Por Violant Muñoz y Genovés El escritor y periodista Máximo Huerta se zambulle en una conmovedora novela para enfrentarse a la más dura de sus narraciones, la de su propia vida. Adiós, pequeño es la historia de una familia que intenta ser feliz a pesar de todo. «Mi madre habría sido más feliz si yo no hubiera nacido». Así arranca el desgarrador testimonio de un escritor enfrentado a la más dura de sus narraciones, la de su propia vida. Asaltado por los recuerdos mientras cuida a su madre enferma, el pasado se le presenta con vacíos que no logra llenar. A través de silencios y de un gran talento para la observación el autor desnuda su intimidad y nos obsequia, con belleza y maestría, el retrato de un país y una época desde su propio universo familiar. Lo acompaña como confidente su vieja mascota, una perra leal y encantadora. Descubrir por qué elegimos amar a quién no amamos exige una sinceridad implacable, y eso es lo que no falta en este hermoso relato de despedida. Con un relato intimista y valiente, el autor reconstruye una infancia en la que todos, abuelos, padres e hijos, han callado demasiado. «Mi madre habría sido más feliz si yo no hubiera nacido. Esa es la única verdad de mi vida. Poco importa el desenlace, ni la trama de esta novela.» Así arranca el desgarrador testimonio de un escritor enfrentado a su relato más difícil, el de su propia vida. El protagonista se ve asaltado por los recuerdos mientras cuida a su madre enferma en la casa familiar de Buñol, el pueblo al que regresa y sobre el que reconstruirá su historia personal. Sin embargo, el pasado se le presenta con vacíos que no logra llenar y a los que su madre, más dada a callar que a confesar, no siempre dará respuesta. Y es que transitar por la memoria muchas veces resulta doloroso y nos descubre el fracaso de nuestras ilusiones y las pocas oportunidades que nos restan. «Volver no es fácil. Sin embargo, a veces hay que hacerlo». Los personajes principales Máximo Huertas, el autor. Observador tenaz, el escritor y periodista encara la madurez sumergiéndose en la historia familiar y reflexiona sobre el paso del tiempo y su identidad personal. Ocuparse de su madre es uno de los detonantes, al igual que volver a la casa de Buñol—con todo lo que contiene y simboliza—y pasear por el pueblo junto a su perrita —recorriendo aquellos lugares que perduran en su interior—. Los lectores conocerán al adulto que es, pero también al niño de piel fina y mirada impresionable que disfrutaba comiendo los dulces de la Reme o yendo a su primer campamento. «El niño que soy, crecido y con canas, está feliz de haber viajado, quiere más, pero lo pide de otra manera. ¿Cómo ha sido? No lo sé. ¿Cómo ha pasado el tiempo? ¿Dónde está el sumidero que se lleva los años poquito a poco o a toda velocidad?» «Encaro los cincuenta años con la serenidad que da haber perdido algunas batallas, un padre muerto con el que quedaron todas las conversaciones pendientes y una madre que se despide poco a poco. Debo acostumbrarme a mi deterioro físico, la tripa, los kilos, la miopía, la hernia de hiato,las malas digestiones, la falta de firmeza, el asma y otros etcéteras. Los cincuenta son lo que son, no me preocupan en absoluto. Es todo lo que rodea a esa cifra lo que se desmorona. Se acaba una vida vivida torpemente». Clara, su madre. El autor la retrata con admiración y amor, pero también con la sensación de que ella podría haber vivido una vida más acorde con su verdadero yo. La mujer es fruto de la generación a la que perteneció: una luchadora incansable, sufridora y poco dada a satisfacer sus propios deseos. «Un día, así lo siento; un día que espero que sea tarde, recordaré la imagen que tengo ahora frente a mí. Está mamá sentada en el sillón, tras la siesta, con la manta gris sobre las piernas, las manos viejas entrelazadas, el jersey verde que compramos en el bazar con varias manchas de lejía y una chaquetilla azul que le gusta mucho porque es cálida y cómoda. Lleva el pelo retirado, tras las orejas, los pendientes de aro, erguida hacia la estufa encendida, doña Leo dormida a su derecha y la luz iluminando media cara que tantas veces he besado. No dice nada y lo dice todo. Es un “estoy”. Un “qué bien”. Un “no hace falta más”». Máximo, su padre. Es un hombre estricto y ausente, poco dado a mostrar afecto por su mujer y su hijo y que prefiere estar fuera de casa. El autor destaca el final de la vida de este, también marcado por una enfermedad que le cambió, y todo lo que supuso para él haberle tenido como padre. «La chimenea estuvo cerrada siempre, con una tabla que tabicaba el tiro para no ser utilizada. Supongo que mi padre se arrepintió, como debió de arrepentirse de toda su vida. Pero era terco, con esa tozudez del que no cede porque cree que es menos hombre, como se decía entonces. Y fue de esos que comprendieron, herencias recibidas, que tenerle miedo al padre era igual que respetarlo». «La conversación nunca mantenida, el beso de buenas noches obligado, la rueda pinchada, el ronquido de la siesta, el café frío, la página de pasatiempos, el sudor en las patillas, el humo, tu sillón, la mala hostia, el silencio, tus problemas para pedir perdón, mi atasco para no buscarlo. Papá es el que fue, y yo soy hijo de todo eso». La abuela Irene. La fortaleza de su abuela materna, enérgica, rural y coqueta, aporta luz a la infancia de Máximo. Al igual que su madre, mujeres como ella eran la verdadera columna vertebral de las familias. «”Nosotras nos quedamos aquí.” Mi abuela siempre usó el femenino mucho antes de que vinieran con los lenguajes inclusivos. La Irene hablaba en femenino si había más mujeres, era cosa suya. Yo la corregía, pero a ella le daba igual. Mujer de buen comer, de misa, de rezar el rosario, de su Virgen del Remedio y de su Santa Rita de Casia, de abanicos en la faltriquera, de moño italiano, de collarcito siempre, de colonia a mano, y polvos de Maderas de Oriente, de taconcitos, de dulce y de salado, y de mujer de fuerza y agilidad para mover lo que hiciera falta cuando hiciera falta. Y, sí, de nosotras». «Era poderosa. Y callada. Callar era el verbo más conjugado del mundo. Sus gestos, la mirada perdida en el balcón, fija en las agujas, hermética en la cocina, silenciosa en misa, alegre frente a la pastelería, valiente en el trastero, estoica ante el frío, briosa con la palangana de jabones, alborozada en Navidad con los adornos, dinámica poniendo la mesa, invencible frente al espejo. La Irene no estaba quieta nunca. Hacía». Doña Leo, la perra. Adorable y con carácter, la perra es el contrapunto de la narración más introspectiva. Doña Leo le da un respiro al autor en su labor de plasmar en el papel sus sentimientos y recuerdos. «Tiene Leo las orejitas suaves y la panza roja como los chicles, los pies anaranjados como el final de las montañas a esa hora de la tarde, y su cuerpo, negro, brilla limpio con estrellas de tomillo». «Le gusta mirar desde el balcón las nubes que quedan a su altura en esta casa que vuela sobre el pueblo. Mira tras el cristal o sale fuera y saca la cabeza entre los barrotes. Allí se queda pensando. Tal vez habla con mi padre, que andará fumando entre ese cielo provocando nubes grises de cigarro Farias». Los grandes temas de ‘Adiós, pequeño’ Los silencios. Casi todas las familias acumulan silencios para evitar episodios difíciles de afrontar. La novela hace alusión a los tabús familiares y a aquellos momentos que no se mencionan por miedo a remover el pasado. «Se calla. Como tantas veces, solo afloran los recuerdos que están curados; los otros, esos que escuché a oscuras, van para adentro. Y allí se quedarán. Hay un lugar en el cuerpo donde habitan controlados los fantasmas, los muertos y los dolores que siguen escociendo; un espacio estrecho entre el pecho y el estómago que a veces se hunde porque algo se ha movido. Ay. Mamá se pone muchas veces la mano ahí, y es entonces cuando no pregunto. Silencio». «Este clima de paz en el que decidimos vivir, sin sacar el pasado a la superficie, sin hablar de los años duros, sin mencionar qué pasó en mi nacimiento, sin hablar del amor, sin trasladarnos a la casa de Utiel, sin tocar ni un solo tema que pueda derretir la calma y hacer, el agua dulce, sal marina. Esa es la razón de la frialdad. La contención». La memoria. Los recuerdos gobiernan esta narración. Para el autor, la memoria, no solo está llena de verdad, sino también de mentira. En este viaje literario hay dosis de realidad y de ficción, porque no todo lo que se recuerda sucedió tal cual se representa. Uno de los objetivos del autor es luchar contra el olvido. «El tiempo y sus caprichos. No voy a vivir más que lo que el texto quiera, ni siquiera mamá. Ni mi perra. Nos iremos yendo, poquito a poco. Y si ha de quedar, que sea esto. Un universo de poquitas vidas, de poquita gente, de los sueños dormidos y los conseguidos. Los sabores de la abuela, la maña de papá para las herramientas, la postura de mamá en la Singer, los olores, el tacto de los silencios, los bofetones. Mi silla en el colegio y mi escondite, la música del coche y el “ven, que ya está la comida”. Recuerdos. Los que me dé la gana. Me ha dado por salir al balcón a decir adiós, a ver cómo se aleja de una vez el niño que fuimos, que fuí, calle abajo, hacia los pinos, allí donde jugaba a ser mayor». «Mi único propósito es que esto que tenéis entre las manos no parezca una colección de dolores, sino de recuerdos, porque si no los cuento yo se perderán. Intento escarbar en la memoria y en la de mamá, pero ella hace silencios como si amasara pan. Son sus elipsis. Uno los trozos de la foto como puedo». Las relaciones entre padres e hijos. De pequeño, Máximo se sentía más cercano a su madre que a su padre. Aunque haya episodios de todo tipo, las muestras de afecto no fueron una constante en sus vidas, como tampoco las confidencias. El lector conocerá cómo se construyó el vínculo del autor con los dos. «Solo los dos ha sido un castigo y una bendición a lo largo de nuestras vidas. Porque ese apego me separó de otros mundos que tardaron en llegar, otro tipo de descubrimientos, también cifrados, para los que no tenía lector. Mamá fue mi prisionera y yo su preso. Y serlo nos salvaba de papá. Pero la herencia de esos apegos es hoy, trágicamente, una solitaria de dolor, peligrosa porque se acerca anunciando la muerte. El veneno de los años va entrando poco a poco, destrozando todo lo que encuentra a su paso, como el viento, golpeando la cara, los huesos y las paredes». El amor incondicional. A pesar de la incomunicación o de la infidelidad, la novela también destaca el amor de Máximo por los suyos y el de su madre por él. Porque ese amor, aunque no se manifieste física o verbalmente, existe por encima de todo. «Ese amor incondicional solo lo ofrecemos los perros y yo. Ese amor que he ofrecido a mi madre, que envejece de golpe, también ha sido incondicional. He entregado mis años de infancia , de adolescencia, y tras una pausa en la que disfruté del alcohol y los amores en Madrid, también mi madurez. Me he convertido en su cuidador y sufro sus miedos como míos. Sus rabias. Sus enfados. Su terror a morir que, a veces, verbaliza. Quiero vivir, grita en un desespero que hace eco en mi espacio vacío. Yermo también». «Aunque todos echamos de menos los abrazos estoy convencido que en la ausencia de ellos, ha habido más amor. AMOR, sí. Porque muchas veces la espera de un abrazo es infinitamente más bonita que el gesto. “Te quiero, mamá.” “Y yo a ti.” Silencio. Es un silencio». La evocación del pasado. La nostalgia y el dolor se mezclan en este relato vivido y ficcionado por Máximo Huerta. Hay un poco de sufrimiento e infidelidad cuando cuenta y evoca acontecimientos pasados. Esta desazón la experimentan el autor y su madre cuando rememoran sus vidas. «Que complicado es rememorar el pasado. Y que innecesario. Pero aquí estamos, como desde la primera página. Madre e hijo, sentados en el mismo lugar, entre silencios y palabras deslavazadas. Esperando habitar ese lugar que ya no existe. Perseguir el pasado es algo terrible, doloroso. Y, aun así, lo hago para amortajar un tiempo que aparece a fogonazos y, otras veces, en restos de metralla que uno se guarda en el bolsillo para un porsiacaso absurdo». El paso del tiempo. La fugacidad de la vida y cómo el paso del tiempo — con sus circunstancias—hace mella en las ilusiones tan propias de la infancia y la juventud son temas de la novela. «El tiempo fluye como agua bajo nuestros pies, como si la vida fuera cruzar un largo puente. Pasa y no sabemos cuánta queda. Aquel río caudaloso era límpio, bajaba alegre y saltaba las rocas, los peces se veían bajo el agua transparente, y los niños jugaban en la orilla. Las riberas llenas de verde, enredadas de vida y flores. Qué alegría mojarse los pies, caerse, resbalarse en el verdín de las piedras. Hoy baja más turbio, parándose en los meandros con tristeza, sin la fuerza de entonces, esperando que alguien abra un zanja para que todo siga su curso. El puente cierra su arco, se acaba. El tiempo no deja de ensuciar el agua». La muerte. Se trata de forma literal y figurada: el dolor por la pérdida, su visión de la muerte siendo un niño, los miedos asociados, la reflexión sobre esta etapa final y la muerte de aquellos sueños incumplidos. «Lloro hasta encogerme en un ovillo que el viento agita con demasiada fuerza. El miedo me saca de ese risco, digo adiós y sorprendentemente, de vuelta a casa, noto una paz que nunca tuve. El peso de padre». La infancia como bálsamo. La infancia del autor no fue un paraíso. Sabe que no fue un niño alegre, como tampoco lo fueron sus padres. Pero, a pesar de algunos episodios dramáticos y sus heridas correspondientes, él vuelve a la niñez tratando de atesorar recuerdos hermosos e inocentes. «Excavo en la prisión en busca de momentos felices y presiento que la mitad me lo he inventado, y el resto son alargamientos simulados del segundo en el que un niño sonríe en la foto. Ese artificio ha construido muchas infancias, también la mía. Obligados a relatarlas como si fueran felices. Engañosa es la memoria, pero lo es más la mentira. Aparentes, inventados, irreales, ilusorios. Tal vez no anduviera equivocada Ana María Matute cuando dijo que la infancia es el periodo más largo de vida. Entre la realidad y la ficción, nunca se acaba. Bienaventurados los niños felices.» El legado familiar. A pesar de los silencios, hay muchas otras formas de hacer que se transmiten entre generaciones. De ahí que haya expresiones o ideas que forman parte de la memoria familiar. «He olvidado muchas frases profundas, deslumbrantes, ingeniosas y agudas de la abuela, los refranillos —”El que quiera saber, mentiras con él” o “Mucho vestido blanco y mucha farola, pero luego el puchero con agua sola”—, pero aquella de mi madre ha quedado intacta en la memoria, y supongo que me acompañará hasta el fin de mis días. “Hazte la vida fácil.” Hazte la vida fácil. Quién sabe si no he de morir con ella entre los labios o en algún papel en el bolsillo de la chaqueta como esos días y ese sol de la infancia de Machado». La historia de una pareja.Esta novela también es la historia de una pareja que se conoció en la posguerra. De cómo comenzaron, de cómo era su entorno familiar y cómo la relación fue deteriorándose. La propia identidad del autor no puede entenderse sin abordar los orígenes de sus padres. «Así avanza la vida, llenándose de preguntas y con un solo apunte: La ilusión del comienzo de un baile en Requena. El chico alto, fuerte y atractivo.La chica elegante, guapa y educada que no ha tenido relación hasta entonces. Suena una canción. El valiente va a por ella, presa de los comentarios». El oficio de escritor. El autor hace algunas reflexiones sobre la escritura y si oficio, además de demostrar lo complicado que es escribir sobre uno mismo con el corazón en la mano. «Esto que tenéis entre las manos es voluntario, a veces siento pudor por escribir y vergüenza por desnudar con osadía los minutos de esta vida común con mi madre; hablo y hablo, porque escribir es hablar solo. Pero los escritores no elegimos las novelas, los textos nos escogen para ser relatados. Escribir sobre la decadencia de una madre, de la convivencia con el dolor y la pérdida, es parte de la historia de la literatura. Más allá de la necesidad de escribir, la verdad es que intento acercarme a ella y deshacer este nudo en la garganta. Por eso, cuando por la calle me preguntan “¿Cómo está tu madre?”, sonrío y digo: “Bueno, con sus cosas”». © Violant Muñoz i Genovés
© Mediâtica: agencia cultural
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