Por Violant Muñoz i Genovés ¿Qué le dirías a tu madre que no le has dicho nunca? ¿Y si hubiera cosas que no sospecháis la una de la otra? Tras la estela del éxito de “Mujeres que compran flores”, que ha vendido más de 300.000 ejemplares y se ha publicado en más de veinte países, la nueva novela de Vanessa Montfort explora los complicados lazos entre madres e hijas con una historia emocionante, tierna, cómica e inteligente que cautivará tanto a unas como a otras. Porque no todas las mujeres son madres, pero todas son hijas. Mónica entrena perros para la Policía Nacional, aunque siempre ha querido ser detective, y debe lidiar con una madre que llama permanentemente su atención. A raíz de la extraña muerte del paseador de perros del barrio, se encargará de investigar qué sucedió recuperando el contacto con su grupo de amigas de la infancia, ya que sospecha que sus madres ocultan algo. Se hacían llamar «las malas hijas» y, aún hoy, no consiguen sentirse lo suficientemente buenas: una actúa como madre de su propia madre; otra se sintió abandonada por su progenitora; otra nunca ha escuchado que esté orgullosa de ella... ¿Conseguirán reconstruir sus relaciones maternofiliales como mujeres adultas? ¿Descubrirán el misterio de la muerte Orlando? Estos enigmas se resolverán bajo la atenta mirada de los perros que paseaba, quienes también tendrán mucho que decir sobre cómo manejamos las relaciones humanas. «A los siete años le dices: mamá, te amo. A los diez: mamá, te quiero. A los quince: mamá, déjame en paz. A los dieciocho: quiero irme de esta casa. A los cuarenta: mamá, no me controles. A los cincuenta: no te vayas, mamaíta. A los setenta: cuánto daría por estar cinco minutos contigo, mamá» Así resume uno de los protagonistas el lazo que nos une con nuestras madres, un lazo inquebrantable que no pocas veces parece estar a punto de romperse. Crecer provoca en nosotras la necesidad de tomar nuestro propio camino y alejarnos de la herencia que a menudo rechazamos, una forma de reivindicar que tenemos derecho a ser nosotras mismas, una independencia reclamada y necesaria que con la edad aprenderemos a conquistar más o menos sanamente. Llegado el momento, cortaremos el cordón umbilical, pero no para alejarnos, sino para dejar de cargarlas con nuestro peso emocional. «... las madres, con sus cuidados, son los primeros seres humanos que nos hacen sentirnos deseados». «El error está en pensar que la madre que te crió bien o mal tiene que seguir haciéndolo ahora, en el futuro. Hay que reconstruir esa relación, pero desde dos adultos que tienen que adaptarse a sus nuevos roles. Y dejar que ellas conozcan a ese yo que, sí, claro que es consecuencia de nuestra crianza, pero también de cómo nos hemos construido nosotros mismos después. No echemos balones fuera, compañeros... Ese yo en el que nos hemos convertido, si no dejamos que lo conozca ni siquiera nuestra madre, acaba sintiéndose solo. Y desconectado de ella y del mundo...». Tras documentarse a través de entrevistas para tomar notas del natural (como hiciera con Mujeres que compran flores,) y con psiquiatras expertos en terapias familiares, Montfort ha logrado dibujar en “La hermandad de las malas hijas” cuatro nuevos prototipos de relaciones maternofiliales que podemos identificar en la actualidad y en los que la gran mayoría de los lectores se verá reflejado. La dependencia, el chantaje emocional, la deuda afectiva, la dificultad de ser madre y tener que cuidar de tu propia madre, la sospecha o incluso la certeza de no ser lo que ellas esperaban, de no cumplir sus expectativas, el abandono (de madre a hija y viceversa), la culpa... son algunos de los temas que la autora desarrolla en las páginas de esta novela. Esta es también una historia generacional, pero de dos generaciones. El reencuentro de un grupo de amigas que provoca otro, el de las hijas con sus madres, que pertenecen a otra generación: muchas pasaron de ser niñas a mujeres y madres de la noche a la mañana, sin que nadie las guiase y las cuidara. Que fueron ellas las que les dieron alas, a pesar de que sabían que las dejarían solas. ¿O no lo sabían? Que tejieron un hilo para guiarnos por un laberinto de libertades recién conquistadas. Y que no hay por qué sentirse una mala hija por no ser perfecta pero tampoco debe de sentirlo una madre. Un diálogo nunca surge de los reproches. “La hermandad de las malas hijas” es una historia original con una fuerte carga psicológica. Una lectura alegre y tierna a veces, y otras profundamente íntima y crítica. Un homenaje a la madre de carne y hueso, a las nuestras, pero también a esas hijas que lo hacen lo mejor que pueden, a nosotras. Un regalo para compartir que puede ser la llave que abra una ventana al diálogo sentimental: ¿qué le dirías a tu madre que no le hayas dicho nunca? ¿qué crees que ella te diría a ti si pudiera? ¿ha llegado la hora de hacerlo? La Plaza de Oriente se convierte en un personaje más, un personaje de leyenda. Desorientada, como sus personajes, y que ha sufrido los cambios del tiempo. Una desorientación que marca la relación entre unas madres que sienten que han dejado de serlo y unas hijas que, erróneamente, se convierten en madres de sus madres. «La plaza... Había sólo cuatro en el mundo con ese nombre, pero, de todas, la plaza de Oriente de Madrid era la única orientada a Occidente como una brújula estropeada. Quizá por eso a lo largo de los años fue uniendo tanto como desorientó a quienes la habitaron. Gracias a eso también les regalaba delirantes atardeceres con los que soñar o enamorarse». Las madres fueron una vez fuertes y valientes a ojos de sus pequeñas, fueron mujeres antes de que ellas llegaran al mundo. Fueron ellas quienes vivieron bajo una Dictadura, fueron a la universidad y corrieron delante de los grises mientras pregonaban ideologías que denunciaban la represión y la necesidad de libertad. A pesar de todo, no todas pero sí muchas, volvieron sus casas tras las primeras conquistas y hoy, cuando sus hijas han volado del nido, se preguntan dónde se quedaron sus vidas porque el espejo de sus hijas amplifica sus frustraciones. Las madres de esta novela fueron zarandeadas por unos vientos de cambio que agitaron la Transición. Y entonces, en medio de aquella vorágine, descubrieron cuánto estaba cambiando el Madrid señorial y herido desde la posguerra. Cada vez éramos más modernos y la plaza de Oriente, que en el fondo ha seguido siendo la misma, con sus reyes godos vigilando desde el pasado, su Teatro Real y sus cafés antiguos, vivió quizás su mayor transformación a raíz de su condición de peatonal en la década de los noventa. «Margarita siguió recordando: por aquel entonces esa pastelería se llamaba la Tahona del Espejo, como el nombre de la calle, y las ruinas que se veían ahí, bajo el suelo de metacrilato, eran las antiguas murallas que defendían Madrid (...) Pero para Margarita aquel lugar era un placer culpable: le gustaba por sus tartaletas de hojaldre en forma de cisne, porque se columpiaban en el aire melodías barrocas y porque, en su día, allí bajaba a comprar el pan Mariano José de Larra. No dejó de hacerlo ni siquiera el día en que se voló la cabeza sobre uno de sus libros, ¿sabía eso?, justo en aquella casa, y señaló con su dedo huesudo unos balcones». Los libros de Enid Blyton; La historia interminable, que todos los de varias generaciones leímos, emulando a Bastián Baltasar Bux; Barrio Sésamo, los dibujos de Hanna Barbera, la señora Fletcher, Dallas, las series que veían nuestros padres y compartían con nosotros, Dinastía o Falcon Crest; el David Bowie que para los niños de entonces se convirtió en el rey de los duendes (Dentro del laberinto); Indiana Jones y el primer eslabón de nuestra cultura cinéfila... Esa cultura a la que ellas abrieron la puerta formó parte del paisaje de una ciudad también compartida: en la Joy Eslava hemos bailado madres e hijas y ambas hemos cerrado bebiendo El Anciano Rey de los Vinos o el Caripen, ese antiguo tablao de Lola Flores...
© Violant Muñoz i Genovés © Mediâtica, agencia cultural
0 Comments
Leave a Reply. |
Violant Muñoz i Genovés
Archives
July 2024
|