Por Violant Muñoz i Genovés
¿De qué va la vida, así en general? ¿De qué va la vida de la gente? No la de la gente a la que le pasa algo extraordinario que cambia toda su existencia, sino la de la mayoría... Esta es la crónica de un salto al vacío. La protagonista de “El instante antes del impacto” es una mujer de casi cuarenta años, casada y madre de dos hijos, creativa en una filial de una agencia de telecomunicaciones donde no crea nada pues, sus jefes, desde hace seis años —justo cuando supieron de su primer embarazo, justo cuando acababa de empezar a trabajar— le hacen mobbing. Ella está frustrada, agotada, exhausta por la vida que lleva y decide rebelarse contra todos: durante los próximos 365 días escribirá un diario. ¿Acaso la escritura no es la más silenciosa y potente de las armas? A nuestra protagonista le gusta compararse con la poeta Sylvia Plath y es que en estas páginas hay algo de La campana de cristal y también algo de la propia vida de Plath. ¿No están todas las mujeres del mundo agotadas de tener que buscar la perfección y estar tan solas en el mundo? La caída al vacío se produce línea a línea, página a página. Quien escribe este libro es una mujer que ha dejado de creer en todos los cuentos y decide contar su propia historia. «...Estoy en otro lugar. Un lugar que podría no existir. Un lugar que no importa a nadie. Donde ya no tengo nada que perder. Porque todo, de alguna manera, se ha ido perdiendo durante la caída. El piso en Madrid, el trabajo estable, las promesas consumistas clamando que, con el producto adecuado, tu vida mejorará. Un día dejé de creer en todo eso. Comprendí que todo era mentira. «Compra, sé feliz». Hijos de puta. Fue entonces cuando tomé la decisión de no comprar nada que no fuera esencial para la vida. Ni planes de telefonía, ni zapatos, ni camisetas, ni crema suavizante. «¿Acaso crees que esto va a afectar al sistema?», preguntarían, burlándose. Yo, como esos gorriones diminutos, con mi cuerpo frágil, mi cuerpo flaco, mi cuerpo aire colándose por accidente en el fuselaje de un Boeing 787. Una Sylvia Plath terrorista haciendo explotar el maldito horno repleto de triperóxido de triacetona en pleno Mobile World Congress...» Se siente desaprovechada, inútil, es como si su trabajo no valiera nada, como si fuera invisible, peor que invisible, como si fuera una flor de orquídea como la maceta que decora su mesa, está ahí, hace bulto, cumple una función, pero nadie repara nunca en ella. Y poco a poco, va desapareciendo. Podría irse, podría armar un escándalo, pero la rabia no es algo que se le tenga permitido a las mujeres, por eso decide aprovechar su jornada laboral de horario reducido por maternidad para escribir. Y más que escribir, parece que vomita las palabras, con toda la urgencia del mundo, con la necesidad de aquella a la que le han tapado la boca demasiado tiempo. ¿Cómo recibe el mundo empresarial a las madres? ¿Qué hace con sus sueños, con sus deseos, con su futuro? «...Cuando entré a trabajar aquí me encontraba en mi apogeo profesional. Llevaba un montón de años trabajando como redactora creativa en los departamentos de publicidad de grandes multinacionales. Pero fui madre. Dos veces. Ellos ya no sonríen. Ya no dicen: «Haremos grandes cosas». He empezado a escribir esto porque llevo cinco años sin hacer nada. Sin que me pasen ningún trabajo. Entro a las nueve de la mañana, me siento, enciendo el portátil, espero hasta las tres de la tarde, que es cuando termina mi horario de jornada reducida por el cuidado de dos menores, apago el portátil y me voy a casa...» La frustración de nuestra protagonista es doble: por un lado, en la oficina es invisible, por otro, tiene que llevar las riendas de su casa, de su familia y de su matrimonio con un gran coste emocional y físico. Horacio, su marido argentino, ex cantante de rock y creativo publicitario, decide dejar su trabajo para encontrarse a sí mismo. Esas cosas pasan. Ella lleva queriendo dejarlo seis años y no lo ha hecho porque, si lo hiciera, sería sin indemnización y sin derecho a paro. Y él, sin pensar en nada más, cambia de vida. Una de las mayores virtudes de nuestra protagonista como narradora es la capacidad que tiene para ver con cierta distancia y socarronería su propia cotidianidad. ¿Qué sería de esta mujer si no supiera reírse de su propia vida? «...—Dejé el laburo. Yo aún llevaba las tijeritas de las uñas en la mano, las bragas bajadas hasta media pierna. Unas bragas funcionales, cómodas, de algodón negro, lavadas a temperaturas muy superiores a las recomendadas en la etiqueta, que no estaban preparadas para afrontar con dignidad catástrofes familiares. Me las he subido deprisa, pensando en la escena de las medias en El graduado. Con qué dignidad, con qué superioridad lo hacía ella y con qué lástima lo estaba haciendo yo. Yo también soy mayor que él. No mucho más, en realidad, pero en aquellos momentos parecía que fueran tres siglos los que nos separaban, en vez de tres años. He salido y hemos venido aquí, a esta misma cama, que es donde tenía los vaqueros, porque este tipo de conversaciones se deben mantener vestidos, pensé. Él ha mirado la mano en la que llevaba las tijeritas. Unas tijeritas inofensivas pero que en un control de aeropuerto serían consideradas arma blanca...» Esa es la premisa de esta historia: una mujer de casi cuarenta años que todavía intenta encontrar su lugar en el mundo tiene que lidiar, además, con la crisis de mediana edad de su marido que arrastra de un lado a otro de la casa un ejemplar de El poder del ahora de Eckhart Tolle —esa biblia contemporánea de la autoayuda— como tabla de salvación. Su marido cree tener la sabiduría que a ella le hace falta o, quizá, la sinvergüencería. Y nuestra protagonista no solo decide contarnos día a día su bajada a los infiernos, sino que, por si fuera poco, emprende una cruzada contra las moderneces del siglo XXI: deja de comprar un montón de cosas como velas aromatizadas o detergente en cápsulas o desodorante líquido o donuts o vaqueros en un esfuerzo por ser mejor y por ahorrar ahora que ella es la única que lleva dinero a casa. Y esos niños, Hijo Mayor e Hijo Pequeño, víctimas del capitalismo, del mindfulness y de sus padres. «...Digo a Mayor y a Pequeño: «No vamos a comprar nada que no necesitemos de verdad». Ellos me preguntan qué quiere decir de verdad. Si por ejemplo el Batmóvil de Lego es una de las cosas que necesitamos de verdad. Le digo a Pequeño que las cosas que necesitamos de verdad son las que necesitaríamos para sobrevivir. O para llevarnos a la selva hondureña. Mayor me explica que como Batman no tiene ningún tipo de superpoder, necesita el Batmóvil para que no puedan matarlo. «Nosotros no somos Batman», le digo, terminando la discusión. Les cuento que he anotado en una lista las cosas que necesitamos de verdad. Pero mientras las dicto, una voz enlatada empieza a sonar diez tonos más aguda que la mía, enumerando otra lista alternativa de productos en oferta. Productos que venden como si te salvaran la cena pero que en realidad están dirigidos a destruir la humanidad. En vez de marcas de alimentación, me parece oír: «En el pasillo central le ofrecemos diabetes tipo dos, obesidad mórbida, colesterol, hipertensión y afecciones de disfunción colorrectal»...» Si el trabajo en la oficina es agotador por ser inexistente, la crianza y los cuidados ocupan un lugar privilegiado en su relato. Cuando trabajaban los dos, tenían contratada a Olga, una mujer que venía a ayudarles con los niños, pero ahora que Horacio ha dejado el trabajo, ya no viene. Nuestra protagonista confía en su marido, en que cuidará de sus hijos, los atenderá como ella lo haría porque, al fin y al cabo, es su padre, pero quizá todavía no haya aterrizado en el presente y, en su mente, fantasee con otra vida y no se acuerde de comprar pañales. Algo pequeño que puede provocar una hecatombe. «...Cuando vuelvo del trabajo y entro en casa, veo que Pequeño está arrojando piezas de Lego contra el ventanal del patio ante la mirada pasiva de Horacio. A la vez tengo la visión de mi hijo con dieciocho años lanzando piedras contra el escaparate de El Corte Inglés, y no sé por qué la visión no me intranquiliza, sino al contrario. Me acerco para abrazarlo y noto que el pañal está a punto de reventar. —¿No lo has cambiado? —No quedaban pañales. He reciclado los que había en la papelera del baño, los que no estaban tan meados. —¿No has ido a comprar más? —Solo había de esos ergonómicos que son carísimos y que tú no quieres que compre...»de gira por festivales de provincia. Aunque quizá lo que más echa de menos la protagonista es esa otra mujer que fue antes de ser madre, esa otra vida posible que otra sigue viviendo por ella.«En cierto modo, sí extraño a ese Horacio que conocí, las historias que me contaba sobre su ascendencia soriana, las migraciones de abuelos y bisabuelos cruzando el mar en idas y venidas. Pero no, no es exactamente eso lo que echo de menos, me doy cuenta cuando abrazo fuerte a Pequeño. Lo que echo de menos no es al Horacio de antes, sino a la mujer que era yo cuando él me conoció. La chica que escribía todas las noches, tumbada en el suelo, en una libreta de tapas negras, pensando soy Anaïs Nin, soy Sylvia Plath, soy Alejandra Pizarnik, pensando ellas sí me representan, pensando ellas hablan de todo esto, de la sangre, de las náuseas, de cosas afiladas...» Hay también una crítica mordaz a la perfección que en las redes sociales se impone a propósito de la maternidad. ¿Qué es ser madre?, parece preguntarse nuestra protagonista. ¿Cómo escapar de ese espejo que hace que te veas como la madre más horrible e imperfecta del mundo? ¿Hasta dónde llegarán las exigencias contemporáneas? En el trabajo nos dicen que tenemos que buscar a gente aspiracional en quien inspirarnos para la campaña de los nuevos planes de telefonía de esta primavera. «...Fijaos en esas madres blogueras, haciendo galletas de trigo sarraceno, batidos de algarroba y chía, crema de cacao con aceite de coco y aguacate vestidas con ropa impecable de algodón orgánico, madres del siglo XXI, de aspecto sano, joven y radiante. Esa es la mujer a la que hay que mostrar hablando por teléfono y riendo, feliz. —¿Qué hacés? —pregunta Horacio al entrar en la cocina, distrayéndome de mis cavilaciones. —Crema de cacao con aguacate y aceite de coco. Horacio echa un vistazo, escéptico, al contenido del cazo que tengo al baño maría. Es verdad que tiene el aspecto de una pasta grumosa de un color bastante extraño. —No creo que coman eso. Cómprales crema de cacao del súper. —Mira, hago lo que puedo, ¿de acuerdo? —respondo, airada—. La del súper lleva aceite de palma. —¿Y qué tiene de malo? ¿Acaso la palma no es un vegetal, como el aguacate? —Queman orangutanes para plantar la palma. Los queman.—¡Qué decís! —Lo dicen estas madres blogueras...» ¿Y qué ocurre con la gestión del tiempo? El tiempo, ese bien tan preciado de este siglo que todos nos quieren vender. Mientras nuestra protagonista trabaja, cuida de sus hijos, se ocupa de la compra, de que coman sano, visita a sus padres y se olvida, una vez más, de lo que quiere o desea ella, su marido le pide tiempo, le pide días, se va de gira. Cada una de las cosas que no compra la protagonista —tintes, loción antipiojos, hamburguesas del Burger King, laca de uñas, Dalsy—, cada una de las cosas en las que no cree —el running, el mindfulness, Linkedin, el crudiveganismo, el zen, Inditex— son un paso más hacia la liberación de todas las cadenas que nos empujan a producir, a ser, a crecer, a elevarnos hasta los cielos consumistas que harán que la caída sea todavía más salvaje. «...En la época de las cavernas no había que tomar decisiones para llegar a ser alguien, para triunfar, para destacar artísticamente, para ser serio haciendo cosas serias y dejar ahorros en un banco serio. Solo había que tomar decisiones para sobrevivir al cabo del día. Emulo la época de las cavernas mientras des-piojo a mis hijos con vinagre de manzana frente a una bandejita de frutos rojos, que les he dejado en la repisa de la bañera para que estén quietos y se dejen quitar las liendres con el peine de púas finitas. Tengo mi pequeña cueva, mis bayas, pero me falta la tribu. No sé en qué momento empezamos a poner cerrojos en las puertas, debió de ser entonces cuando perdimos los instintos. Los cerrojos que nos protegen de lo de fuera, pero ¿cómo protegernos de lo de dentro? ¿Cómo proteger a los niños de una madre que a veces está de mal humor?...» Trescientos sesenta y cinco días en la vida de una madre, trescientos sesenta y cinco días de agotamiento y estupor. Cuando llega el verano, Horacio anuncia que se va de gira con su grupo y nuestra protagonista que es una mujer del XXI para lo bueno y para lo malo, apoya a su marido y sostiene la familia con su trabajo y los cuidados a sus hijos. Quizá la clave para mantener un matrimonio, parece decirse la protagonista, no sea el romanticismo, sino la logística. «...Me levanto y cojo el calendario de la cocina, uno de esos donde cada número tiene casillas bien grandes para apuntar logísticas familiares. Porque eso es lo que hacen la mayoría de las familias, sentarse a negociar ante la gran pregunta, que no tiene nada que ver ni con el amor, ni con la vida, ni con la muerte, sino «qué días te encargas tú de los niños y qué días me encargo yo...» Ella sigue trabajando en esa oficina donde todos le hacen el vacío, lleva cada día a sus hijos al campamento de verano, sale de la oficina, los recoge, hace la cena, los baña, juega con ellos y, cuando puede, cuando todos duermen, escribe este diario que parece ser lo único que la salva, aquello que amortigua la caída. Horacio va a Málaga, a Bilbao, a Benicàssim, a París. Y ella no va a ninguna parte. Bueno, sí, se va a una playa de la Costa Brava con sus hijos, sus padres, sus hermanas, cuñados y sobrinos y vuelve, como era de esperar, más agotada que relajada. Y hasta decide teñirse de rubio ella también. Necesita ser otra, jugar a ser otra, que el espejo le devuelva otra imagen de sí misma más benevolente. Aunque por dentro sigue siendo morena. —Horacio, ¿a ti te parece que tengo una cara proporcionada? —Intento deshacerme los nudos con el peine, por la mañana, frente al espejo, arrancándome mechones enteros de falso cabello rubio. —¿Qué clase de pregunta es esa? —me responde Horacio desde la habitación.—Es que siempre me dices que qué buena cola, pero nunca me dices que soy bonita. —Sé que no soy bonita, que tengo otras cualidades, pero quiero saber cuáles son. A los cuarenta necesitas concretar. —¿Pasó algo, amor? ¿Va todo bien? Le cuento que a veces me pasa, que me cruzo con una mujer en la calle que me deja embobada y me fijo en qué reacción le habrá provocado a él, y la mayoría de las veces ni la ha visto. «Pero ¡si resplandecía!». Tenemos conceptos diferentes de lo que es la belleza y eso me despista. —Pero, dime, ¿qué es lo que viste en mí aquella noche? ¿Qué es lo que te hizo «darte cuenta»? Estoy despojándome de tantas cosas que temo perder también «eso». Temo ese momento fatídico que anuncian mis amigas con el rímel corrido, después del último tequila: «Perdimos la magia...» Al final de esta historia hay un viaje frustrado de la protagonista a París, hay también un marido que vuelve a casa, se deja la guitarra olvidada en un taxi y busca un trabajo. Hay una mujer que parece haberse acercado a esa que quiere llegar a ser, a esa que ya es, gracias a la escritura. Una mujer que con la escritura ha conseguido creer en ella. Porque esta historia no es solo un diario de una mujer desquiciada, sino que es un viaje hacia una misma. «...Terminaré esto, que ya casi es la hora, sonará el timbre, me acercaré con las otras madres a las verjas del colegio esperando a que abran la puerta. Cierro la agenda y me la guardo en el bolso. Esto se cierra pero lo otro sigue abierto, como una cicatriz sin sutura. ¿Qué es lo otro? ¿El argumento? ¿La pupila del ojo en Un chien andalou atravesada por una navaja? Nadie espera nada de mí y eso es muy tranquilizador. Los únicos que esperan algo de mí, todos los días, a las cuatro en punto, son mis hijos. El mundo sobrevivirá sin mis palabras, pero ellos no pueden sobrevivir sin mi presencia detrás de las verjas, que ya se abren. Cruzo el umbral, atravieso el patio y salto, uno, dos, tres, mientras piso cada casilla de la rayuela y llego al cielo, que es la casilla azul con un chicle pegado. Mis hijos, al verme, corren hasta mí. —¿No tienes una piedrita, mamá? —No, cariño, vivimos en una ciudad sin piedritas, pero con una madre que, pase lo que pase, estará aquí todos los días a las cuatro de la tarde. Lo otro es superfluo. Las palabras no son nada. Nada es nada. Escribir a pesar de todo, a pesar de que no importe a nadie. O, precisamente, porque a nadie le importa un carajo...» Glòria de Castro Pascual es una autora revelación, la voz de una generación llena de dudas, de rabia y, a pesar de todo, de pasión. Según ella misma se define, «una mujer normal y corriente que escribe, como decía Angélica Liddell, para evitar salir a matar a gente». Hija de un empleado de banca y de una maestra de lengua, pasó su infancia rodeada de libros. Estudió Ciencias de la Comunicación en la Universidad Autónoma de Barcelona, trabajó como redactora creativa en agencias de publicidad mientras asistía a cursos de escritura en el Ateneu de Barcelona, y para una empresa de telefonía, experiencia que sirvió de base para su primera novela, “El instante antes del impacto”, fue finalista del prestigioso Premio Clarín (presentada con el título inicial de No compro nada) pero fue rechazada por varias editoriales, lo que la llevó a auto traducirse al catalán para presentarse a un premio literario. No ganó, pero fue descubierta por Periscopi, junto a la que Lumen inicia la publicación de su obra. Actualmente vive en Llubí, un pequeño pueblo de Mallorca, trabaja en una fundación de educación holística e imparte clases de yoga.
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