La confesión
Por David Alberto Muñoz —Te tengo que confesar algo Padre… —Ave María purísima—sugiere el sacerdote. —Disculpe Padre, yo no soy católico. La mirada del Padre Abel, quedó clavada en aquel individuo que parecía ser un hombre vividor y de mundo. Iba elegantemente vestido con un saco de terciopelo negro, una camisa color guinda, y unos pantalones Jeans, negros, mientras que podía ver el sacerdote, unos zapatos de charol, cuidadosamente voleados, y relucientes de brillo. —¿Entonces?—preguntó con cierta curiosidad. —Necesito decirle a alguien lo que he hecho, o lo que voy hacer. Si no, pienso que me voy a volver loco. Ustedes están bajo la obligación de no decir nada, ¿no? Es el secreto de confesión ¿o no? El Padre Abel alzó los ojos como buscando respuesta en el mismo aire que se antojaba ser frío y algo seco durante aquel mes de octubre, cuando las lunas, decía la gente, se ven más hermosas. —Mira hijo, si necesitas hablar, podemos platicar, pero la confesión es un sacramento para todos los católicos, y es la forma en la cual tú buscas el perdón de Dios, y la absolución de pecados. Aquel individuo de edad mediana sonrió, dejando brotar un aire a ironía, a burla, algo de frustración revuelto con experiencia. —Padre, por favor, no tengo tiempo para desperdiciarlo en debates teológicos. Necesito que me escuche solamente, y nada más. Aquel hombre habló con tanta autoridad, que el Padre Abel, se resignó, y se dispuso a escuchar lo que tenía que decirle aquel hombre. —Me llamo José Barboza, soy sicario, he matado a más de 200 personas en toda mi vida. He violado mujeres, niñas, ante la misma presencia de sus esposos o padres, he acuchillado a más de 30 individuos, le he metido una bala en la cabeza a más de 70 sujetos. Y nunca, créame, nunca, en toda mi pinche existencia había tenido temor hasta esta noche. Sus ojos parecían temblar. —¿Qué pasó esta noche hijo? —¡Yo no soy su hijo, soy un criminal sin conciencia alguna! —Está bien. ¿Qué pasó? Barboza se levantó de la banca dónde estaba sentado. Miró a su alrededor como si alguien anduviera detrás de él. Se limpió la garganta antes de regresar a sentarse junto al Padre Abel nuevamente. —¿Alguna vez ha deseado a una mujer Padre? —¡Cómo se te ocurre hijo, los sacerdor…! —¡No me venga con chingaderas!—interrumpió Barboza— Dígame la verdad. ¿No hubo una mujer que realmente lo volvió loco? De seminarista, o ya siendo usted sacerdote…piense con cuidado Padre, todos ustedes los religiosos se esconden detrás de su sotana, pero por dentro son hombres como cualquier otro. Con mirada de culpabilidad, el sacerdote afirmó con la cabeza. —Yo he hecho cosas terribles, desde niño, no sé por qué. Nunca he tenido conciencia o sentimiento de culpabilidad. Me di cuenta a corta edad de que a nadie le importa nadie, lo único por lo que debemos preocuparnos es por nosotros mismos, punto. Mujeres me han rogado que nos las mate, madres han ofrecido su vida por sus hijos, pero como que mí me gusta la crueldad, me gusta hacer sufrir al ser humano. ¿Te crees la gran chingadera? Yo te voy a enseñar lo que es sufrir, y te va a costar, tardo en matar a mis víctimas, porque me gusta, porque quiero, porque lo gozo…me gusta oler la muerte, la sangre derramada por todos lados…me alimenta, ¿sí me entiende padrecito? El Padre Abel, ya con voz de insistencia le pregunta nuevamente: —¿Qué pasó hoy? —Nosotros no le tememos a nadie, ni a nada, tal vez, si acaso, a caer en las manos de otro sicario, porque él sí nos va hacer ver nuestra suerte…Ya tengo como dos años saliendo con esta mujer, Yaretzi se llama. Es una mujer alta, de curvas, de presencia, de personalidad, una mujer muy inteligente. La conocí en una fiesta a la que fui, a esos lugares dónde nos metemos los asesinos, y por unos momentos nos podemos relajar un poco si acaso. Poco a poco empezamos a salir, nos hicimos amantes, y esa hembra se metió como un gusano dentro de mi cerebro, y comenzó a carcomerme; perdí totalmente mi objetividad, para convertirme en un idiota a quien sólo le importaba complacer a Yaretzi. Barboza, sacó de su sacó una pachita de alcohol, y bebió casi con desesperación. —¿Usted gusta Padre? El Padre Abel tomó el envase, y bebió saboreando el fino whisky que llevaba Barboza. —Hoy me di cuenta que Yaretzi, estaba contratada por un cartel para eliminarme. Desde hace tres años ha andado acernadándose a mí, buscando el momento preciso, y por supuesto, colectando información…Estábamos tendidos en la cama, acabábamos de hacer el amor, fumábamos un cigarro tranquilamente, cuando vi por el espejo que estaba sobre el tocador, cómo tomó su pistola y la apuntó a mi cabeza…Temblé de terror, por unos segundos no supe que hacer…logré lanzarme al piso, y de alguna manera quitarle el arma…pero…una vez que la tuve de frente, así como estaba, desnuda y mirándome directamente a los ojos…yo esperaba que me explicara, que se disculpara, que como muchos otros pidiera por su vida…pero no…solamente me miró directamente a los ojos, y sonrió con una risa burlona que me llegó hasta lo más profundo de mis entrañas… —¿La mataste? —No Padre…está amarrada metida en la cajuela de mi carro…tenía que decirle a alguien… ¿Qué hago Padre? ¿Me puede usted decir qué hago? No sé qué hacer…siento que no voy a poder matarla…nunca antes había sentido esto por nadie…ni por mi propia madre… El Padre Abel suspiró largamente, y como meditando pensó su respuesta con cierta cautela. —Entrégate a la policía, y entrégala a ella también, es lo correcto, lo que Dios desearía de ti…de ambos. José Barboza solamente se río como el mismito Diablo lo hubiera podido hacer, la misma iglesia se tambaleó ante la carcajada de aquel hombre. —Gracias por escuchar Padre…que la suerte me socorra… Se levantó de prisa y salió hacia el estacionamiento donde había dejado su carro, y a la susodicha Yaretzi. Abrió la cajuela con mucha precaución, apuntando en dirección hacia la hembra…mientras ella, sin darle tiempo, le disparó tres balazos en el pecho, con un arma que tal vez, ni ella misma supo de donde salió, desplomando el cuerpo de aquel sicario que vio su suerte aquel extraño día. Salió de la cajuela, con una risotada de burla. —Cómo eres pendejo Barboza, nunca te diste cuenta de nada… El Padre Abel salió con mucha calma y se acercó a Yaretzi. —¿Nunca se dio cuenta hija? —No Abel…jamás sabrá que fuiste tú quien lo mandó matar…pero…¿Por qué lo hiciste? El Padre Abel se acercó y puso su brazo sobre los hombros de Yaretzi. La besó en los labios. —Porque me quiso robar a mi mujer… © David Alberto Muñoz
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David Alberto MuñozSe autodefine como un cuentero, a quién le gusta reflejar "la compleja experiencia humana". Viaja entre 3 culturas, la mexicana, la chicana y la gringa. Es profesor de filosofía y estudios religiosos en Chandler-Gilbert-Community College, institución de estudios superiores. Archives
July 2021
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