La pícara de doña Hilda
Un cuento por David Alberto Muñoz La pícara de doña Hilda, andaba como siempre, alimentando el mentado chisme de la cuadra. Cada uno de los vecinos ya la conocían. Se la pasaba diciendo que todos éramos una bola de indecentes y que nada más sabíamos estar metidos en las vidas de los demás, y que no nos fijábamos en nuestros propios defectos. ¡Todos ustedes son un montón de hipócritas! ¡Hacedores de maldad! ¡Cómo no! Si la susodicha mujer solamente sabía hacer eso, producir malos pensamientos, envidias, levantar falsos, crear enemistades, todo el tiempo su propósito era hacerle mal a los demás. Todo mundo le decía, doña Hilda, ya cálmese, usted nada más se la pasa hablando de la gente. Se pasa a veces… Debe de tener un poco de respeto. ¿no cree usted? ¡A mí me vale un comino lo qué tú pienses! Es mi deber, como única mujer decente de esta cuadra, como hija de Dios, debo mantener las malas vibras, y los malos albures que todos ustedes están dejando caer sobre nuestra colonia. Yo bien que recuerdo que antes las cosas eran muy distintas. Todo se desplazaba cuál debe de ser, sin ningún mal paso, al contrario, todo mundo pugnaba por lo bueno, por las cosas del Señor, y lo digo en mayúscula, porque estoy hablando del Dios Todopoderoso y de su Santa Iglesia, la cuál ha sido violada y ultrajada por todos ustedes que se rehúsan a seguir la voluntad del santísimo. No entiendo, ¿por qué el humano se rehúsa a seguir la voluntad de Dios? Tal vez porque dicha voluntad es una verdadera carga para nosotros. Lo que usted nos dice doña Hilda es una orden por parte de un dictador, no hagas esto, no hagas aquello, si te portas mal te voy a castigar, conmigo nadie juega, si violas sólo una cláusula del contrato, ya te jodiste para toda la perpetuidad. ¿Oíste? Te quemarás por toda la eternidad. ¡No manches! Pues dicho con el debido respeto, yo no soy perfecto doña Hilda. Tengo muchas fallas, muchos errores, trato de ser lo mejor que puedo, pero al final de cuentas no dejo de ser humano que comete estupideces la mera verdad. ¿Y crees que eso te excusa de tus responsabilidades? Pues no… ¡Pero doña Hilda! Es usted la que ha montado este teatrito de falta de decoro y respeto. Usted es la que sabe todo. Nadie la puede contradecir. Usted si puede decirle a todo mundo lo mal que están, pero que nadie se atreva a decirle sus faltas porque entonces sí, se alebresta la doña. Todo mundo tiene que decir lo que usted dice, si no, se molesta, se enoja. Usted es la más perfecta de toda la cuadra de Perisur. Su familia ha vivido en este lugar desde años precoloniales. Su nombre está escrito en el mismo libro del Vaticano, y el Papa, guarda a toda su familia bajo su rezo divino que protege su persona y a toda alma presente en estos lugares, si es que usted lo aprueba. Todo por le venia de nuestro Dios altísimo. ¿Por qué le gusta tanto joder doña Hilda? Después de una mirada que encontró descanso, la mujer habló con una sinceridad inimaginable. Nunca he sabido otra cosa más que lo que me enseñó la iglesia. A juzgar a los demás, a buscar pecados que no puedan ocultar. A hacerles ver a todos, la maldad existente dentro de ellos mismos. Hay que ponerlo todo ante ojos públicos, ante el juicio de la iglesia misma. Es mi deber, sacar el pecado ante la mirada de la comunidad. Para que seamos nosotros mismos los que juzguemos los pecados cometidos y pongamos castigo adecuado, de acuerdo con las sagradas escrituras. Se debe calificar precisamente de eso, de malevolencia, de desliz, de rebelión ante Dios y su santa voluntad. No existe nada capaz de vencer el poder del Todopoderoso, escrito también con mayúscula. ¡Dios es el rey de este mundo! Y Jesucristo su heraldo. Eso del heraldo ya requiere una explicación teológica. Mire doña Hilda, usted es igual que todos nosotros, es humana. Y la misma biblia dice que el que esté libre de pecado que arroje la primera piedra. Pero usted, ya ha arrojado demasiadas. Todos las hemos echado, porque me atrevo a preguntar, ¿quién no se ha creído perfecto?, pero usted se cree santa, se cree pura, buena, se cree la gran chingadera, y a todos nosotros ya nos llevó el Chamuco a la chingada. No exageres… Ahora eres tú el melodramático. Todos estamos condenados a vivir… Dime una cosa, ¿tú crees en Dios? Yo creo en el dios de Einstein, el de Spinoza: “Deja ya de estar rezando y dándote golpes en el pecho! Lo que quiero que hagas es que salgas al mundo a disfrutar de tu vida. Quiero que goces, que cantes, que te diviertas y que disfrutes de todo lo que he hecho para ti. ¡Deja ya de ir a esos templos lúgubres, obscuros y fríos que tú mismo construiste y que dices que son mi casa! Mi casa está en las montañas, en los bosques, los ríos, los lagos, las playas. Ahí es en donde vivo y ahí me expreso. Deja de tenerme tanto miedo. Yo no te juzgo, ni te crítico, ni me enojo, ni me molesto, ni castigo. Deja de pedirme perdón, no hay nada que perdonar. Si yo te hice… yo te llené de pasiones, de limitaciones, de placeres, de sentimientos, de necesidades, de incoherencias… de libre albedrío ¿Cómo puedo culparte si respondes a algo que yo puse en ti? ¿Cómo puedo castigarte por ser como eres, si yo soy el que te hice? ¿Crees que podría yo crear un lugar para quemar a todos mis hijos que se porten mal, por el resto de la eternidad? ¿Qué clase de dios puede hacer eso?” La doña quedó en silencio completamente. No sé por qué pienso así, pero así pienso, es menester recordarles a todos la maldad... su maldad individual… Nunca se olviden de su condición pecaminosa. Esa es mi labor en esta vida, recordarles que son malos, pecadores, que necesitan un redentor. No doña Hilda, nosotros somos como ese niño que mencionaba Einstein: “Estamos en la posición del niño pequeño que entra a una inmensa biblioteca con cientos de libros de diferentes lenguas. El niño sabe que alguien debe de haber escrito esos libros. No sabe cómo o quién. No entiende los idiomas en los que esos libros fueron escritos. El niño percibe un plan definido en el arreglo de los libros, un orden misterioso, el cual no comprende, sólo sospecha”. Todos buscamos entender esa fuerza, ese poder que algunos dicen existe en el universo entero, el llamado Dios, tal vez sí hay algo, pero no lo buscamos en dogmas cerrados y muertos, preferimos leerlo en esos libros que son la cultura misma. Y de esta manera, doña Hilda continuaba acusando a todos en la cuadra Perisur, menos a ella misma… ya que su propia picardía la había cegado, como a veces nos ciega a todos. Pero al menos en la cuadra, intentamos leer todos esos libros, aunque al final de cuentas no entendamos claramente el significado de la vida, sabemos que estamos vivos y nuestra labor es simplemente vivir, con maldad y con amor, pero ese es nuestro destino… tal vez es nuestra condena, sí, una condena, y no tanto una bendición… vivir... Chingada madre… a veces cómo duele el vivir… Era la pícara de doña Hilda… © David Alberto Muñoz
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David Alberto MuñozSe autodefine como un cuentero, a quién le gusta reflejar "la compleja experiencia humana". Viaja entre 3 culturas, la mexicana, la chicana y la gringa. Es profesor de filosofía y estudios religiosos en Chandler-Gilbert-Community College, institución de estudios superiores. Archives
July 2021
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