían círculo e incluso algunos, intentaban manosearla.

“Se buscaran maneras de forzar a la muerte a matar aunque no lo quiera…los ancianos serán detestados por haberse convertido en estorbos irremovibles.  Hasta el día en que la muerte decide volver…”

De pronto, mientras sus pensamientos intentaban descansar sobre sus placeres, escuchó algo que sonaba como alguien golpeando desde el interior de una de aquellas cajas metálicas.

—No puede ser posible—pensó—¿Cómo va a estar alguien metido ahí?

​Se acercó de inmediato y una vez que escuchó cuidadosamente, se percató que en verdad, alguien desde adentro intentaba llamar la atención. 

A la mayor velocidad que pudo abrió aquella caja amarilla, algo oxidada y con olor a humedad.  En su interior, pudo ver el pequeño cuerpo de un jovencito que con su mano derecha golpeaba la entrada de la caja y con la izquierda abrazaba una biblia.

Carlos lo ayudó a salir.  El aire aunque era algo caliente se le antojó ser más fresco que el aire helado de las tierras del norte a aquel joven.  Respiró profundamente mientras descansaba en los brazos de Carlos que no sabía qué hacer.

—¿Estás bien? —cuestionó el susodicho Carlos.

—Sí, ¿ya llegué?

—Creo que sí… ¿adónde ibas?

—Vengo a informarles que la muerte no quiere regresar.  Lo dice la palabra de Dios.  “Él sepultará la muerte en las profundidades del mar”.

Tal vez Carlos en realidad leía demasiado, sus realidades se mezclaban con sus pensamientos, y los sucesos abstrusos no alcanzaban a entender las imágenes que atravesaban por su mente.

Lo único que quizás comprendió en aquel instante, es que es mejor forzar la muerte que esperarla aun sabiendo que nunca llegará.

—¡Carlos!  ¡Carlos!

Carlos volteó asustado.

—Llévenselo a terapia intensiva.  Ya lo conocen, está loco.  Es de esos viejos que sólo saben leer e inventar tonterías.  “La muerte nunca llegará…”.  Yo te voy a dar muerte a ver si no te llega hijo de la chingada.  Ya les he dicho que no lo dejen leer, se pone peor, más loco, más incoherente.  Quemen todos los libros y póngalo frente al televisor o frente a una foto de su abuelo, lo que sea, pero ya no quiero escuchar más sus pendejadas.

Carlos estaba en un asilo de locos.  Su pecado, haber leído demasiado.

Así era toda la gente de antaño.

​© David Alberto Muñoz
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    David Alberto Muñoz

    Se autodefine como un cuentero, a quién le gusta reflejar "la compleja experiencia humana".  Viaja entre 3 culturas, la mexicana, la chicana y la gringa. Es profesor de filosofía y estudios religiosos en Chandler-Gilbert-Community College, institución de estudios superiores.

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