Hace exactamente 50 años, yo vivía en el Estado de México, específicamente en el Fraccionamiento las Américas, Naucalpan de Juárez. Era un niño de apenas 9 años de edad. Cerca de mi hogar estaba la escuela preparatoria a la cual asistí años después. Se llama todavía, Colegio de Ciencias y Humanidades (CCH), unidad Naucalpan. Ese nefasto 2 de octubre del año 1968, que fue precisamente el año en que vinieron a México las Olimpiadas por primera vez, y el Tibio Muñoz, ganó la primera medalla de oro en natación para México, su servidor estaba simplemente jugando en la calle como era muy común hacer en aquella época. De pronto vi, a un grupo de estudiantes que caminaban desde el centro del plantel CCH en dirección al periférico, dónde había una parada de autobuses precisamente en lo que se llamaba el Fraccionamiento de Echegaray. Me acerqué y le pregunté a un joven, de pelo largo, pantalón de mezclilla, y camisa de manta. —¿Qué onda carnal? ¿A dónde van? Él me respondió con voz segura. —Vamos a Tlatelolco. Va a haber una manifestación en contra del Chango. Así le decían al Presidente Gustavo Díaz Ordaz. —Vente con nosotros, para que no te hagan pendejo. Corrí apresuradamente hacia mi casa para pedirle permiso a mi papá para ir. No que estuviera completamente al tanto de los hechos, pero en mi casa siempre hubo revistas y periódicos, y además, veíamos las noticias juntos con mi padre quien nos explicaba cómo estaban las cosas. Basta decir que mi padre no me dejó ir. Y sólo con el paso de los años entendí el por qué. Sólo Dios sabe qué me hubiera sucedido. Esta escena quedó grabada en mi mente. Y en los siguientes días a la matanza del 2 de octubre. Lidié una verdadera batalla mental por reconciliar lo que el gobierno decía y lo que realmente sucedió aquel día, en que como dicen algunos, perdimos en México nuestra inocencia. Este año se celebran 50 años de la masacre en Tlatelolco. Parece increíble que hayan pasado tantos años y que todavía en México, no se esté reconociendo oficialmente que fue lo que realmente sucedió. En honor a esta fecha que dejó marcado nuestro país, publicamos el cuento “El Chilaquil Ayala”, escrito en el año de 1997 y publicado como parte de la colección de cuentos, Calzadas humanas, por Orbis Press en el año de 1998. El Chilaquil Ayala
Por David Alberto Muñoz ¿Cómo explicarle señor?... Pues verá usted, en 1965 mi familia y yo llegamos al D.F. No crea que éramos unos provincianos mensos, no seríamos ningún Fidel Velázquez, pero tampoco nos podían hacer pendejos con tanta facilidad. Al llegar a la capital nos impresionó muchísimo ver tanta gente. Parece ser que la ciudad de México es una fábrica de gente a chorros. Por todos lados que volteáramos salía gente. A mí en lo personal me encantaba ver a las muchachas. Era la época de la minifalda, usted se ha de acordar. ¡Chingada madre! A veces me metí en unos líos por andar de mirón, y otras pues también saqué buena parte. Pero oiga usted como solía decir Paquito Malgesto, ¿se acuerda usted de él?, ya se murió ¿qué no? Bueno, pero como decía él, oiga usted, a quién le den pan que llore, ¿qué no fue le famoso escritor Oscar Wilde el que dijo?: “para qué me ha dado Dios los ojos, si no para admirar la belleza de su creación”. No hombre, había millares de jovencitas, con unas piernas preciosas, y a poco a los hombres no nos gusta mirar, bueno, no solamente nos gusta mirar, entre otras cosas también nos gusta tocar a las chavas, sólo que seas joto ¿qué no? Pues como le decía llegamos en el 65. Yo me llamo Juan Ayala, pero me dicen El Chilaquil Ayala, que porque mi mamá siempre nos daba chilaquiles de almorzar y cuando estaba lista la comida no’más gritaba, “chilaquil, ¡chilaquil!”, y como yo era el primero en llegar a la cocina, mi madre me decía “ya llegó el chilaquil Ayala”. Y pues se me quedó el apodo. Ya ve usted como somos los mexicanos para eso de los apodos. La mera verdad no venimos por hambre a la capital…nosotros somos de Querétaro, apenas entrando en la ciudad, ¿conoce usted?, ahí a un ladito del acueducto, junto a la tienda de Don Serafín, vendía tan caro, que disque sus productos venían del otro lado, que quién sabe qué. A mi se me hace que era un sinvergüenza, era chilango de nacimiento, qué caray. Bueno, dicho con el debido respeto. No se vaya a dar usted por enterado. Pues como le decía, no había trabajo, estábamos pasando unas hambres que para que le cuento. Al Chilaquil Ayala se le acabaron los chilaquiles, ¡que la chingada, puede usted imaginar ni siquiera para comprar unas pinches tortillas! Ya ni sabíamos que hacer. Había días en los que nos la pasábamos no’más pensando en la comida. El hambre es cabrona mi amigo, cuando la gente tiene hambre las cosas se ponen feas. El pueblo puede estar chingado, fregado, como hemos estado todos los mexicanos por tanto tiempo, pero mientras haya comida nos calmamos. Pero eso sí, que no falte el refín, porque cuando falta, las cosas se ponen al rojo vivo, y le vale a uno madre todo, lo que quiere uno es comer, a la chingada con el país, con las viejas y, duele decirlo, pero a veces aun la misma familia vale madre. Esto invita a la violencia, a la anarquía, estas palabritas las aprendí ahí en la UNAM precisamente. Todos los estudiantes decían que la anarquía era peligrosa. Que el pueblo estaba verdaderamente aislado de la acción política. Que no teníamos ni voluntad ni opción de entrar de lleno en las decisiones políticas de nuestra nación. ¡Ay sí, no mames! No se crea, puro cotorreo, ya en serio, en aquella época yo simplemente estaba rete contento de estar en la capital, de ver tantas piernas bonitas y de tener la oportunidad de estudiar una carrera. Lo del Movimiento Estudiantil fue algo así como un proyecto extra. Yo sé que hay gente que me diría que me faltó conciencia política y chingadera y media. Pero la verdad yo no supe de dónde vino todo el desmadre. Tenía apenas 18 años, por más conciencia política que usted me diera, no dejaba de ser un jovencito mamón. No’más me acuerdo de haber desfilado en la del Silencio, de haber llegado al Zócalo, y de estar precisamente el 2 de octubre en la Plaza de las Tres Culturas. Lo que sí está grabado en mi mente es que entre nosotros, los verdaderos estudiantes, los que estábamos en primero o segundo año, el Movimiento significó más que nada una unidad bien chingona, se logró unidad entre todos los estudiantes. Todos trabajábamos, todos cooperábamos. Salíamos en brigadas, andábamos de torteros con las chavas, pero tú sabes, echando novio y a la vez nos sentíamos que éramos partícipes de algo muy especial. Al menos al nivel en el que yo estaba. Sí había aquellos locos como Cabeza de Vaca, Luis González de Alba, El Búho, la Tita y la Nacha, esos cabrones andaban bien metidos en todo el pinche Movimiento. En los famosos mítines yo no entendía de que hablaban. Era un griterío, no se sabía ni quién estaba hablando ni de qué se estaba hablando. A mí me gustaba más andar en la calle, que volanteando, que colectando dinero para la tinta, pues usted sabe, con los cuates, con las muchachas en los camiones, respirando el aire contaminado de nuestra linda capital. El 2 de octubre yo llegué muy temprano a Tlatelolco. Serían como eso de las seis o siete de la mañana. Ya había algo de gente. Unos locos andaban con aires de delirios de grandeza, que eran representantes del CNH, usted se ha de acordar, el Consejo Nacional de Huelga, y que tenían el mandato de mantener el orden. Eran unos pinches jovencitos igual que yo en aquella época, cuando mucho 19 años. ¡Ah! Pero eso sí, cómo tenían verbo, eso es algo que al chilango le sobra, palabra, ojalá pudiéramos dejar de hablar tanto y principiáramos a ser honestos con nuestra gente. Me acuerdo que recorrí la explanada pretendiendo ser uno de los líderes y hasta me eché un discursito, acá a la zorra, para calentarme un poquito los ánimos. El día se fue como agua, sabíamos que se había programado una manifestación en el Casco de Santo Tomás para más tarde. A eso de las once la gente comenzó a llegar. Era un chinguero de gente la que estaba en la Plaza de las Tres Culturas el 2 de octubre de 1968. Existía un ambiente a todo dar antes de que todo empezara, yo creo que es verdad lo que dicen algunos, el 2 de octubre perdimos nuestra inocencia como nación, dejamos de ser adolescentes para convertirnos en adultos. Pero yo nunca voy a lograr borrar de mi mente el sentimiento de serenidad, de calma, de quietud, que la mera verdad yo nunca he vuelto a sentir. Hombres, mujeres, niños, jóvenes juntos con ancianos estábamos ahí, como en un domingo en el Parque de Chapultepec. Alrededor de eso de las 5 o 6 de la tarde, el ambiente estaba en todo su apogeo. Toda la gente esperaba algo, creo que ya no nos importaba lo que pasara, bueno, al menos eso pensábamos en aquel momento, estábamos simplemente contentos. Levanté los ojos al cielo y pude ver unas luces verdes de bengala. Pensé, qué cabrones los líderes, hasta fuegos artificiales consiguieron, ¿cuánto les costaría? No pasó un segundo más después de haber visto aquel espectáculo en los cielos cuando se dejó venir el terror, la muerte y la sangre sobre nosotros. Balazos, gritos, empujones, gente corriendo, ruido, granaderos, soldados, policías, los del guante blanco, plegarias a la virgen, maldiciones al ejército, a los estudiantes, a Dios mismo, una anarquía total fue lo que reinó a partir de aquel callado segundo, suspendido en el tiempo cuya memoria jamás podré borrar. Ni en el mejor libro de texto hubiera podido ver en carne propia lo que significa la crueldad humana desatada por órdenes de algún cabrón que se sintió prepotente. Mis compañeros me gritaban: ¡¡Chilaquil, agáchate, ¡¡Chilaquil por allá no, ¡¡Chilaquil ayúdame, ¡¡Chilaquil no me dejes, ¡¡Chilaquil me muero, ¡¡Chilaquil por tu madrecita sácame de aquí, ¡¡Chilaquil, ¿qué pasa? ¡¡Chilaquil mi niño, mi madre, mi papá, mi abuelita, mi esposa!!!!... Chilaquil, ¡chinga tu madre! Usted ha de dispensar el lenguaje coloquial, pero no puedo aún entender lo que pasó en Tlatelolco, estuvo rete feo, los soldados llegaban con bayonetas y no les importaba si éramos hombres o mujeres, al parejo nos daban. Jalaban a las mujeres de los pelos, las empujaban, las manoseaban como aprovechando la oportunidad, a nosotros nos agarraban de los huevos para callar nuestro grito de desesperación; yo le pregunto distinguido. ¿cómo es posible cometer tanta injusticia con gente que, la mera verdad, en muchos de los casos no tenía vela en el entierro? Yo corrí como loco por toda la plaza, no sé ni a dónde. Miré cuerpos tendidos alrededor de toda la explanada. Helicópteros volaban sobre nosotros lanzando cañonazos con pólvora de odio y cizaña. Escuché niños llorando, llamando a su mamá, escuché madres desesperadas llamando a sus hijos, contemplé ancianos siendo literalmente aplastados por la multitud que corría desesperada a lo largo de toda la plaza. La gente caía y caía, una tras otras, sin pauta alguna. Jamás se levantarían, sus cuerpos quedarían clavados a las puertas de la Iglesia, puertas que nos se abrieron aún al saber lo que estaba pasando. Vi columnas de hombres y mujeres derribarse a balazos. Miré cómo los ideales del Movimiento se convirtieron en cenizas, en polvo, en sangre embarrada en las paredes de todo Tlatelolco. Mucha gente murió el 2 de octubre de 1968 en la Plaza de las Tres Culturas. Si usted me pregunta ¿qué hizo el Chilaquil Ayala? La mera verdad, el Chilaquil Ayala no hizo nada, absolutamente nada, sólo pudo sobrevivir, gracias a Dios. Tener miedo es muy canijo mi amigo. El terror a no poder controlar la situación, el pánico al ver tanta muerte alrededor de uno, chingada, eso no se puede olvidar. El Chilaquil dejó de existir en aquel día nefasto para México. Y no se crea que quiero sonar cursi, ni nada. Pero es la mera verdad. Me acuerdo que cuando llegaba a la cocina después de escuchar que mi madre me llamaba, cómo me hacía fiestas. Usted sabe, yo jugaba, que ¡aquí llega el Chilaquil Ayala, el defensor de los pobres! ¡¡El gran, el único, el que cambiará al mundo!! La mera verdad el Chilaquil Ayala no pudo hacer absolutamente nada. El próximo año ya van a ser 31 años de lo que pasó en Tlatelolco. Ojalá haya servido de algo, ojalá los mexicanos podamos aprender algo bueno de aquella lección tan dura. Por mi parte yo me quedé a vivir en la capital. En la colonia Roma, ahí tiene usted su casa. Me casé con una muchacha que se ponía minifaldas y ahora yo no quiero que mis hijas las usen. Dejé de ser joven para convertirme en adulto. Sabe usted, ahora que estoy más viejo creo que es importante reflexionar cuidadosamente y más que nada ser honestos con la gente, con nosotros mismos, y ver verdaderamente que fue lo que pasó y, la mera verdad, lo que pasó a mí no me gusta recordarlo… © David Alberto Muñoz Del libro: Calzadas humanas, Orbis Press1998.
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David Alberto MuñozSe autodefine como un cuentero, a quién le gusta reflejar "la compleja experiencia humana". Viaja entre 3 culturas, la mexicana, la chicana y la gringa. Es profesor de filosofía y estudios religiosos en Chandler-Gilbert-Community College, institución de estudios superiores. Archives
July 2021
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