Y ahora, ¿qué?
Un cuento con especial dedicatoria a Hugh Hefner Por David Alberto Muñoz Gilberto se levantó temprano como de costumbre. Acudió a su cita semanal con sus padres. Todos los viernes iba a desayunar con el hombre y la mujer que le dieron la vida. Había ocasiones, en las que tenía que beber café con las sombras que se deslizaban misteriosamente sobre la casa de sus padres. Esos secretos que quizás conocía, o quizás no. No sabía sobre todos, pero el tétrico sentir lo animaba a seguir buscándole rostros a las lobregueces que todos los viernes lo recibían en casa de sus papás. Su madre siempre estaba presente. Esto, le daba seguridad dentro de su rutina diaria. El poder enterarse de los chismes familiares, como el de la tía Rosalía, que ya había encontrado novio. —Otro más—pensaba él. O cómo su hermano Heriberto, andaba metido en asuntos de derechos sociales, apoyando a los mal llamados, “ilegales”, porque él, su carnal, siempre le decía: —No son ilegales, no son criminales, son simplemente seres humanos sin documentos, sin papeles, son indocumentados, ¿entiendes pendejo? Él nada más sonreía, el escuchar que hacía cada miembro de su familia, lo ayudaba a ver lo positivo, lo cómico, a veces los burlesco que puede ser la vida, en medio de un mundo que al menos para él, era totalmente absurdo. Aquella semana, casi nada le había salido bien. Sus citas prefabricadas no se habían concretado. Sus proyectos se habían visto detenidos por tontos obstáculos que le causaban risa. En su trabajo, lo habían presionado de más, al punto de no poder desplazarse con su común libertad. Todo, absolutamente todo, le había salido mal. Lo único que no dejaba de apreciar era el saludo de Lilian, aquella mujer llenita, de pelo castaño, que todos los días pasaba por su oficina y lo abrazaba con mucho cariño, dándole un beso dulce en la mitad de sus labios. No era nada sexual…al menos eso se decía él, pero si le causaba mucha ternura, y algo de curiosidad muy masculina. Gilberto, se detuvo en el Burger King de la calle Peoria y Avenida 27. O más bien, la 27 avenida, como dice la gente por acá, de este lado de la frontera. Sacó su tarjeta de ATM, con símbolo de Visa, para pagar su cuenta que ascendía a la gran cantidad de dos dólares con noventa dos centavos. —¿Cuánto me saldría una hamburguesa como esta en México?—se preguntó. Pero al no encontrar respuesta, decidió simplemente comer sin crear comparaciones entre los dos países, a los cuales conocía ya bastante bien. Observó sus alrededores, un homeless pedía un vaso con hielo para beber agua. El olor de aquel hombre le causó nausea. La misma nausea producida por él mismo al querer vivir y no poder, al desear y no encontrar, al intentar y no desistir, al morir sin saber por qué. La muchacha que lo atendió era una gordita alta, de rostro sensual. Se la imaginó en ropa interior. Siempre hizo eso, toda mujer que atravesaba su camino, la imaginaba incluso desnuda. Poseía una mirada de lascivia que no podía con ella. —Todas las mujeres son sensuales. Todas las hembras se desean, yo sé que me dirán depravado o no sé qué. Pero es lo que pienso. A una fémina, hay que hacerla sentirse deseada. A mí, me gustan las mujeres. Dos trabajadores mexicanos llegaron al lugar con unas camisetas que decían: Robles’s Electric Service. Sus voces eran tan similares como su físico. Ambos tenían barbas y pelo chino; sus cuerpos estaban bien formados; se notaba que trabajaban con sus brazos, con sus manos y sus hombros; traían pantalones de mezclilla, y el rostro de inmigrantes aculturados a una sociedad que los acepta, pero a la misma vez, los rechaza. —¡Es que usted y yo compadre, tenemos cara de taco! Gilberto estaba cansado. Su día todavía ni siquiera empezaba y se dibujaba a él mismo en medio de un entorno sarcástico, todo parecía girar alrededor del tedio de querer saber cómo seguir viviendo. La vida había perdido el sentimiento de aventura, de locura que en ciertas ocasiones había tenido. Todo era monótono, los mismos movimientos, las mismas palabras, las mismas intenciones. Incluso, al estar con una mujer, todo era rutinario, no encontraba satisfacción en absolutamente nada. Pocas veces se sentía cansado de la vida. Siempre estaba listo para gritar, cantar y beber por la compleja experiencia humana. Pero en esa ocasión, sin entender por qué, sintió un cansancio horrible que lo agotaba cada segundo. En aquél día, sus venas se sentían ebrias de fatiga. El latido de su corazón parecía variar en ritmo. La presión le subía y le bajaba sin previo aviso. Su boca estaba seca, bebiera agua o no. Tenía la cabeza caliente, como si estuviera hirviendo en temperatura. —Siempre estás caliente Gilberto—le decía su amante—estas en un ardor perpetuo, pero no es tu cabeza, es más abajo. Decidió de repente refrescarse. Se detuvo en un bar del centro de la ciudad; ordenó dos cervezas y un shot de tequila. El sabor del amargo líquido le produjo una extraña sensación de protección. —El alcohol te quita tus inhibiciones, pero también refresca tu sentir. ¡Qué rico! Por la tarde intentó hablar con sus amigos. Decidió salir de su trabajo antes. Estaba harto. Pero parecía que nadie estaba presente. Cada número que marcaba se le antojaba ser el terco juego de la vida, lugar donde reposa la ironía, la parodia y el sin sentido. —¡Me lleva la chingada! Cuando necesito hablar con alguien nadie está. Se desaparecen los cuates. Pero que tal cuando quiero invitarles un trago, hasta me salen amigos por donde menos lo espero. Caminó por su ciudad en medio del desierto sudando la gota gorda. El agua salada se deslizaba sobre su cuerpo, mientras su corazón palpitaba a mil millas o kilómetros por hora, dependiendo si se sentía estadounidense o Mexican, sin saber por qué. Su respiración era agitada. Una mujer, joven relativamente se acercó a él y le pidió un cigarro. Él, galantemente se lo dio, y además se lo encendió. Mientras sonreía con esa sonrisa de un adolescente haciendo travesuras. —Eres muy volado—le volvía a decir su amante—y, además, un coqueto poca madre. --I don’t want to take your last cigarette. — Don’t worry about it, I have another pack—y lanzó el anzuelo que más lo ha ayudado hasta aquel momento, esa pinche mirada de niño bueno. —¡Eres un cabrón! La vista se le nubló por completo, perdió conciencia de si mismo. Su debilidad fue tal, que se desplomó en medio de la calle. —¿Qué le pasa Sr.? ¿Está bien? Su conciencia vagaba entre la realidad y la fantasía, en medio de la veracidad y la inconsciencia, entre el estar vivo y el estar muerto. La gente le hizo círculo. Todos trataban de reanimarlo. Incluso alguna alma caritativa, le habló al 911. Pero al llegar, y después de tratar todos los presentes de revivirlo, parece ser que ya era demasiado tarde. — Este hombre está muerto. —¿Cómo? Hace un momento estaba platicando conmigo. —Creo que le dio un ataque al corazón. —El corazón es traicionero, ¿verdad? —Sí, eso dice la gente. Engañoso es el corazón, más que todas las cosas, y perverso, ¿quién lo conocerá? —¿Qué vamos hacer? —Pues hablar al 911. —Ya les hablamos, son ellos. —Pues sí, ¿verdad? Ya no podemos hacer nada. Gilberto se había levantado temprano como de costumbre. Pero ese día su vida parecía haber terminado. —¿Qué pasó? Ni siquiera me di cuenta. Cuando menos pensé, ya estaba muerto. No sentí nada, tanto escándalo que la gente le hace a la muerte y a la hora de la hora, nada… Sí, ese día Gilberto había fallecido. Y de pronto, él sólo se preguntaba: —Y ahora, ¿qué? © David Alberto Muñoz
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David Alberto MuñozSe autodefine como un cuentero, a quién le gusta reflejar "la compleja experiencia humana". Viaja entre 3 culturas, la mexicana, la chicana y la gringa. Es profesor de filosofía y estudios religiosos en Chandler-Gilbert-Community College, institución de estudios superiores. Archives
July 2021
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