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Presencia

La soledad respira

6/21/2017

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La soledad respira
Un cuento filosófico
Por David Alberto Muñoz

​Sobre la barra que daba a la cocina, una inmensidad de trastes sucios descansaba sin la menor preocupación.  Varios tipos de jabones líquidos intentaban lanzar su sustancia sobre aquellos que ya habían sido aseados.  El busto de algún conquistador español intentaba darle al lugar un sentimiento de cultura.  Mientras que, sobre el refrigerador, un sin fin de pastillas coqueteaban con la sopa Cambell's de tomate pretendiendo seducir.
            —¿Qué se siente estar solo compadre? 
            —A veces ni lo siento.
            —En serio.
         —Verdad de Dios.  Es una cosa muy rara. Nada más escucho un respirar que a veces me desespera y en otras me consuela.
             —¿Y eso?
             —No sé, esa pinche contradicción que tenemos todos los seres humanos.
            Sobre la mesa, una salsa de chile Tapatío quería verle los calzones a la niña de la Morton Salt, mientras que un florero con flores falsificadas intentaba tomar una foto de aquella publicación local donde solamente publicaban mujeres en bikini. 
            Cada objeto cobraba vida.  La computadora con actitud prepotente le elevaba la vista a la bandera mexicana, ésta, cubría el sillón frente a la mesita de la sala donde un cenicero olfateaba el ambiente con cenizas de mal aliento.
            La casa estaba volteada boca abajo. Ropa sobre los muebles y hasta en el piso, camisetas, toallas, pantalones y hasta calzoncillos femeninos dejados por alguna dama durante una noche de parranda. Varias latas abiertas junto con pedazos de pan Bimbo le daban a la escena su sabor mexicano. Tres pares de zapatos a media escalera hacían tropezar a todos aquellos que se aventuraban a ingresar en el hogar del nuevo soltero, Heraldo Fonseca García de los Valles.
             —Para servirle a usted y a Dios.  
            El susodicho bebía rápidamente de la gran cantidad de botellas de alcohol que se alojaban en su casa.  Cada dos minutos encendía un cigarro. Tosía de cuando en cuando y hacía un chiste respecto a que ya iba a dejar de fumar.  Fonseca era un hombre sumamente alto y con caja cuadrada, su piel era morena clara y tenía los ojos de color azul celeste.  Tal vez era ese su encanto.  Cuando miraba a las mujeres directamente a los ojos, todas parecían caer rendidas ante aquel matiz medio tatemado y algo misterioso. Además, poseía una ruda apariencia masculina, sus brazos y pecho estaban saturados de pelos casi de color castaño.  El poco cabello que le quedaba se lo peinaba hacia atrás, pensando quizás en Arturo de Córdova. 
              Su mujer lo había dejado hace algunas semanas. 
              Ya ni se acordaba de el por qué. 
              —A todo se acostumbra uno, menos a no comer.
            Calendarios del año pasado observaban la función con miradas de juicio, con esos pechos de una indígena voluptuosa, imagen que se abría ante la necesidad de ver e imaginar tocar el cuerpo de una hembra.
            —Todos juzgamos, todos sabemos vivir mejor que “el otro”.  Así somos los humanos, nada más no la pasamos criticando. 
             —¿Qué onda con la soledad compadre?
            Heraldo elevó los ojos mientras sonreía dulcemente buscando su respuesta.
            —Después de un rato te acostumbras.  No creas, eso que dice la canción es cierto.  A veces es más fuerte la costumbre que el amor.  Se acostumbra uno a convivir, a verse la cara todos los días, hasta pelearse de vez en cuando.  Cuando despiertas y no hay nadie a tu lado, tienes que hacerte a la idea que todo es distinto, que ya no está tu compañera contigo.  Y pues por mal que haya acabado la cosa, si estuviste con ella algo hubo ¿no?  Pero sabes, ¿qué es lo que más extraño?
             —¿Qué?
        —La cocina de mi mujer.  Cocinaba bien rico, verdad de Dios.  Hasta peso he perdido.  Cuando el hombre está solo sin nadie que le cocine, pues a veces ni comemos.  Ya ves como dice el dicho que al hombre se le conquista por el estómago.  La mera verdad estoy de acuerdo.  ¿No te acuerdas de lo sabroso que le salían los romeritos? 
            —¡No, lo que sea de cada quién!
            —Lo que sí me gusta es el no tener que darle cuentas a nadie.  Llego a la hora que me da la gana.  Entro y salgo a mi antojo.  Si se me ocurre me voy de viaje.  Ya no tengo el pendiente de tener que avisarle a mi señora.  Cuando veo a los cuates que andan batallando no sé, hasta lástima me dan.
            —¿Oiga compadre?
            —¿Dígame compadre?
            —¿Y cuándo le hace cosquillas allá abajito?  Usted me entiende…
        —Nunca falta alguien que venga a hacerme el favor.  No sé, la vida es tan rara.  Cuando estamos solos queremos tener a alguien.  Cuando está alguien con nosotros queremos un poco de soledad. Total. ¿Quién nos entiende?
            La oscuridad amenazaba con cobijar aquella ciudad que ya lucía algo deforme.  En medio de vanas pasiones humanas el individuo proseguía su camino.  Como Heraldo Fonseca García de los Valles.  La vida no se acaba, todo sigue, continua.  La soledad no deja de respirar. 
            —Aunque tú quieras detener el tiempo no puedes.  Simplemente prosigue, no te queda de otra. Aunque llegue la muerte, la vida sigue…
             —¿Qué se siente estar solo compadre?
             —No sé…creo que se siente igual…lo que sí sé…es que la soledad siempre respira…

​© David Alberto Muñoz


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    David Alberto Muñoz

    Se autodefine como un cuentero, a quién le gusta reflejar "la compleja experiencia humana".  Viaja entre 3 culturas, la mexicana, la chicana y la gringa. Es profesor de filosofía y estudios religiosos en Chandler-Gilbert-Community College, institución de estudios superiores.

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