Por Violant Muñoz i Genovés
La poeta Júlia Peró debuta en la novela con una obra incómoda, tierna y estremecedora a partes iguales, que pone sobre la mesa la vejez y una soledad y un deseo de los que apenas se habla. A Olvido ya nada le parece más evidente que la vejez. Y su soledad. Hace tiempo, demasiado, que su cuerpo se ha llenado de colgajos, ha empezado a deformarse lentamente como el recibidor de su piso, cada vez más frío, húmedo, amenazante. Tanto que Olvido ya no sale de casa ni quiere atender el telefonillo o mirarse en el espejo de la entrada para no tener que atravesar esa estancia de olor acre y paredes de gotelé que se le echan encima. A resguardo en su saloncito, se limita a esperar que el tiempo pase mientras toma café, pinta en su libro para colorear, recita haikus o discute con el gato. Y a la par que espera, intenta hacer memoria. Recuerda, entonces, que un día sonó el timbre y ella temió que fuera un ladrón pero en la puerta había una chica que venía a cuidar de la casa y de ella. La chica tenía la voz suave y una juventud que parecía ser la cura para su soledad. Y una melena negra, espesa, la piel canela, los ojos, los labios: tan bella, pensó Olvido, que la vejez no sabría por dónde empezar a roer. El ritual se fue repitiendo: sonaba el timbre, la chica entraba, traía comida, ventilaba la casa y cuidaba con ternura a Olvido, que de pronto creía ver a su acompañante por primera vez y después recordaba, o fingía recordar, con algo de dificultad y el deseo abriéndose paso en ella, creciendo en cada roce con ese cuerpo lozano. Y trayendo consigo celos, fantasías, vergüenza y frustración ante tanto apetito no saciado. Olvido recuerda también una discusión, un forcejeo en el recibidor. Ahora la chica ya no viene. La nevera está vacía, el libro para colorear, completo y la memoria carcomida de Olvido, mezclándolo todo: la chica, una discusión, las manos cubiertas de grasa de su padre, sus muslos de niña también cubiertos de grasa, ella y su madre marchándose lejos de casa, la madre muriendo vieja y senil en una residencia. Sentada a pocos metros de ese recibidor que tanto miedo le da y hace que su soledad sea aún más absoluta, no sabe bien por qué, Olvido espera que las horas pasen o la muerte venga mientras un ejército de hormigas se prepara para escarbar otro hormiguero. Escritora y artista multidisciplinar, Júlia Peró debutó en 2020 con un celebrado poemario, Anatomía de una bañera, al que le siguió la publicación de Este mensaje fue eliminado, un proyecto a caballo entre la poesía, la narrativa y la experimentación conceptual que se gestó en Instagram y se convirtió en libro en 2021. Explorar formatos de escritura y registros es, sin duda, uno de los motores creativos de una autora joven y polifacética que da el salto a la novela con “Olor a hormiga”, una obra cruda, tierna y perturbadora a partes iguales, que orbita en torno a la vejez. La acción irreversible del tiempo, un hilo que recorre sutilmente toda la producción literaria de Peró a través de motivos como la muerte, el duelo o los mensajes que borramos de nuestras conversaciones cotidianas, cristaliza ahora en las arrugas, la espalda encorvada, los olvidos y la confusión de una anciana que, aislada, lidia con la senectud y su compañera más temida, la soledad. Con apenas dos personajes femeninos y un gato entre cuatro paredes, Júlia Peró compone una historia que cuenta con los ingredientes más característicos de la novela de horror gótico: una mujer encerrada, una casa que se describe como un personaje más y no es refugio sino prisión, y una voz narrativa muy poco fiable que se trama entre lagunas de memoria, recuerdos distorsionados, fantasías, trampas mentales y contados destellos de lucidez. En este género narrativo, que tradicionalmente ha sido expresión de tabús, pulsiones reprimidas y miedos colectivos, la autora encuentra una batería de recursos para hacer frente a los fantasmas y narrar la vejez entendida como una decadencia física y mental que no se elige, simplemente sucede; pero también, como una realidad incómoda que se suele invisibilizar o, en el mejor de los casos, reducir a un puñado de inofensivos lugares comunes. Entre aquello que Olvido nos cuenta y la forma que adquiere un relato salpicado de bucles, desdoblamientos y ambigüedades existe una correspondencia que es la manifestación misma de una conciencia carcomida por la edad, el aislamiento y el miedo latente, y al mismo tiempo, de todo aquello que se le niega a la representación de la vejez: el deseo, el sexo, la vergüenza, la rabia y la frustración. Al ritmo de una narración que mezcla y yuxtapone presente, pasado e imaginación, Olor a hormiga se revela como una novela que combina terror y gestos del thriller, y a su vez, como una inesperada historia de amor no correspondido, un relato de violencias domésticas que, como los traumas de infancia de la protagonista, discurre bajo la superficie, y una obra atravesada de metáforas donde entre zánganos, una casa tomada por las hormigas y el contacto de un cuerpo viejo con otro que irradia juventud, se halla un modo de insinuar lo que la memoria borra, los silencios esconden y la lengua no puede expresar de forma directa. A través de la delicada sencillez de un haiku o del horror y lo siniestro que se materializa en un recibidor sombrío, los estremecedores retazos de memoria de una anciana y aquello que la mujer calla, Júlia Peró hurga, con atrevimiento y una singular sensibilidad, en la intimidad. Brutalidad y belleza, tanta violencia y carencias como ternura, se conjugan en las páginas de una primera novela que, anclando allí donde soledad, deseo y dolor se entrelazan y alimentan mutuamente, da voz y restituye el cuerpo a una vejez femenina que, nos recuerda Olvido, es vista apenas como pura obsolescencia, un resto de existencia en el que la posibilidad de amor parece no tener cabida. © Violant Muñoz i Genovés © Mediâtica, agencia cultural
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