Rosa y Silvestre
Un cuento algo fantástico Por David Alberto Muñoz Rosa vio a Silvestre desde lejos. Le dio mucho gusto, ya tenía varios meses de no verlo. Deseaba no sólo preguntarle que le había pasado, sino también contarle de su odisea. Ella también se había perdido. —¡Silvestre!—le gritó saludándolo con los brazos abiertos, invitando el abrazo. Él volteó y la vio como siempre, una hermosa hembra. “¿Dónde se habrá metido?” Pensó. Ambos acudieron al centro de aquel cuarto que parecía ser una canasta con ropa recién lavada. Un aroma a limpieza brotaba de las mismas paredes de aquella extraña habitación. Se abrazaron con mucho cariño. Eran más que amigos, eran amantes. Habían pasado por tantas cosas juntos. Desde que se conocieron atravesando por aquella especie de túnel, dónde todo parecía dar vueltas y el agua les caía como si la tormenta fuese a acabar con la misma tierra, para después, poder oler aquella fragancia nítida, fresca, y ese calor muy especial que los excitaba a ambos por dentro y por fuera, dejando un muy peculiar sabor cuando finalmente se encontraban sobre aquella cima, real o imaginaria, viendo simplemente un hermoso atardecer, y oliendo la esencia el uno del otro. —¿Qué pasó Rosa? ¿Dónde te habías metido? —¿Y tú? ¿Dónde andabas? —No estoy seguro… pasó algo muy raro. Creo que me secuestraron. —¿Qué? —Sí… creo que me secuestraron. —No es posible… Yo también tengo algo que contarte. —¿Qué te pasó? Dime tú primero. Rosa apartó a Silvestre de la presencia de todo ser que por casualidad, o riendas del destino, compartía con ellos aquel preciso momento. —Creo que me perdí. No estoy segura de cómo. Ese día fue como cualquier otro. Habíamos quedado de vernos como siempre. En el mismo lugar. Creo que la noche anterior había soñado con estar contigo, el compartir lo que compartimos cada vez que nos vemos. Pero al salir de esa especie de túnel en el que entramos cada vez que estamos juntos, creo que me caí o algo así. No sé por cuanto tiempo perdí el conocimiento. Fue como que alguien me levantó y me aventó por detrás. Sentí que ese alguien simplemente no supo qué hacer conmigo. Me extravié por varios días, días que se convirtieron en meses. Observé cómo me caía polvo por todo mi cuerpo. Advertí manos extrañas sobre mí, me tocaban y yo no quería. Me levantaba, jugaba conmigo, para después aventarme nuevamente al suelo o yo no sé dónde… Creo que perdí la conciencia por todo ese tiempo… de la noche a la mañana, sin saber cómo, aparecí aquí, y fue cuando te vi… fue algo muy raro Silvestre… muy extraño… tuve mucho miedo a la soledad… a perderme eternamente. Silvestre quedó blanco del susto. Los labios se le resecaron, sus pupilas crecían con el paso de cada instante, algo muy raro había pasado, con ambos, algo fantástico quizás… —No me vas a creer… pero algo similar me pasó a mí. —¿Cómo dices? No puede ser… Cuéntame… —Lo último que recuerdo fue cuando estuvimos juntos la última vez. Fue igual que siempre, tú ya sabes. El estar contigo me hace olvidarme de todo. Despiertas la pasión en mí. Me enloqueces, me gustas… como alguien ha dicho, “me encantas en pocas palabras y con muchas también”. ¡Ah Rosa! Esa experiencia de estar juntos, de literalmente ser revolcados, ligados el uno al otro por esa fuerza tan rara, que a veces pienso bien puede ser divina, que nos limpia, nos purifica dejando ese aroma a yo no sé qué… Cuando íbamos hacia la cima, creo que alguien me detuvo. No estoy seguro de quién era. Simplemente escuché una extraña voz que dijo: —Este se parece a uno que tengo en mi casa. —Volteé y dos manos me tomaron con mucha firmeza. Creo que literalmente me secuestraron como te decía, me metieron en una especie de bolsa. Me costaba mucho trabajo respirar, sentí a otros que iban junto conmigo. ¿Qué está pasando? No entendía nada. Después de cierto tiempo que para mí fue una eternidad, nos aventaron a todos en una especie de celda. Todos éramos distintos, gente de distintos colores, con tatuajes raros, olores que nunca antes había percibido. Un señor, con rostro de ser el jefe me saca y me dice: —¿Eres un huerfanito? —No supe qué decirle. Traté de correr, pero me detuvo con sus manos que eran manos rudas, con callosidades, a todos nos sacaban de la celda a cada rato, nos comparaba con otros individuos, a algunos se los llevaban, a otros los regresaban a la celda, en fin… Nos pateaban, nos tiraban, se burlaban de nosotros, y creo que a todos nos decían “huerfanitos”… no sé por qué… Después de varios meses creo, oí la voz de la señora Carolina, la Doña, como le decimos nosotros. Esa mujer que siempre nos ha querido tanto Rosa. La que siempre nos ha acogido y que nunca se ha escandalizado de nuestra relación. Cuando me vio, corrió y me abrazó con mucho cariño. No sabes el gusto que me dio verla. Me llevó a su casa me imagino. Y hoy por la mañana pasé por esa experiencia que siempre habíamos tenido tú yo. Y entonces fue cuando escuché tu voz… —Silvestre… —Rosita… yo te quiero mucho, de verdad, créeme… —Lo sé Silvestre, eso sí lo sé. —¡Qué raro! ¿No? —Sí… muy extraño… no entiendo… Ambos se abrazaron fundiéndose literalmente el uno con el otro. Estaban limpios, saturados con un aroma a pulcritud que brotaba de esos dos seres que habían sido amantes ya por muchos años. Ellos, Rosa y Silvestre, eran el par de calcetines favorito de la señora Doña Carolina Franco, que se le habían extraviado, eran de un color rosa silvestre, y la Doña los quería mucho. Sí… eran un simple par de calcetines… pero aun así, pudieron ser amantes… © David Alberto Muñoz
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David Alberto MuñozSe autodefine como un cuentero, a quién le gusta reflejar "la compleja experiencia humana". Viaja entre 3 culturas, la mexicana, la chicana y la gringa. Es profesor de filosofía y estudios religiosos en Chandler-Gilbert-Community College, institución de estudios superiores. Archives
July 2021
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