El daño
Un cuento Por David Alberto Muñoz En medio de copas y tabaco, Anabel esperaba pacientemente su turno para visitar al Obispo mayor de la diócesis de Chicago; ahí, en medio de un raro calor que dominaba a la ciudad entera, la hermosa mujer de más de cuarenta años de edad, pintaba su propia silueta como procurando bailar con la misma muerte. Cigarro tras cigarro sus pulmones respiraban un posible cáncer, mientras que sus sentidos gozaban del placer estético de la delicia. Cada fumada que tocaban sus labios, provocaba ese curioso sentir del deleite, lugar al cuál, Anabel prefería resguardarse en medio de un mundo que parecía no tener sentido. —¿Gusta más vino Sra. Bolaños?—era la secretaria del Obispo. El prelado siempre ofrecía un poco de licor a todos los que iban en busca de su sabiduría. Esto era un poco inusual, no ortodoxo, pero a la mayoría de los feligreses les encantaba beber. Además, todos eran gente pudiente, de recursos, personas que dejaban buenas donaciones, buena ofrenda, no solamente los domingos, sino también en común acuerdo con el Obispo Jones. —¿Sabes qué?—contestó la Sra. Bolaños—Tráeme un coñac por favor, del bueno, se me antojó. —¡Cómo no señora, en seguida! —A lo mejor borracha me atrevo a confrontar al pinche Obispo—susurró para sí misma Anabel López de Bolaños. Aunque de este lado de la frontera, simplemente era Mrs. Bolaños, cuestión que no le agradaba mucho, ya que su apellido materno desaparecía por completo. —¿Por qué siempre hacen a un lado a la mujer?—Su mente no paraba de pensar… Había pasado toda la noche dándose valor para enfrentar al Obispo. Luchando con ella misma para de una vez y por todas, terminar con ese calvario que había vivido ya por más de cuarenta años. —Tengo que enfrentarlo, decirle en su cara todo el mal que me hizo. Hace muchos años, ella, había sido victima de un hombre en temporada de celo, un individuo sin la menor capacidad de raciocinio, simplemente alguien que convenientemente había abusado de ella. Las manos de un sacerdote joven cayeron sobre una niña de escasos once años de edad. —Ven Anabelita…acércate…siéntate en mis piernas…no tengas miedo…no pasa nada…yo represento a Dios, y Dios no quiere que nada te pase…todo va a estar bien…¿qué tienes aquí? —Desgraciado cabrón…nunca se dio cuenta del daño que me hizo. Una extraña sensación dominaba su ser. El Obispo Jones, era un buen hombre, a excepción de lo que le había hecho; había ayudado a su familia en momentos de crisis, cuando aquella enfermedad casi se lleva a su marido, el Obispo estuvo todos los días con ellos; además, era el encargado del comité para levantar fondos del distrito escolar en donde Anabel trabajaba. Todo mundo lo respetaba. Era íntimo amigo de su esposo, por muchos años había sido el invitado de honor en su mesa, sus propias hijas ya parecían quererlo. Pero esa fue la copa que rompió el vaso. Sus niñas eran aún pequeñas, pero ya estaban entrando en cierta edad. Anabel se aterrorizó nada más de pensar que les pudiera hacer algo ese hombre. —Mejor cállate, y no digas nada mujer—le decía su amiga. —No me entiendes Magda, hay veces en las que no puedo ni verlo, me da asco. —Mira mujer, el bien que el Padre Jones ha hecho, sobrepasa lo que tú tienes en tu mente de adolescente frustrada. Yo la verdad no lo puedo creer. Tú eres la única que ha salido con esas babosadas de sexo y abuso, y yo no sé qué más. Todos queremos mucho al Obispo Jones, es un buen sacerdote, un buen amigo, un excelente guía espiritual. Una mancha ennegrecida enturbiaba la imagen de la santa iglesia. —El que esté libre de pecado que arroje la primera piedra. ¿A poco tú eres una santita? No te hagas…por el amor de Dios Anabel, sé justa. Anabel bebía con más rapidez, y encendía otro cigarro sin haber terminado el anterior. Las piernas le temblaban. Se miraba a si misma con un ojo crítico. —¿Por qué me puse una falda tan corta? ¿A lo mejor lo quiero provocar? ¿Y sí así es…qué? Es mejor que me abroche otro botón de mi blusa. Aunque si se acerca, no sé qué voy hacer…No, no quiero que piense que he venido otra vez para que haga conmigo sus porquerías. Minuto tras minuto la mente de Anabel se perdía entre la fantasía y sus propios sueños. Tantas veces había intentado enfrentar al cura, y tantas veces había sido derrotada por sus propias inseguridades. —¡Esta vez, tengo que decirle en su cara todo el mal que me hizo! ¡Cómo me dañó…! —¿Sra. Bolaños? Asustada, la mujer responde. —¿Sí? —El Obispo la puede recibir ahora. —Gracias señorita. Todo se tornó seco, lento. Anabel difícilmente podía respirar. No podía escuchar el sonido de sus propios tacones. Caminó con lentitud hacía la oficina del Obispo. Como deseando no llegar, como esperando que algo sucediera. Todo sonido desapareció, al igual que una película muda, solamente sus propios pensamientos le daban coherencia a su necio existir. —¡Hola Anabel, pasa, por favor! Saludó el cura efusivamente a la mujer. —¿Cómo está Padre?—pronunció ella después una pausa interminable. Ella besó su mano ya por costumbre, para después escupir aquel sabor que le provocaba nausea en sus venas. —¿Cómo está Carlos? Siempre le había impresionado la forma en la cual Jones hablaba su lengua. Él era un gringo que pareciese haber nacido en el lado equivocado de la frontera. Hablaba con mucho cuidado, con mucha certeza, intentando perfeccionarse a cada segundo. Con el paso de los años, había logrado conquistar el idioma de Cervantes. Lo detestaba más en en esos momentos. —Carlos está bien, le manda muchos saludos. Dice que lo espera el jueves para la partida de ajedrez. —Ese Carlos, a ver si esta vez sí puedo ganarle. —¡Padre!—dijo Anabel sorpresivamente. —Dime hija. ¿En qué puedo servirte? Anabel volteaba para todos lados. Aquel clérigo le ofreció asiento en una pequeña estancia que tenía en su oficina. Anabel de pronto cruzó la pierna mostrando cierta coquetería. El Obispo Jones se dio cuenta, para después mirar directamente a los ojos de su feligresa. —Tenemos que hablar Padre. —Pues adelante hija. Te escucho. El sudor empezó a caer sobre Anabel. La voz le temblaba. Las imágenes de ese hombre sentado frente a ella, tocando su cuerpo la inquietaban, la perturbaban quizás mucho más que antes. Tal vez por primera vez vio al Padre Jones tal y como era, un hombre viejo, con arrugas y su cabello casi blanco completamente. Simplemente un hombre en la antesala de su propia defunción. Tuvo repulsión de sí misma. —¿Por qué lo hizo padre? —¿Por qué hice qué hija? —¡Yo no soy su hija! —¿Qué tienes Anabel? ¿Estás bien? —¿Puede usted decirme solamente una cosa? —¿Decirte qué? —¿Es justo lo que usted me hizo? —No sé de qué me estás hablando. ¿Qué pasa? La mirada de Anabel se llenó de resentimiento. Tomó aire…y habló con una voz segura, pero a la vez dolida, como una pequeña de once años. —Usted abusó de mí Padre…yo era una niña…me sentó en sus piernas, ahí mismo dónde está usted sentado… y tocó mi cuerpo una y otra vez…traté de huir, pero no pude…lo odié desde ese momento con todas mis fuerzas…cada vez que lo miraba, cada momento que nuestros ojos se cruzaban, aquella escena se repetía en mi mente…¿cuántos años fueron?…¿por qué lo hizo? ¡Creo que nunca lo podré entender…es usted muy mala mierda…!—casi grita Anabel. El padre quedó paralizado, no entendía, o quizás, no deseaba entender, su rostro reflejaba una total incomprensión. Habló con voz quisquillosa. —Anabel, cálmate…¿por qué estás así? ¿Pasó algo? No entiendo… —¡No me oyó! ¡¡¡Usted abusó de mí!!! La mirada del Padre Jones estaba totalmente perdida. Respiró profundo. Trató de encontrar qué contestar, mientras la mujer lo observaba con un odio total. —No sé de qué me hablas Anabel…no entiendo…pero el mal existe, al igual que el bien. Todos estamos expuestos a ambos…Y muchas veces…aunque no lo deseemos, caemos ante la tentación…hija… —¡Qué yo no soy su hija! —Está bien…cálmate… La mujer se puso de pie súbitamente. El Obispo trato de acercarse a ella, pero de inmediato Anabel se alejó de él. —Yo no recuerdo lo que dices Anabel…no olvides todo lo que hecho por ti y por tu familia…ya tenemos muchos años de conocernos…es más…yo los casé a ti y a Carlos…he visto a tus hijas crecer… —¡A ellas ni las mencione puerco cochino! —¡Tampoco me insultes! Una sonrisa de venganza vistió el rostro de Anabel. —¡Pobrecito padrecito! ¿Lo están insultando? El Obispo Jones la miró con ojos de misericordia. —Está bien…¿qué quieres? Que te pida perdón. ¡Perdóname Anabel! ¿Eso querías? ¡Perdóname! Ahí está…¿eso querías no? Es todo lo que te puedo decir. La mujer levantó las palabras literalmente del suelo, dónde habían caído. —¿Perdón? ¿Qué fácil no? Usted me dañó tanto…no tiene idea cuánto me dañó…Los humanos no olvidamos…nunca podremos olvidar, sobre todo cuando se nos ha hecho algo así... Anabel suspiró profundamente. Levantó sus hombros y se dispuso a retirarse. El cura simplemente lanzó ese gesto de desagrado lleno de desavenencia. —No quiero volver a verlo en mi casa. ¿Está claro? El sacerdote afirmó con la cabeza en señal de enfado. Ella salió de aquel lugar satisfecha, llena de un extraño y curioso orgullo, la inmodestia de haber podido enfrentar sus propios fantasmas, sus propios secretos, sus propias verdades, o quizás, sus propias mentiras, mientras que el Padre Jones, quedó oculto en su propia sacristía. —Nadie puede saber el daño hecho. Todo está dentro de nuestros corazones hija, y nadie puede saber el verdadero daño hecho. *** Anabel de pronto despertó. Estaba en su recamará durmiendo junto a su marido. Se levantó y fue a ver si sus hijas estaban bien. No las encontró. Corrió por toda la casa. Finalmente se sirvió una copa y la bebió de un trago mientras su esposo llegaba con paso rutinario hasta ella. —¿Qué pasó mujer? ¿Otra vez ese sueño? —¿Dónde están las niñas Carlos? Carlos la miró con cierta lástima. —Mujer, las niñas ya son mujeres, la más grande se casó hace cinco años, y la chiquita, hace apenas tres años. ¿Por qué no puedes dejar de ver fantasmas? —Sí Carlos…él me daño…el Padre Jones me dañó… —Está bien Anabel…está bien…lo siento mucho…no entiendo, pero lo siento mucho…mañana iremos a verlo y a hablar con él...¿está bien?...ven…vamos a dormir… —Él me dañó Carlos…fue él, el que me dañó… La realidad había hecho el amor con la fantasía una vez más, y cada quién seguía su verdad a ciegas… —Nadie puede saber el daño hecho. Todo está dentro de nuestros corazones hija, y nadie puede saber el verdadero daño hecho. © David Alberto Muñoz
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David Alberto MuñozSe autodefine como un cuentero, a quién le gusta reflejar "la compleja experiencia humana". Viaja entre 3 culturas, la mexicana, la chicana y la gringa. Es profesor de filosofía y estudios religiosos en Chandler-Gilbert-Community College, institución de estudios superiores. Archives
July 2021
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