El tranvía
Por David Alberto Muñoz El ferrocarril se escuchaba a distancia. No estaba muy lejos pero tampoco muy cerca. Por la ventana de su recámara se podía ver la luz de la luna. Luz tan natural que cuando le tomas una foto parece como si fuera un foco encendido, perdiendo ese encanto que solo se puede apreciar estando ahí. Además, ese raro sonido a sombra, cantaba con sumo deseo mientras que los gatos andaban de parranda entre pleitos, cogidas y curiosidades. El tren siempre le había fascinado. Desde que estaba chico sus padres lo llevaban en Pulman desde la ciudad de México hasta Mexicali, Baja California. Al principio le causaba tanta admiración. Había cuartos que aunque eran pequeños les permitían tener cierta privacidad. El baño sí era compartido entre todos los viajeros del vagón pero aun así, era una emoción levantarse a media madrugada para ir a tirar el agua, y ver la forma en la que habían convertido los asientos en camas literas de dos pisos. Unas cortinas tapaban para darles privacidad a los inquilinos transeúntes. De pronto, el silbato del tranvía se dejaba escuchar. No entendía por qué todo mundo sabía que era de un tren. Los carros no sonaban así, ni los aviones, ni ninguna máquina que él conociera. Ese pitido fuerte, seguro, atrevido, lo hizo soñar de niño con querer manejar una de esas maquinarias modernas y avanzadas. Al menos en sus tiempos. Una curiosa voz se podía percibir a distancia. Era como las voces de unos niños. ¿Los niños? No percibía con certeza si eran risas o llantos o quizás, una combinación de ambos, no obstante, mientras las antenas de sus oídos prestaban más atención, aquel eco se desplazaba con mayor facilidad. Recordó la historia que le contó Jacinta, la sirvienta que vivió con ellos por más de 15 años. Mujer de rostro indígena y cuerpo bello, que inició a muchos en la familia en el placer sexual. Algunos en la vecindad decían que era una bruja, un fantasma que había sido dejada prisionera entre los rieles del tren por haber pecado contra las leyes de Dios. A él, se le hacía una tontería eso del pecado. Siempre se sintió muy bien con Jacinta, sobre todo cuando tuvieron sus atrevidas aventuras. Era una mujer que siempre hizo lo que quiso sin importarle los juicios de los demás. —Era una noche como esta mi niño. Sólo que había mucha neblina, casi no se podía ver; se sentía un poco de frío. La noche cabalgaba a paso lento, dejando escuchar solamente el andar del caballo, ese animal perisodáctilo que tiene la habilidad de correr a toda velocidad. —¿Peridosí qué? —¡Ah mi niño! Lo bruto a veces se hereda. —¡Vas a ver Jacinta! La mujer sonreía después de su frustración para abrazar al jovenzuelo dejando que su cabeza se embarrara en sus pechos grandes y voluptuosos. —Aquel caballo llevaba las almas de 3 recién nacidos, que habían fallecido porque su padre borracho se detuvo a orinar a media vía del tren. —¿Eran trietes? —¡Trillizos, alma de zonzo! —¡Vas a ver Jacinta! Le voy a decir a mi mamá. —¿Qué le vas a decir? ¿Qué te gusta agarrarme las tetas? ¿Qué me espías desde tu ventana para verme cuando me cambio de ropa? ¿Qué tratas de ver debajo de mi falda cada oportunidad que tienes? ¿Eso le vas a decir? El adolescente la mira con unos ojos grandes, llenos de prepotencia y picardía. —No, le voy a decir que tú me dejas. Pausa. —¡Ven para acá chamaco de porra! Precioso, chulo, ese es mi macho, mi varón en proceso—le dice mientras lo agarra con fuerza para besarlo en los labios—¿Quieres escuchar la historia o no? —Sí… —Esos tres recién nacidos representaban el lapso de su existencia, el principio, Dios, la edad madura, el Hijo, y el ocaso, el Espíritu Santo. Pero él nunca prestó atención a símbolos ni interpretaciones, todo lo que sabía hacer era emborracharse y perderse en el despeñadero de su propia incapacidad. Era un hombre sumamente solo, que no supo lidiar con la responsabilidad. Huyó de cualquier obligación, lo asustaba. Corría literalmente en pánico antes que tener que cumplir con su cometido de hombre. Todo lo resolvía con unas cuántas copas. El chifle del tranvía se dejaba escuchar más y más cerca. Incluso, la velocidad parecía incrementarse. Se sentía en el ambiente como si algo fuese a suceder. ¡Ese pinche silencio que se escucha antes de que alguien muera! —Aquellos tres niños se quedaron en el carro. El hombre no supo cómo ni qué pasó. Pero ese tranvía del infierno degolló las vidas de aquellos inocentes ante la mirada atónita de aquel hombre que cobró sobriedad en menos de un segundo. Desde entonces, esas almas vagan en medio de los rieles, el sonido del tren y el pitido con su semblante de muerte. Cada vez que un automóvil queda atrapado, los tres ayudan para que salga del peligro, pero si el conductor está ebrio, no pueden perdonar lo que hizo su padre, y ellos mismos detienen el carro, cerrando las puertas para que quién sea que esté en el interior, muera al igual que ellos. —Está como de miedo la historia ¿no Jacinta? —No mi niño lindo, no es de miedo, es para que recuerdes que todo lo pagamos en esta tierra. Todo lo que hacemos regresa a nosotros por el tranvía… aún la muerte no puede separarnos de nuestro destino… por eso le dicen el tranvía del fin, la defunción de nuestro propio cuerpo. El jovenzuelo quedó hipnotizado completamente, con la boca abierta y el corazón latiendo a mil por hora. Mientras que yo… yo, ya de grande, recuerdo esa historia cada vez que escucho al ferrocarril pasar cerca de mi casa. © David Alberto Muñoz Del libro: El Santo Don Patricio y otros demonios, Editorial Garabatos, 2016.
0 Comments
Leave a Reply. |
David Alberto MuñozSe autodefine como un cuentero, a quién le gusta reflejar "la compleja experiencia humana". Viaja entre 3 culturas, la mexicana, la chicana y la gringa. Es profesor de filosofía y estudios religiosos en Chandler-Gilbert-Community College, institución de estudios superiores. Archives
July 2021
|