Por Miguel Ángel Avilés
Ayer que desperté me vi al espejo y, por obvias razones que espantarían a cualquiera, me quedó más que claro que ya me urge un corte de cabello pero pues no se ha podido y me tengo que aguantar. Sé que ya me ando pareciendo a ese Leonardo Cuellar setentero o al otrora centrocampista camerunés Cyril Makanaky pero ni modo. Qué no haya atendido ese detallito personal ¿es bueno o es malo? Sí y no. Sí. Porque eso de ir a la tienda, eventualmente y que unos niños que hace apenas unos meses saludabas a diario, ahora, a mi paso, agarren una piedra por si las moscas y me saquen la vuelta como si fuese un desconocido, no es de Dios. No. Si lo primordial en estos momentos es prevenirnos, cumplir con la sana distancia y no salir por puro gusto para no arriesgar a nadie, mucho menos a nosotros mismos y desde luego a la familia, nomás porque el señor quiso ir a que le dieran una manita de gato en tal o cual peluquería, barbería, estética o salón. Entonces ya depende de que estamos poniendo por delante y que estamos valorando durante este confinamiento. Claro, si es que este fenómeno nos ha dejado como lección el valorar la vida, lo simple, las cosas sencillas, lo que siempre hemos tenido y nos pasa de largo, porque a la mera hora nos vence lo superfluo o lo no tan urgente y lo esencial queda para lo último o, si me apuran tantito, en el olvido. “Es que ya quiero salir” afirma el desesperado. “Ni modo, tengo que salir “anuncia quien, sin más remedio, deja su casa en busca del único sustento. “No puedo más “confiesa alguien con cierta crisis de ansiedad, totalmente comprensible. No obstante, buena parte de ellos no agarran camino porque al final del día prevaleció la sensatez. En cambio hay otro sector, un gran sector que, sin un motivo apremiante, más que con la aviada que le dicta su estupidez anda como pedro por las calles, sin cubre boca, llega a la tienda de autoservicio como si entrara a su recamara o se alista para atender la significativa convocatoria que hicieron dos amigas de él para reunirse esta noche en la carne asada en honor a otra amiga, o a su tía que ya invitó a dos o tres vecinas o no está como para desairarse ese aquelarre. “Es que no soporto estar encerrado” “es que no me puedo perder esa reunión” “es que siento que me ahogo y ya quiero salir”. Sí, yo también quiero salir y necesito salir. Para ver a los amigos y amigas , volver a la oficina, tomarme un café en el mercado, desempolvar expedientes, caminar por la ciudad, comer en un restaurant, viajar a mi tierra, sentarme en esa silla de mi estilista, claro y otras tantas cosas que hacía antes de este confinamiento y de esta pandemia que nos obliga a permanecer en casa pero aún puedo , por mi bien , el de mi familia y por ustedes mismos no puedo. Acaso únicamente vamos por mandado, a pagar un servicio, una impostergable encomienda laboral y para atrás. Y cómo les puede estar pasando a muchos, a ratos la situación se torna desesperante y no es para menos , si considerados que ,después de casi cinco meses no sé si estoy en la casa por mi propia voluntad , si me tienen arraigado y no me he dado cuenta, si me decretaron alguna medida precautorio de arresto domiciliario o estamos participando en un Big Brother y nadie me lo ha informado. No obstante estoy vivo y estoy bien (bueno, eso creo ) y también lo están aquellos que ,al haber cumplido hasta ahora con todas las medidas de prevención encomendadas , su salud no ha sido víctima de esta amenaza que es el coronavirus o si caso vivieron el contagio corrieron con mejor fortuna que otros y otras a quienes hoy lloran y lloramos. Eso debería ser en todos lo más importante. Que no somos parte de las estadísticas irreversibles, que seguimos encuarentados pero a salvo y por lo tanto, todo el demás sale sobrando. Debería, dije, nomás que no es así y a ratos nos ponemos a despotricar contra este y aquel, contra lo otro y aquello. Aparte, sin hincarnos a pesar de escuchar los truenos, nos da por despotricar por esta situación o porque el concierto del grupo que a ustedes le dé la gana, ya se aplazó por quinta vez. Todo esto que leen, lo pensé ayer, después de medio peinarme para no andar causando sustos con estas mechas y que me tocó hacer, obligadamente, algunos de esos trámites que les digo y al llegar a esa esquina, ahí estaba un hombre que me hizo olvidar mi cabello y, todo lo que soy y quiero , lo cual se vuelven la nada frente a una condición así que bien puede ser el retrato o la imagen de lo que sí es vivir en el encierro, en el abandono , en el dolor , en la necesidad , en el esfuerzo y en la resistencia que algunos de nosotros solo hemos aguantado hasta ahorita durante cuatro meses. Pero ese viejo encorvado, de dientes incompletos y amarillos, con una bolsa en su espalda para lo que pueda encontrar en el camino, un rústico bordón en su mano derecha para no caerse cuando el único ojo que tiene le juegue rudo y no vea por donde pasa, lo ha vivido desde hace muchos años o quizá toda su vida. Yo, al menos, sentí vergüenza mas no dije nada. Solo me observé por el retrovisor para medir el tamaño de mi sonrojo y también lo vi a él donde se iba alejando, poquito a poco, mientras sus escasas greñas le volaban.
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Por Miguel Ángel Avilés
RETRATOS (HABLADOS) DE CIUDAD. RETRATO I Alejandra, de diez años, rubia y de ojos bailarines ella, escucha a su abuela que le habla sobre la historia del Mercado Municipal y la tradición del café en este lugar. La niña pone atención cuando su abuela le apunta hacia las fotos que cuelgan de la pared para que las vea, mientras le habla de aquellos tiempos. Alejandra ve con atención aquellas fotos como si se adentra en cada imagen. La abuela hace una pausa para pedir algo y Alejandra, aprovecha para hacerle la pregunta que nació después de ver esas fotos: "Abue: ¿y a ti te tocó la vida en blanco y negro ?...la señora le responde con una sonrisa como quien se sorprende y la abraza con suavidad sin decirle nada. Alejandra también insinúa una risita y, sin más, clava el tenedor en ese tamal de elote que le acaban de traer. En la pared también otros sonríen y una sombra baja de allí para pagar la cuenta. RETRATO II Él es José Núñez Valenzuela y jura que él echó a rodar esa leyenda ya mundial de que la canción Hotel California de Las Águilas, fue inspirada en el hotel de Todos Santos que lleva tal nombre. Asegura que corría el año 1976, cuando él se lanzó a la Librería Ramírez y ahí estaba el nuevo LP del famoso grupo, en cuya portada aparecía la imagen de un hostal. José le puso cuidado al diseño, observó aquello y asegura que se le figuró mucho al que, para entonces, ya existía en el ahora pueblo mágico. Con esa emoción fue a mostrárselo a su palomilla, también consideraron que tal versión podía ser cierta y, de ahí pal real, la historia, como el mismo José lo cuenta, se propagó por aquí, por allá y parece que hasta en el De Efe, donde los shakas de la publicidad le dieron más vuelo. Todo esto guarda en la memoria José y sí así le llegan los recuerdos, es porque seguramente así pasó. Hay otras versiones que cuentan lo contrario y refieren que el motivo de esta musical inspiración está cruzando la frontera con el gabacho, pero después de todo lo que ha significado esta leyenda en la región, para qué demonios habríamos de desmentir al buen José. Mejor que siga, por siempre, volando como águila, esta verdad. RETRATO III Ella, una mujer de cuerpo enjuto, pantalón de mezclilla raído, gorra beisbolera y manos aferradas a los cuernos de esa bicicleta color moho, esquiva un carro y otro y otro y avanza como quien habrá de llegar a su destino cueste lo que cueste. Ha salido de no sé dónde, tal vez del semáforo del bulevar solidaridad y camino del Seri que se puso en luz verde y continuó de frente , llevando en la parrilla a quien puede ser su hijo de escasos años , con mochila escolar en la espalda y abrazado a su madre como un koala, tal cual se agarra con las uñas de la ladera para no caer al precipicio porque sabes que cualquier bache y montículo mal puesto puede llevarlos a caer de golpe en esa terracería y dicen que de esa forma es cuando te besa el diablo. Pero ella no se detiene y sigue en un serpenteo hasta que encuentre su destino, esa escuela que ya espera a su hijo a la cual ha decidido llevarlo a diario, con lluvia o con viento, con un eclipse o una tempestad, con una tormenta de arena o lo que sea, que aquí nadie se raja frente a esta vida azarosa donde le tocó vivir. No cabe duda: todo lo nuestro, es una suma de instantes. RETRATO IV Él es José, astrónomo autodidacta, discípulo de Antonio Sánchez y, sobre todo, un hombre bueno en esta ciudad. Cuando lo vean, salúdenlo y pídanle que les hable de su oficio; les dará una cátedra sobre el universo. Pídanle también que les cuente, con la emoción que lo hace, cuando le teloneó como aficionado, a José Alfredo Jiménez, la última vez que el ídolo estuvo en la ciudad allá por 1972; ya de paso, que les cuente cuando, siendo un niño, se enfrentó en cruenta batalla al perro más feroz del barrio, encarnando apasionadamente el papel de Caje, aquel famoso personaje de la legendaria serie Combate, que tanto le gustaba ver en esos tiempos. Por supuesto que el triunfo fue para José, perdón, para Caje: al perro se le quitó lo bravo, le metió una chinga. Los que vieron la batalla dicen que José los aprisionó con sus brazos y rodaron por el suelo como dos fieras del mal. El perro soltaba unos ladridos largos y bufaba soltando espumita como si trajera la rabia, pero era el coraje, ese que te entra cuando no puedes vencer, pero además de están venciendo. José, camuflajeado de tierra quedó con todo su cuerpo encima del perro y le aplicó una llave en su pescuezo para inmovilizarlo. El perro fue quedándose quietecito como dando un aviso para recibir piedad. Caje siguió apretando sin tregua a su enemigo hasta que ya no se escuchó ningún quejido. Cuando se levantó, su mirada fulgurante se clavó por un buen rato en la figura del vencido. Después salió a trote con dirección al cerro a esperar paciente la llegada de un lucero. RETRATO V El Armando era un tipo noble, aunque, por su figura, pareciera todo lo contrario. Cada fin de semana, en esa terraza y con una cerveza cada uno, solía contarme, cual, si tarde que temprano tuviera yo que hacer su biógrafo, la manera en que partió de niño con toda su familia al otro lado como migrantes y las peripecias que eso significó. Seis o siete años o menos tenía dice esa vez que junto con su hermano Alfredo, el gringo, fueran despertados muy temprano para que cantaran el himno nacional norteamericano y así mostrarles a los agentes de allá qué tanto conocían a ese país donde se quedarían por largos años en busca de una vida mejor desde aquella vez que su padre aceptó el contrato como tornero y así intervenir en la fabricación de bombas que ese país utilizaría en la guerra de Vietnam. Me contó esa cosas y más, en español, el que siempre conservó gracia a doña Aida, su madre que un día allá murió de cáncer y en el inglés que solo él y yo entendíamos a modo de juego pero que él supo aprender tan bien como su papá hacia su trabajo en la fabricación de esas bombas. Toda muerte duele y duele más cuando es propia, nuestra, de la familia. Por eso me duele todavía hoy de mi amigo Armando que de pronto una tarde cayó muerto a causa de una infección mal atendida. El Mamo, desde entonces, ya vuela a otras latitudes, a otra frontera como esa que cruzó con el candor de un niño que da pasitos grandes, sin saber a dónde va. |
Miguel Ángel AvilésMiguel Ángel Avilés Castro (La Paz B.C.S. 1966.). Es abogado por la Universidad de Sonora. Practica el periodismo y la literatura desde 1990. Archives
September 2024
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