Por Violant Muñoz i Genovés
La noche del 24 al 25 de julio de 1938, 2.890 hombres y 18 mujeres cruzan el río Ebro. Forman parte de la XI Brigada Mixta del ejército republicano y su misión es afianzar una cabeza de puente en la localidad de Castellets del Segre, una posición defendida por medio batallón de infantería, un tabor marroquí y una compañía de la Legión. Durante diez días, nacionales y populares, personas de diferente orden, edad, procedencia, conciencia y condición, lucharán por cada palmo de tierra sin descanso y sin ceder al desaliento. Algunos son voluntarios, combatientes aguerridos y valerosos, convencidos de sus ideales, que pelean por sus principios, pero la mayoría son individuos corrientes, muchos de ellos dolorosamente jóvenes, que han dejado sus vidas atrás para participar en la batalla más sangrienta de nuestra historia. Sin embargo, la XI Brigada Mixta, Castellets del Segre y las tropas atrincheradas en esta localidad jamás han existido. En Línea de fuego, Arturo Pérez-Reverte afronta su obra más ambiciosa y construye una novela coral, de una extraordinaria dureza y humanismo, para homenajear a los miles de soldados anónimos de uno y otro bando que participaron en el enfrentamiento que selló el devenir de la Guerra Civil española. En estos personajes, alimentados por las vivencias y los testimonios de docenas de supervivientes, vibra la memoria de nuestros padres y abuelos, y sale a relucir el coraje, la voluntad, el heroísmo, el miedo, el dolor, la generosidad y los sufrimientos que padecieron los miembros de esos contingentes, cuyos nombres pocas veces aparecen consignados como merecen en las páginas de los libros de historia. “…Es lo malo de estas guerras, que oyes al enemigo llamar a su madre en el mismo idioma que tú…” Con el rigor documental al que nos tiene acostumbrado en sus novelas y apoyándose en la ingente documentación que ha llegado hasta hoy (partes de guerra, informes militares y las declaraciones de los testigos y principales actores), el autor ha reflejado, en una narración vívida y emocionante, la verdadera magnitud de este acontecimiento como nunca se ha hecho antes. Alejado de entonaciones partidistas y posiciones ideológicas, Arturo Pérez-Reverte, el novelista más leído de nuestra literatura, ha escrito un relato ecuánime sobre aquel capítulo esencial de nuestro pasado común. Una narración que, como en las mejores ficciones, da cuenta de lo que verdaderamente sucedió tan bien como la propia realidad. “… Sus nombres no son los que recuerda la Historia, pero cuánto les sucedió forma parte de nuestra memoria…” Doce y quince minutos de la noche. Encubiertas por la oscuridad y agazapadas en botes, las fuerzas republicanas cruzan en silencio la corriente del río. Ha comenzado la batalla del Ebro. A un lado, confiadas y bien apostadas, aguardan las tropas nacionales, muchas de ellas compuestas por veteranos bien fogueados. Están respaldadas por intendencia, divisiones de auxilio, aviación y cañones, pero en ese momento no son muy numerosas y están desguarnecidas. Los mandos son optimistas. Enfrente no existen puentes y el adversario carece de suficiente fuego artillero. Sólo una ofensiva por sorpresa y coordinada en diversos sectores podría sacar adelante uno de los mayores desafíos tácticos que existe en cualquier guerra: el paso de un río. La República necesita una ofensiva que devuelva la autoestima a su ejército, le reporte un éxito de cara a las grandes potencias democráticas internacionales y alivie el cerco que Franco ha dispuesto alrededor de Valencia. Una victoria que le permita reorganizarse, mantener abierta la guerra y prolongarla el tiempo suficiente para que se desate en Europa el conflicto con Alemania, que a estas alturas ya todos creen inevitable. Para conseguirlo, la República lanza a la batalla a 100.000 hombres que librarán encarnizados combates con las divisiones nacionales. Los dos contingentes harán frente al calor, el hambre y la sed, y verán una brutalidad y una violencia antes desconocida. Cuando los combates concluyan el 16 de noviembre, en el terreno habrán quedado más de 20.000 almas de ambos bandos. El saldo total de bajas se acercaría a las 80.000 en una España que en 1936 no alcanzaba los 25 millones de habitantes. Nunca se había librado en suelo español un choque más cruento y despiadado. Línea de fuego es una novela de guerra narrada desde el frente. Arturo Pérez-Reverte, que durante años fue corresponsal en distintos conflictos bélicos, cuenta como nadie hasta hoy lo ha hecho cómo combatieron los nacionales y los republicanos en el Ebro. Describe las armas que emplearon, los efectos de la artillería y el fuego cruzado desde las tapias, casas, bardas y campanarios; la amenaza que suponen las granadas, los carros de combate, los bombardeos de la aviación, los asaltos a las colinas por pendientes que resultan eternas y las temidas cargas a bayoneta sobre las trincheras y posiciones del enemigo. A través de estas diez jornadas en las que transcurre la acción de la novela se muestra cómo lucharon a brazo partido novatos que nunca habían visto un muerto y curtidos oficiales conscientes de que la veteranía es un grado pero no un chaleco antibalas. Aquí, jóvenes y viejos, tropa y oficiales de este bando y de aquel, sobreviven, pelean y mueren juntos codo con codo. Pero el autor también recoge aspectos comunes de la vida diaria del combate. Con un acertado pulso literario narra el calor que padecieron (aquel verano tuvo temperaturas extraordinariamente altas), los estragos del hambre (sobre todo entre los republicanos, con líneas de abastecimiento más débiles) y la sed que sufrieron debido a la lejanía de los pozos o las fuentes. Unos y otros mitigaban la sequedad con lo que encontraban a mano: vino, coñac... Pero en la mayoría de las ocasiones sólo les quedó aguantar y mojarse los labios resecos con la lengua. Lo único que no escaseó fue el café, o un derivado semejante que improvisaban, y que preparaban al alba. Tampoco faltaron los mosquitos y los tábanos, que se convirtieron en una pesadilla junto a las picaduras de los piojos que infestaban sus ropas debido al hacinamiento y la deficiente higiene. Arturo Pérez-Reverte detalla con precisión la tensión de los hombres antes de entrar en acción. Sus rituales y silencios; los minutos en los que redactan una misiva a sus madres o se ponen en paz consigo mismo y piensan en sus esposas o hijos antes de retomar las armas. Se acerca los distintos tipos de miedo que asaltan a los combatientes, independientemente de su rango y experiencia. «El temor a lo que está por llegar es el peor de todos», se comenta. Para aplacar los nervios, la mayoría fuman, porque en la guerra el tabaco es tan imprescindible como la munición. No escapa a la mirada del novelista el desolador paisaje en el que se desenvolvieron esas unidades. El autor da cuenta de los cadáveres que se pudren al sol porque no pueden ser enterrados, y de cómo, escondidos detrás de parapetos, los soldados, con los rostros sucios, los ojos enrojecidos y las mejillas tiznadas de pólvora, oliendo a sudor, sangre y grasa de armas, ven reducidos sus uniformes a jirones con el transcurso de las jornadas. Todos ellos deambulan por un paisaje en ruinas, salpicado de casquillos, vendas ensangrentadas, arbustos quemados, edificios picados por la metralla y heridos a los que asisten como pueden porque las medicinas van terminándose, la evacuación es lenta, la retaguardia está lejos y los camilleros no disfrutan de salvoconducto y también caen abatidos como todos los demás. Durante la noche o los minutos en los que cesa el fuego, para elevar la moral de los suyos y desanimar al contrario, rojos y fachistas, como se llamaban entre ellos, se dedicaban insultos o coplillas de himnos militares. En este mundo donde no existen las reglas y el azar es un elemento más de la supervivencia, Línea de fuego no se olvida de los sentimientos. Ahí está el odio, la rabia, el dolor y la impotencia que embargan a los soldados cuando pierden a un compañero, o los ajustes de cuentas cuando la victoria se decanta de uno de los lados. Pero en este territorio hostil, fiero y violento, también hay hueco para la compasión, y en los instantes más inesperados asoma la generosidad hacia el adversario. Es una pequeña rendija de luz en el negro infierno. El lugar por donde asoma el alma de unos hombres que sólo anhelaban que todo terminara pronto para volver a sus hogares. Arturo Pérez-Reverte ha dejado de lado los habituales héroes de sus libros y en Línea de fuego, una novela que sigue la senda de Un día de cólera (2007) y El Asedio (2010), teje una obra de múltiples voces que permite acercarnos a los distintos puntos de vista que concurrieron en la batalla del Ebro. A través de sus protagonistas, bien matizados y definidos por el lenguaje castrense, popular, culto o vulgar que cada uno de ellos habla, el autor nos adentra de lleno en el combate, nos revela detalles esenciales que definieron el enfrentamiento y nos permite conocer las razones políticas, ideológicas o vitales que condujeron a muchos soldados hasta este momento clave de nuestra historia. Un abanico de hombres y mujeres, de distintas hechuras y carácter, que retratan el paisaje humano de una batalla, pero que también nos brinda la oportunidad de aproximarnos a las mentalidades que predominaban en la contienda. Patricia Monzón más conocida como Pato es uno de los personajes corales de esta novela. Forma parte de la sección de Transmisiones, integrada únicamente por mujeres. Valiente, disciplinada y con unas creencias políticas situadas más a la izquierda que su propio corazón. A los dieciocho años se afilió a la Agrupación de Mujeres Antifascistas, pero, como toda joven de la capital, aún recuerda los bailes en las Vistillas y la música de un tiempo en que no se necesitaba conciencia política. No ha olvidado a los muertos que han dejado los bombardeos fascistas en Madrid y no siente ninguna lástima por los sublevados. Sin embargo, algo se le remueve por dentro al ver sus cadáveres. Los periodistas internacionales Phil Tabb, Vivian Szerman y Chim Langer, son los enviados de la prensa extranjera. Redactores y fotógrafos. En ellos resuenan los nombres de Robert Capa y Gerda Taro. Aunque llegan al frente con permiso de la República y su visión es imparcial, no se engañan ni se hacen ilusiones. La realidad es demasiado cruda y su mirada sobre España es lúcida, cariñosa y lacerante al mismo tiempo. Con ellos entra en Línea de fuego el mundo de los corresponsales de guerra, pero también algunas de las conclusiones y reflexiones más certeras sobre la Guerra Civil española. En la batalla del Ebro se combatió con una ferocidad inusitada. Esto se debió a la presencia de unidades altamente ideologizadas en los dos bandos. En el republicano había numerosos comunistas de carné y gente de Partido que participaban en el conflicto de manera voluntaria y cuya militancia y voluntad estaba fuera de cualquier duda. Entre los nacionales, ese testigo lo recogían los requetés, los falangistas, que no conocían merced alguna en caso de caer prisioneros, y las tropas moras, famosas por sus atrocidades. Pero el grueso de los dos ejércitos estaba conformado por soldados y oficiales que únicamente deseaban regresar vivos a casa. Son los inocentes atrapados entre esas dos posturas enconadas. Hombres que llegaban a plantearse la deserción o cruzarse al enemigo, que sólo pensaban en sus familias y se arrancaban las divisas de su graduación de las camisas cuando atisbaban la derrota o, como refleja muy bien Línea de fuego, rompían los carnés de afiliación para escapar de un posible ajusticiamiento en caso de que fueran hechos presos. En Línea de fuego asoma uno de los motivos que propició la derrota de la República. Los nacionales, a diferencia de sus enemigos, supieron mantenerse unidos a pesar de su diversidad. Compartían un motivo común: había que ganar a los rojos. Uno de los personajes lo expresa con claridad: «…No buscamos revolucionar el mundo; sólo echar a esos indeseables... Y luego, cuando hayamos vencido, ya veremos quién nos decepciona y quién no..». En cambio, la República se desangraba por las divisiones políticas internas, las depuraciones, la desconfianza y las sospechas. En la novela aparecen los comisarios políticos del Partido Comunista y esa disciplina exportada de Moscú que sugería que se podía disparar a quien no avanzara y que si un militar no alcanzaba sus objetivos, ocurría por una única razón: era un traidor. Las mujeres están representadas por la sección de Transmisiones. Han avanzado en libertades, derechos y estudios y temen que esos logros puedan perderse si Franco gana la guerra. Saben que la palabra «miliciano» concede prestigio, pero que su femenino, «miliciana», no. De hecho, ocurre todo lo contrario. Al principio las usaron como propaganda para la causa: esas fotografías de mujeres con el pelo a lo garçon, mono y cartucheras que ilustraron las portadas de las revistas. Pero ya llevan hecha mucha guerra y han pagado un precio por esa imagen de revista. Ahora quieren estar al lado de sus compañeros, pero no como enfermeras en la retaguardia, sino en el frente, para demostrar lo que valen. Las Brigadas Internacionales el último gran combate que libraron fue en la batalla del Ebro. Aquí sus filas sufrieron incontables bajas. Su voluntad ya venía muy quebrada y sus ilusiones diezmadas. Llegaron a España para detener el fascismo, pero pronto comprendieron, como hizo George Orwell, que los sueños son frágiles y se rompen con extrema facilidad. Línea de fuego ofrece una semblanza amarga y verídica de estas unidades, a la vez idealistas y abnegadas, que afrontaron sus últimos días con más resignación que fe. Arturo Pérez-Reverte subraya lo jóvenes que eran los soldados de los dos bandos en la batalla del Ebro. Pero sobre todo subraya la juventud de la quinta del biberón, a la que perteneció mi propio abuelo: Benjamín Genovés. En Línea de fuego les dedica una emotiva descripción: «…En mi compañía tengo ciento treinta y cuatro críos de diecisiete y dieciocho años que hace un mes aún estaban en sus casas: catalanes, valencianos, murcianos... Se les ordenó presentarse con cuchara, plato, manta y calzado. Algunas madres los acompañaban de la mano hasta la puerta misma del cuartel con bocadillos envueltos en papel de periódico…». Todos estos chicos, muchos de los cuales aún no han conocido lo que es el amor y nunca han pegado un tiro, se verán envueltos en los combates sin saber qué hacer, acobardados por la falta de experiencia y su escasa instrucción. Un destino aciago para las generaciones que, en principio, eran el futuro de todo un país. El autor recoge varios ejemplos de la confraternización que se dio durante la batalla del Ebro, uno de los aspectos menos conocidos del enfrentamiento. Los dos bandos llegaron a pactar en diferentes momentos treguas para recoger agua de los pozos, intercambiar tabaco y otros artículos menudos que escaseaban y que, si bien no decantaban la balanza de la batalla, al menos sí servían para sobrellevar mejor tantas fatigas y desánimos. En ocasiones también se permitió que el adversario socorriera a sus heridos. Y todo ello ocurrió porque, como dice uno de los protagonistas de la novela, «…Es lo malo de estas guerras. Que oyes al enemigo llamar a su madre en el mismo idioma que tú…». Los protagonistas de Línea de fuego conocen el frente, pero también lo que sucede en la retaguardia. Un republicano asegura: «…He visto asesinar a mucha gente. Y no por sublevarse contra la República, sino por haber votado a las derechas. A críos fusilados por ser de Falange, a mujeres a las que pegaban un tiro después de acusarlas de fascistas y violarlas... He visto a criminales liberados de la cárcel, vestidos de milicianos, ir a matar y robar a los jueces que los condenaron…». Otro de los personajes de la novela, el falangista Saturiano Bescós, también ha visto cómo se aplica esa misma regla en sus filas y cómo los suyos lo llaman eufemísticamente «depuración de personal desafecto en la retaguardia». Se juegan la vida para informar. Tienen claro, cómo suscriben, que «a un reportero nunca lo asesinan en una guerra. Muere, eso es todo. Lo matan trabajando». Los periodistas de Línea de fuego reconocen que de todos los hombres y mujeres que están en el frente, ellos son los únicos que están ahí porque quieren. También han asumido que los conflictos, por naturaleza, son «criminales». Con estos preámbulos, cubren la batalla del Ebro. No ignoran los riesgos y los aceptan. Con ellos no llega sólo la voz de una profesión y de los riesgos que se corren al ejercitarla, sino también, la visión de una España dividida que sacrificó a lo mejor que tenía en los campos de batalla. Como concluye Saturiano Bescós: «…Cuánto dolor en familias, novias, padres, esposas, hijos. Cuánta fuerza, inteligencia, capacidad de trabajo y promesas de futuro malogradas de modo absurdo…». A través de su trayectoria literaria, Arturo Pérez-Reverte nos ha llevado desde la Edad Media hasta el siglo xx. Un conjunto de historias que nos han mostrado cómo eran las batallas en el pasado. Pero con estas historias también ha descubierto a miles de lectores los motivos y la mentalidad de los hombres que participaban en las guerras. En Sidi, descubrimos no sólo a un héroe, Rodrigo Díaz de Vivar, el Cid, sino también el pensamiento de aquellos hombres de frontera que abundaron en el siglo xi. En la serie del capitán Alatriste delineó a esos soldados de los tercios que luchan por una paga, pero que también son fieles a un rey y una religión, aunque a cambio de sus desvelos sólo obtengan indiferencia; en El húsar, dibujó los sueños de fama que rodea el ejercicio militar y que a más de un joven iluso lo empujó a tomar las armas por Napoleón y descubrir por sí mismo la realidad que esconde la gloria militar; en Un día de cólera, esbozó con maestría el levantamiento de un pueblo ciego de rabia que anhelaba la independencia y deseaba expulsar al invasor; y, en las novelas de la serie de Falcó aporta una reflexión nueva y da fe del cinismo que impregna los credos morales del siglo xx y cómo las lealtades ya no se corresponden con valores o principios, sino con la cartera y con quien mejor paga. En Línea de fuego, el autor refleja, sin tomar partido, las diferentes mentalidades que confluyeron en los años treinta y en la Guerra Civil española. Arturo Pérez-Reverte nació en Cartagena, España, en 1951. Fue reportero de guerra durante veintiún años, en los que cubrió siete guerras civiles en África, América y Europa para los diarios y la televisión. Con más de veinte millones de lectores en todo el mundo, muchas de sus novelas han sido llevadas al cine y la televisión. Hoy comparte su vida entre la literatura, el mar y la navegación. Es miembro de la Real Academia Española. @Violant Muñoz Genovés @ Mediâtica, agencia cultural
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