Por Miguel Ángel Avilés
Yo no sé si la delincuencia se acabará algún día o propio de la condición humana, durará para siempre. Yo no sé. Lo cierto es que, desde que tengo memoria, y considerando que es el Estado el del poder y el dueño de la facultad para ir tras ella y castigarla, pensábamos que todo sería algo así como un combate entre el Canelo Álvarez contra de Alfredo Adame con todo y sus patadas, o Javier Solís en mano a mano con Natanael Cano o Manchester City contra el Cruz Azul. Así de fácil. Así de asimétrico. Atacan dos, defienden cuatro. Esa era mi lógica y no teníamos porqué sufrir los siniestros del crimen. Los buenos eran dueños de lo más efectivo a fin darle en todo un 10 de mayo a los que trasgredían la ley y atentaban en contra de la vida, la integridad, la salud y el patrimonio de esa gente que había decidido vivir de lo cosechado por ellos mismos y no del botín que lograban a costillas de lo ajeno. Así pensaba yo, pero entiendo que eso era parte de mi inocencia que hasta ahora conservo. Preciso: de mi inocencia y de lo que tenía frente a mí en un periódico, en la tele, en las pláticas entre adultos y de los macanazos que le propinaban al delincuente habitual de la colonia que se había robado un estéreo, un tanque de gas, la manguera que vio junto a la puerta, el medidor de la luz o un pantalón levis 501 que estaba colgado en el tendedero expuesto al sol para secarse. Eran muchas las películas que había mirado seguramente y como en estas, los buenos vencerían a los malos, volvería la calma, se iría el peligro y todos viviríamos felices para siempre. El tiempo pasó y de esa delincuencia que viví de niño en donde lo más peligroso lo fue esa banda llamada de Los Pantaloneros de los que hablé tres renglones atrás, pasando por una vecina mal encarada que se metía por las ventanas a las casas para robarse los cuentos de la Pequeña Lulú, Archie, Hermelinda Linda y demás nos trasladamos al crimen de alto impacto, suculenta materia prima de revistas como La Alarma, en donde podías ver a descabezados, apuñalados, quemados y así, hasta llegar en años digamos recientes a los sucesos en los cuales destacaba el bautizado como crimen organizado, ese que no puede explicarse su existencia sin la complacencia del estado. Con sus excepciones, policías y delincuentes vivían aparte y no era común identificarlos como la arena y el mar entrelazándose por la marea, no sabiendo a ratos quien es una y quien es el otro o en qué momento consiguen separarse para dejar claro que no existen el uno para el otro. La ciudad de ustedes y la mía eran más chicas lo cual permitía la interacción gustosa y hasta admirable con los guardianes del orden a quienes se le llegó a ver con cierta idolatría pues frente a una pandilla, dos rufianes o unos cuantos bandoleros eran demasiada pieza. Pudo rayar en el estigma al considerar que alguien de rostro agrio y greña poblada de orzuela indiscutiblemente era un delincuente pero tal vez era una forma de pintar raya y confiar que en el otro frente estaban los honorables y bien portados, incapaces de estrechar lazos de amistad con el equipo contrario o andar intercambiando camisetas entre sí porque luego ocurría el desprestigio de la corporación y esta empezaba a desmoronarse porque algunos elementos habían cruzado la rayita para sumarse al grupo de los forajidos. Creeré que la fuerza pública vencía siempre porque su aliado era el pueblo bueno y sabio, y juntos eran dinamita. Sí, es una cursilería o un lugar común resumirlo así, pero quiero decir que había una especie de pacto ya que, por encima de todo, nos importaba la tranquilidad y queríamos conservarla. Pero de pronto algo pasó y si las causas son muchas, no es ahora ni el espacio suficiente para enumerarlas, más bien, tenemos que aceptar que la corrupción y la impunidad rompieron el dique que separaba a los perseguidores - el Estado - de los perseguidos - los criminales y más pronto que tarde la promiscuidad delincuencial ya no distinguió colores, al punto de que ese antagonismo dejó de ser tan marcado y entre sí ya parecen sinónimos. La violencia agarró parejo y al interior de las fuerzas del orden la trasgresión de la ley, el dinero mal habido, los abusos de poder tomaron un rumbo exponencial que no tiene para cuándo detenerse. Los causantes de secuestros, de asaltos, de robos, de saqueos, y otras conductas parecidas estaban aquí y allá, pero tomados de la mano y a la postre, como gobernados o como ciudadanía, nos quedamos solos, desamparados, sin que nadie garantice nuestra protección y en clara desventaja ante una ofensiva incansable, dispuesta a seguir aumentando las cifras de muertes y de terror. No. Desde años atrás pero sobre todo en la historia reciente, el Estado, en ningún nivel ya no es el gran protector, sino al contrario, jugó a traición y en nombre de la democracia nos grita ¡arriba las manos! "Si no puedes con el enemigo, únete a él" pudo concluir y así lo hizo, sin pensarla dos veces. El mal nos tiene a su merced y a tiro de piedra. Cuánto riesgo y sin mucho por hacer porque es su ofensiva, estamos en clara, muy clara desventaja. Mírenlos: ahí vienen, son insaciables. Así no se puede. Defienden dos, atacan cuatro. Y aún hay más.
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Miguel Ángel AvilésMiguel Ángel Avilés Castro (La Paz B.C.S. 1966.). Es abogado por la Universidad de Sonora. Practica el periodismo y la literatura desde 1990. Archives
September 2024
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