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Presencia

Enfadó

1/6/2019

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Enfadó
Un cuento
Por David Alberto Muñoz
 
Esa foto es de hace muchos años. Esa mujer ya no existe. Mírenme la cara de pendeja que traigo. Sí, díganlo, así… muy mujer de su casa, muy mujercita, muy sometida ante el macho varón masculino, que solamente te buscaba para que le hagas de comer y para cogerte cuando llegaba borracho a la casa.
 
¿Qué fue lo qué pasó? Preguntas.
 
Creo que siempre fui una paradoja, pero nunca me había dado cuenta, hasta que leí aquellas palabras que cambiaron mi vida. Todas las tardes me metía en una biblioteca a leer. Nunca he viajado, he pasado toda mi vida en esta pinche ciudad. La única forma que tuve de distraerme e ir a lugares exóticos, diferentes, fue por medio de los libros. Conocí Paris, Roma, Londres, Barcelona, hasta llegué a la gran muralla de China, todo con la ayuda de la imaginación.
 
Cuando Ramiro tomó esa foto que me enseñas, hizo que yo y mis hijos nos disfrazáramos de familia buena, decente y bella. Muy a la usanza mexicana. Hasta me veo bonita ¿no crees? Ve el rostro con cuidado. ¿Qué ves? ¿Una joven esposa con sus polluelos? ¿Una mujer joven realizándose como madre? O una hembra atrapada en algo que le impusieron y de lo cual no podía escapar.
 
Siempre quise encontrar a alguien que me cuidara. Que me valorara. Que me comprara cosas. Yo a cambio, le iba a dar un hogar de acuerdo al patrón que a todos nos impusieron. Después de todo, tenía el título de esposa. Ramiro era casi 20 años más grande que yo. Me dio todo no lo voy a negar. Según yo, era feliz, pero ya cuando me encontraba sola, conmigo misma me preguntaba: ¿Qué carajos estás haciendo aquí con este hombre? El matrimonio no es como lo pintan. Esa imagen que siempre te dio tu madre, de ser una mujer decente, sumisa, dedicada a su hogar, a sus hijos, a su marido, a reflejar todos esos principios vale-madres que la sociedad nos ha impuesto. Y sí, estaba convencida, creía que mi vida iba a ser eso, levantarme todas las mañanas para hacerle el desayuno a mi familia, ponerle unas tortas a mi marido para que comiera en el trabajo, llevar a mis hijos a la escuela. Regresar y limpiar la casa. Preparar los sagrados alimentos, y tenerlos listos para cuando llegara la familia. Comer con ellos pretendiendo que todo está bien, que no pasa nada, que no existía dentro de mí un aguijón que me quemara las venas llenas de lodo seco que me estaban matando. Para luego lavar los trastes, arreglar la cama de mis hijos, y meterme en la mía con las piernas abiertas, en caso de que el señor tuviera sus necesidades muy de varón.
 
Creo que es cierto eso que alguien ha dicho. El amor es un juego, el casamiento un negocio. Estas fueron las reglas que a mí me enseñaron. Y quién soy yo, pensaba, para romperlas, porque hubo momentos en los cuales deseaba salir corriendo de mi casa y dejarlos a todos, sí, lo voy a decir, incluso a mis hijos, y no dudes que los amo con toda mi alma. Pero hay veces en las cuales es menester correr, gritar y hacer una locura para darse cuenta que todavía tenemos sobriedad.
 
¿Sí me explico?
 
Pues una tarde estaba leyendo en la biblioteca. Estaba leyendo a Friedrich Nietzsche, lo ha de conocer. Es el filósofo alemán quién nos dijo en nuestra cara que Dios había muerto. Todos los religiosos hicieron un escándalo. De hereje maldito no lo bajaban. Lo que yo entiendo es que ese mensaje de Dios y todo lo que la religión dice, no ha sido suficiente para satisfacer los deseos y necesidades internas de los seres humanos. Puras promesas, si te portas bien, tu padre celestial te va a dar un regalo. Pero tienes que hacer todo lo que él te diga, si no, no te va a dar nada. Yo me pregunté: ¿No quiere Dios que sea yo una mujer feliz? ¿Por qué tengo que aguantar a un hombre con quién ni siquiera puedo tener una conversación?  Ya éramos simplemente dos robots intentado que la maquinaria de nuestro matrimonio funcionara nada más por funcionar. Ya no existía ningún sentimiento humano verdadero dentro de nosotros. Al menos dentro de mí… y no podía decirle nada al señor, porque se indignaba, y gritaba haciendo un escándalo. Pues esa tarde leí algo que Nietzsche escribió:
 
“El matrimonio acaba muchas locuras cortas con una larga estupidez”.
 
Fue entonces cuando abrí los ojos, cuando volví en sí, cuando me di cuenta de que me estaba ahogando en mi misma, me estaba suicidando poco a poco por no hacer lo que realmente deseaba. Ser libre. Y claro, el juicio de los demás cayó sobre mí. Fui de ser una buena mujer, decente, recatada, a convertirme en una puta que no supo apreciar lo que tenía.
 
Pregunto: ¿Por qué?
 
Por haber decidido dejar a mi marido y perder a mis hijos. Por ahora irme a la cama con quién a mí me plazca y punto. Por mostrar más mi cuerpo por gusto. El hecho de que enseñe mi cuerpo más sensual, no quiere decir que te esté dando las nalgas. ¿Entiendes? La libertad trae consecuencias también. Todo lo que hacemos trae consecuencias, buenas o malas. Unos me dicen que lo que hago ahora es libertinaje. Pero no, fue simplemente el decidirme a salir completamente de esa prisión dónde estaba condenada.
 
Salí de esa larga locura a la cual estaba penada.
 
Por eso la de la foto esa que usted me enseñó, no soy yo… fui yo hace muchos años… y creo que hasta me miro linda, bonita, pero las que puedan ver el yugo que me ahogaba, entenderán que esa ya no soy yo.
 
Me llamo María Guadalupe, pero desde hace años todo mundo me conoce como La Magdalena, sin el ánimo de ofender.
 
Simplemente, toda esa vida, me enfadó… y ahora... ahora sí soy feliz... ya no le pido nada a la vida.
 
© David Alberto Muñoz
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    David Alberto Muñoz

    Se autodefine como un cuentero, a quién le gusta reflejar "la compleja experiencia humana".  Viaja entre 3 culturas, la mexicana, la chicana y la gringa. Es profesor de filosofía y estudios religiosos en Chandler-Gilbert-Community College, institución de estudios superiores.

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