La ventana
Un cuento Por David Alberto Muñoz Joaquín la miraba desde la ventana de su cuarto, que estaba en el segundo piso. Todas las noches antes de irse a dormir, apagaba la luz para poder ver sin ser descubierto, según él. Ella, Judith, la muchacha más codiciada de toda la cuadra, dejaba abierta la cortina de su recámara de cuando en cuando, con una pequeña lámpara encendida, muy a sabiendas de que no sólo él, sino varios en toda la manzana la observarían. Eso lo provocaba mucho. —¡Ya déjate de andar de caliente y mejor ponte a estudiar—le gritaba su hermano mayor sorprendiéndolo—Te va a ver mi mamá y se te va arrancar! —¡Tú no te metas!—respondía con firmeza. El joven de escasos 12 años de edad no podía evitar quedársele viendo a aquella hermosa joven de 16 años. Tenía su pelo negro rizado hasta los hombros. Sus senos ya bien desarrollados, descansaban acariciando el aire a altas alturas, cuestión que hacía que incluso los hombres casados, intentaran ver más allá de esos escotes que pretendían mostrar un poco más de lo permitido. Su piel blanca en ocasiones la hacía literalmente brillar en dónde estuviera, y su bien formada figura no podía pasar por desapercibida. Es más, todos en la cuadra estaban interesados en la muchacha del número 22, a quién todos miraban con ojos de deseo. A ella, le divertía de vez en cuando coquetear con los niños de su fraccionamiento, aunque en realidad ella estuviese interesada en Enrique Cáceres Pulido, un joven ya de 26 años de edad, que estaba estudiando en la universidad, y que iba a visitar a su prima Araceli, que vivía en el número 19 de la calle Manzanillo, en la Colonia Roma Sur de la ciudad. —¿Cómo le digo que me gusta?—hablaba con él mismo el púbero Joaquín. Imaginaba en su mente, escenas al estilo de las películas que había visto en el cine, dónde el galán con cara de querer ser interesante, conquistaba a la muchacha con palabras simples y sin sentido. “Tengo que decirte algo. Me gustas, y quiero que seas mía”. De inmediato reaccionaba. —¡No seas mamón pinche Joaquín! Así va a pensar que nada más te la quieres coger… ¿aunque? Eso puede que sea cierto. Cuando salía todas las tardes a la calle a jugar, se juntaban todos los muchachos y muchachas de la cuadra, Pepe, el más grande de todos, siempre presumiendo sus músculos, que, junto con Raymundo, a quién nadie le ganaba a los golpes, eran los líderes de toda la palomilla. Maite, la niña popis del barrio, aquella que se creía toda una deidad, pero carecía de carisma, y la verdad, de acuerdo con todos en el contorno, no era la gran belleza que digamos. Leopoldo, el Pollo, porque estaba chiquito y era bien güerito. Margarita, la Coqueta, porque tenía un tic nervioso, o se le hizo de tanto cerrarles el ojo a los varones, y por supuesto, Judith, a quién los machos le decían Bomboncito, por lo linda y buena que estaba, y las mujeres, la apodaban la Chula, con cierto desprecio. Todos, jovencitos de no más de 17 años compartiendo una calle en una ciudad dónde el urbanismo en ocasiones ahogaba el simple contacto humano. Joaquín se le acercaba intentando hacerle plática. —¿Cómo te va en la prepa Judith? ¿Cuál es tu clase favorita? ¿Ya leíste El Periquillo Sarmiento? Yo lo estoy leyendo. La muchacha volteaba a ver a Joaquín y soltaba una carcajada. —¡Cómo eres pendejo! El Periquillo Sarniento. —Eso quise decir—respondía tan pronto como se daba cuenta de su error. —No entiendo por qué dices malas palabras Judith. Eso no está bien. Nuevamente una alegre carcajada de burla brotaba de los labios de la chica. —¡Ay Joaquincito! No nada más a veces eres pendejito, sino también medio mamoncito, dicho con el debido respeto. Cuestión a la cual, nuevamente, una fuerte carcajada de chasco brotaba del mismo diafragma de la joven. En ocasiones, la chiquilla lo abrazaba por detrás y jugaba con él. Joaquín se derretía literalmente. Le soplaba el oído, le hacía cosquillas en la cintura, le agarraba el rostro con las dos manos plantándole un beso de esos rápidos en los labios que lo hacían que tragara saliva sin saber cómo. Hasta en cierta ocasión, Judith se dio cuenta que, al pobre chamaco, se le había parado. —¡Lárgate de aquí, cochino! Mira nada más. —¡Discúlpame Judith! No quise hacer eso. No sé qué me pasó. De verdad… perdóname. —“No sé qué me pasó”…yo te voy a dar pasó—Y una vez más la risotada de la hembra hacía que el joven adolescente se escondiera detrás de aquella ventana de su cuarto. Una gran vergüenza invadía al jovencito, quien no sabía qué hacer para lograr que “el amor de su vida”, le hiciera caso. —Se me paró de repente, nada más—trataba de explicar ante las carcajadas de Judith. Por las noches, sólo se consolaba a verla de lejos por la ventana, esa ventana que reflejaba no solamente su pubertad, sino las inquietudes de una mujer ya hecha y derecha en busca de placer. Una noche caliente de verano, la vio casi desnuda totalmente. Pudo ver el contorno de su cintura, sus piernas bien formadas resguardando la entrada al templo pasmoso, pero mostrando su propia sexualidad. Lo único que pudo hacer Joaquín, fue, descargar el líquido blanco por medio de una escena creada totalmente en la imaginación. Ese día se decidió. Hablaría con Judith, le diría lo que sentía por ella. Que no era nada más deseo físico sino una verdadera conexión que iba más allá de su propio entendimiento. La amaba, sí, la amaba verdaderamente, y ya no aguantaba más, su cuerpo en pleno proceso de cambio, sus hormonas totalmente alborotadas, su rostro lleno de espinillas, y su cuerpo viviendo en carne propia el doloroso cambio entre la adolescencia y el ser un adulto, todo esto, le causaba que no existiera otra opción sino hablar con la mujer de sus sueños. Se bañó dos veces, asegurándose de limpiar cada milímetro de su cuerpo. Se lavó detrás de las orejas, porque su madre siempre le decía eso. Le robó a su padre loción y se puso casi media botella, porque pensaba que para cuando la necesitara, el aroma bien pudiese haber desaparecido. Así, con unos pantalones negros de algodón, una camisa hecha de tela Oxford, con ese trenzado geométrico, de color guinda suave, de mangas largas, y zapatos mocasines de charol negros, salió con una gran decisión de su casa. Caminó hacia el número 22. Judith, quién estaba en el jardín de enfrente de su casa, comiendo unas Canelitas y viendo a distancia a Enrique Cáceres Pulido, que platicaba con los papás de su prima Araceli, sobre política nacional, o sólo Dios sabe qué más. Ella, vislumbraba imágenes burdas de momentos eróticos. “Quisiera que me dijeras cosas sucias Enrique”. Pensaba. Judith, al ver llegar a Joaquín, se sorprendió. —¡Qué guapo Joaquín! ¿Adónde vas? ¡Quién lo hubiera dicho! No te ves nada mal eh. El muchacho se armó de valor. Tomó un fuerte aliento, y sacó todo lo que traía por dentro desde que había conocida a la susodicha. —Judith, desde que te conozco me gustas. De verdad, y me gustas mucho, yo sé que has de pensar que no entiendo las cosas, pero yo sé muy bien lo que mi corazón siente. Quiero pedirte que seas mi novia. ¿Quieres ser mi novia? Es en serio, nada de juegos, nada de una relación nada más así porque sí. Quiero una relación seria. Yo sé que estás más grande que yo, pero eso no importa, porque para el amor no hay edades, y además, yo te voy a demostrar con hechos que en verdad te amo, y te deseo, no… bueno sí te deseo… pero no es nada más para eso, sino para estar juntos… bueno…tú me entiendes… ¿verdad? Una larga pausa dominó aquel momento perdido en el recuerdo de un adolescente en busca de cariño por parte del sexo opuesto. —Me gustas Judith… ¿Quieres ser mi novia? La joven muchacha volteó de pronto y se percató que Joaquín había estado hablando. —¿Qué dices? Enrique Cáceres Pulido se acercaba a la casa de Judith. Ella lo vio y le latió el corazón. Estaba infatuada con el joven estudiante de ingeniería. —Vete para allá Joaquín. Ahí viene Enrique. —¿Qué?—responde el susodicho—¿No escuchaste lo que te dije? —Sí… sí te escuché…ahora vete por favor, vete, no tengo tiempo para pendejadas. —¿Para qué? Judith algo exasperada prácticamente le gritó al jovenzuelo. —¡No sé qué quieres OK! ¡Vete! Después hablamos. El mundo de Joaquín de desmoronó en ese preciso instante. Todo el valor que había logrado levantar se derrumbó ante aquellas palabras de ansiedad que brotaron de los labios de la joven hembra. —¡No sé qué quieres! Se fue, y desde su ventana vio la escena. La muchacha se levantó para recibir al joven Enrique Cáceres Pulido. Se desabrochó un botón más de su blusa. Se sentó sobre la barda que adornaba su hogar y cruzó la pierna permitiendo que su falda se levantase un poco más de lo debido. —Enrique, buenas tardes. ¿Cómo estás? —Muy bien, gracias Judith—sonrió con esas sonrisas de que necesito que hagas algo. —¿En qué te puedo servir? Cáceres Pulido suspiró, tomó del brazo a la muchacha y la alejó hacia un lugar dónde pensó nadie podría escucharlo. Por un segundo Judith pensó: “Me va a besar”. Joaquín tenía un lugar en primera fila desde su ventana. —Mira muchacha, necesito un favor. —Claro Enrique, lo que necesites nada más eso me faltaba. —Mira, mi prima Araceli, ¿sí la conoces verdad? —Claro, todos en la cuadra la conocemos, muy linda criatura. —No seas payasa y escúchame. ¿Tienes algo que hacer en dos semanas, el sábado? El corazón se le empezó a derretir. —Dime… ¿Tienes algo que hacer en dos semanas, el sábado? Judith bajó los ojos y con una coquetería muy femenina le dijo: —Tengo un compromiso, pero… ¿por qué me lo preguntas? —¡Por el amor de Dios! Pues vas a tener que cancelarlo. Una rara seguridad tomó control de la muchacha que al igual que Joaquín estaba enamorado de ella, ella estaba enamorada de Enrique. —Me caso en dos semanas, con una muchacha lindísima que conocí en la universidad, se llama Natalia; Araceli va a ser dama de honor, y pensamos que quizás tú y Joaquín pudieran ayudarnos a cuidar a los niños de los invitados durante la fiesta. Les pagaríamos algo claro, pero como tú eres de confianza, y lo que tú le digas a Joaquín, él lo hace, por eso vine de inmediato a proponértelo. ¿Cómo ves? Al igual que el mundo de Joaquín se derrumbó ese día, el universo de Judith perdió todo su colorido. Joaquín presenció todo aquel drama desde aquella ventana que ya se había convertido en su amante y confidente. Esa noche, ella, despechada, abrió totalmente su cortina, con la intención de que todo mundo la viera, totalmente desnuda, seduciendo a todo varón de la cuadra. Pero todos simplemente lograron verla llorar. Él, con el mismo despecho, la vio por detrás de sus propias cortinas, con un solo ojo y sin el deseo de ser descubierto. Esa ventanilla fue el único testigo de dos amoríos que nunca sucedieron, y que se cruzaron en el andar de la vida. Fue lo que vio Joaquín, a través de aquella ventana. © David Alberto Muñoz
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David Alberto MuñozSe autodefine como un cuentero, a quién le gusta reflejar "la compleja experiencia humana". Viaja entre 3 culturas, la mexicana, la chicana y la gringa. Es profesor de filosofía y estudios religiosos en Chandler-Gilbert-Community College, institución de estudios superiores. Archives
July 2021
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