Por Miguel Ángel Avilés
I.- ¿LA PATRIA ES PRIMERO? Acá en el sur y con destino hacia la metrópoli, el tráfico fluye tranquilo, con paciencia de quien sabe que, tres minutos tardes, es mucho mejor que un minuto de silencio. Eso de la precaución siempre es bueno para todos. También son buenos los jugos de naranja, de toronja y verdes. Muy coloridos, quizá, porque la mañana sabe que estamos en septiembre, el mes de la patria o lo que queda de ella, después de largos años de festejo, donde el semblante alegre de la gente, posterior a tantos vivas, contrasta con el de la mañana siguiente y también con la cabeza del periódico que anuncia el rodar de una cabeza como pasó con la de Hidalgo, sin que hubiera sicarios ( supongo ) pero no me crean mucho porque yo no lo sé de cierto. Era cuando el país se dividía en pueblos, voces, paisajes y ciudades y no en cárteles, pero también andaban agarrados del chongo, unos contra otros, sin dar ni pedir cuartel y al que no fusilaban, lo asesinaban a mansalva o los decapitaban, haciendo de estas batallas, viles masacres en nombre de la libertad de una nación que todavía no la alcanza, plenamente y sin embargo, a todos, sin excepción se le dio títulos de héroes o heroínas. Muy mal, porque, por más que algunos hayan sido o alcancen esta categoría, pero otras nomas destacaban por sanguinarios al mando de un general de la región o jefe de la plaza que tomaban como hoy lo hacen las células de aquí, de allá y más allá, temiendo ya que el día de mañana, dios no lo quiera, veamos en nuestra emblemática figura a un sicario arriba de un nopal, ejecutando a una serpiente. Muy mal, dije, muy mal. Pero la patria es PRImero, dijeron y lo siguen repitiendo. II.- SALDO BLANCO No hay nada que reportar. Acaso la fachada de lo que, hará los años, era un gran tianguis, por el solo nombre no por los precios y actualmente, aparte de lo que él queda, destacan pizzerías, tiendas reconocidas de ropa, calzado aparatos eléctricos y la fachada de unos aparadores donde escogió para darse piso un joven, ex servidor público, colgándose de una viga, minutos después que agarrara a balazos a su esposa en un hotel. Ahorita, desde esta parte, no hay nada que reportar, acaso el entusiasmo de que es fin de semana y los cuerpos sueltan del aire contenido por el trabajo de cinco días y sus caras cambian de semblante. Hoy no hay nada que reportar, acaso el saldo blanco que, por fortuna, podemos apreciar en el trayecto. No hay, pensamos, y no obstante, tenemos frente a sí, las cosas más sencillas, que en ocasiones las perdemos de vista: El olor del café mañanero, los buenos días de un vecino, la salud y un calor que ya tiene los días contados en esta temporada. Nada que contar, acaso un loco que contempla la ciudad y la escribe, como haciendo un retrato hablado de un pedacito de ella, nomas. Pero no es él quien se pronuncia, son las cosas que ve con los ojos de otro que pasa a su lado, diciéndole al oído que ha muerto y que ahí le encarga lo que ha dejado de urbe hace más de tantos años, cuando apenas lo más violento era un pleito de cantina entre dos parroquianos camorristas que apostaban su honor, a fuerza de quedarse el victorioso con el sórdido amor de una prostituta. Es la noche callada de un pueblo cercado por naranjos que mira pasar el tren repleto de ilusionados, de los cuales, algunos de ellos, a los días serán encontrados en puros huesos en un gigante panteón de ese lado de Arizona en donde acaso solamente unas ramas secas tropiecen con él y tanto difuntito a punto de volverse polvo. Y sin embargo, la patria es primero. III.- (IN)ÚTILES A LA PATRIA Hace algunos años, un grupo de amigos platicaba, acaloradamente, sobre la Guardia Nacional, de la milicia, de lo que estaba haciendo Calderón, de cómo antes se les señalaba a los soldados como represores, pero que ya se les quitó, que ya pronto serán buenos y todo ese tema que para bien o para mal está en boga. Yo iba a meter mi cuchara, pero, al ver que todo se centraba entre que si eran o serían malos o entre que ya son buenos o no lo son para lo que hoy requiere el país, mejor me autocensuré como ya se está haciendo costumbre y, mientras aquellos concluían algo, me puse a recordar cuando hice el servicio militar y en donde, a la hora de clasificarnos para servir a México, no eran nada políticamente correctos ni se andaban con medias tintas por más drástico que se escuchara: era útil o eras inútil a la patria, no había de otra, le hicieras como le hicieras. Querían decir que en caso de tener que responder al llamado de una movilización de la reserva a la que pertenecieras, a fin de participar y contribuir a la seguridad y defensa de la Nación, si así se necesitara, pues no era conveniente darle ventajas al rival en turno y por lo tanto se buscaba contar con pura maquinaria pesada cuando tuviéramos que enfrentarnos, cuerpo a cuerpo, contra el extraño enemigo o en ejército invasor y no ser derrotados, a la primera de cambio, por no haber llevado a los más aptos. Lo entiendo muy bien , pues nada bueno nos traería a la hora de los resultados si de aquel lado su respectivo batallón se componía de tipos atléticos, bien comidos, de casi dos metros de estatura , con artillería de vanguardia , mientras que este se había acabalado con dos sin un brazo como Álvaro Obregón o cinco tenían el pie plano o más de uno tenía las piernas más disparejas que su seguro servidor. Pero si el término de inútil a la patria se escuchaba fuerte entonces, cuantimás hoy. Sin embargo, en esos años ni se inmutaban, sólo te hacían un examen para corroborar cuando no era notorio el problema de salud o para evitar que algún flojito quisiera pasarse de vivo simulando estar enfermo, y, a los certificados por el médico con esa condición, los ponían bajo la sombra de un mezquite para que no se fueran a exponer, para que le enseñaran a leer a otro o nomás para que platicaran entre sí, en tanto que los considerados aptos trotaban en pleno rayo del sol, marchaban alrededor de un terreno,hacían lagartijas o subían un cerrito. El estigma no para ahí. Por el contrario, esto quedaba para siempre pues, al liberarte la cartilla, ésta tenía grabada una leyenda como para que no se olvidara nunca: inútil a la patria (pudo decir de otra manera, pero yo recuerdo esa leyenda y ya lo dijo el Gabo : “la memoria no es lo que pasó sino lo que uno recuerda”. Fin del debate. Supongo yo que eso de ser “inútil a la patria” tuvo y ha de tener múltiples definiciones e interpretaciones tan encendidas como la charla que tenían mis amigos esa mañana en el mercado. Entenderé además que el marco jurídico del servicio militar lo prevé o que, en el contexto actual, términos así, con una carga despectiva o discriminatoria, puede que ya no existan. Yo busqué algo ahorita, pero como el cierre de la edición me apura, no me amplié a fondo, más bien cito la primera que encontré en Internet porque parece ser que no soy el único que tiene dudas y aquí se las comparto: Una sorteada pregunta: — “El pasado febrero de este año iba a entrar al servicio militar. Pero una vez que entre cuando hicieron el pase de revista me dijeron que pasara a la enfermería. Dijo el médico militar que íbamos a traer problemas cuando consigamos algún trabajo federal por ser inútiles a la patria. Qué tan cierto es esto ¿Qué consecuencias traerá ser un inútil a la patria? Mejor respuesta, según google: Pues las consecuencias es que no podrías dedicarte a nada de Seguridad Nacional como Policía Federal, Ejército, Fuerzas Armadas, y policías locales. ... ¡Pero velo por el lado bueno, si eres inútil a la patria puedes ser diputado, senador o hasta presidente! Tranquilos: la publicación es viejita, data de hace muchos años y nada tiene que ver con la realidad actual. Nada.
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Por Miguel Ángel Avíles
“El lobo siempre será malo si solo escuchamos a Caperucita”(expresión popular) Doña Josefa Ortiz de Domínguez se parecía mucho a una tía mía y Don Guadalupe Victoria portada siempre unos pantalones muy similares a unos calzoncillos de manga larga que usé yo durante los inolvidables días que me pegó el rotavirus o el parvovirus o las dos cosas, aquella histórica semana de fin de año en la que mi madre me negó tres veces, ante la visita, en casa, del doctor, nomás de pura vergüenza al verme en esas fachas, ahí, en ese cuarto en donde yo estaba segregado y oliendo, intensamente, a vaporub. Estas imágenes que uno guarda en su memoria, para luego recurrir a ellas con tal o cuál intención, son las que se quedan grabadas ya sea por qué no nos tocó ver otras o porque son la únicas que recordamos y por lo tanto consideramos que así ocurrieron. Bien decía García Márquez que “la vida no es la que uno vivió, sino la que uno recuerda y cómo la recuerda para contarla”. Es más, no sé si en verdad así lo dijo, pero a los mitoteros que les da por recopilar frases, dicen que sí y yo les creo pero si no me las hubieran machacado a lo largo de mis años escolares, como verdaderas, yo no las creyera. No porque no se hubieran dicho, es lo de menos, más bien porque no me imagino a un fedatario, tomando nota de cada una de ellas al momento de acuñarse. “Familia: ahorita vengo, iré a cazar algunas frasecitas”. Y no me lo imagino porque son tan diversas las situaciones donde se le atribuyen a los autores, muchas de ellas peligrosas o con un alto grado de dificultad , que más que andar tomando notitas para la posteridad o grabándoselas de memoria , uno hubiera preferido salir de ahí corriendo o guarecerse en cualquier rincón, mientras pasaba la marimorena. Lo mismo me pasa con muchos personajes de la historia (de México y del mundo) y, si me apuran, también con la microhistoria que de su significado no hablaré ahorita porque no quiero. Más bien quiero decir que eso ocurre con algunos pasajes de nuestra particular manera en que recordamos la historia y, en concreto, la historia oficial que nos fue enseñada en la educación que recibimos y que , por más que después hemos profundizado sobre tal o cuál tema , en ese álbum mental que guardamos en la memoria, quedan como cicatrices una que otra imagen imborrable, como esa cara de Don Chema Morelos y Pavón , con el pañuelo apretado en la cabeza cual si lo hubiera traído para arriba y para abajo, siempre, para atenuar su migraña, sin habérselo quitado a lo largo de toda su insurgencia, ni para lavarlo. Igual me sucede con Juan Aldama y Vicente Guerrero, a quienes no ubico sino es con ese ropaje que los cubría hasta el cuello y con un look de galanes mexicanos de los años setentas o listos para ir a una fiesta de Halloween, con unas patillas y un pelo muy desaliñado como si saliera apurados de su casa o no se dieran tiempo de llegar de pasadita a la peluquería de su barrio. Tales recordancias, nos hace suponer que esté o aquel personaje era así, como lo vimos en el libro de texto de la primaria o como aparecían impresos en esas estampas que comprábamos en la papelería del barrio para cumplir con la tarea al otro día o para memorizar lo que estaba al reverso y escupirlo, lucidores, el siguiente lunes en los honores a la bandera. Es decir, no hubo paparazzi alguno que fuera capaz de captarlo luciendo unas bermudas floreadas o en mangas de camisa o saliendo un domingo de misa o departiendo con la chusma en una calle , a pesar de que quizá habría material suficiente , considerando que su comandante en jefe de toda esta bienaventurada transformación era, según dicen los investigadores, muy aficionado al sano esparcimiento como las peleas de gallo y otros quehaceres de relajada moral , una conducta que sus más cercanos colaboradores y desde luego los de más abajo no tendrían porque no imitar o emular, considerando que en movimientos de esta naturaleza, siempre es así: prevalece el dogma y la adoración irracional, por encima del libre pensamiento. Algo parecido ocurre también en la vida de cada quien y de cierto episodio o de tal o cual familiar de quien tenemos un retrato que buscamos con el recuerdo cuando llega la añoranza y el puchero. Yo no sé, en verdad, como era la corregidora, pero si pienso en ella, aparece esa mujer, casi siempre de perfil o en la figura a tres cuartos, con un molote y una mirada tierna e hipnotizaste que retuve en mi mente para siempre y así se ha quedado y se quedará, por más que un investigador o un descendiente de tan distinguida señora, me traiga ahorita una fotografía tomada en esos años y no se parezca nadita. Por eso lo asocio y digo que se parece mucho a una tía mía quien, invariablemente, solía andar con un chongo, día y noche, de la sala a la cocina y pudiera jurar que tenían idénticas facciones y una media filiación que, de haber coincido en el tiempo y espacio, pudieran confundirse, con tan mala suerte para mi pariente que a ella hubieran aperingado y no a la esposa de mi tocayo don Miguel Domínguez. Ambas son nomás un ejemplo porque si me pongo a dar otros, este ejercicio se volverá interminable. Sí, porque cuento con un buen amigo abogado que, si le pone usted cuidado, le da cierto aire o mucho a Don Miguel Hidalgo. Igual, si observo el perfil que más destaca de Leona Vicario en el ciberespacio, con esa pose como para título universitario, con unos caireles luciendo sobre sus sienes y que antaño decían que solo se los dejaban las mujeres casaderas, se me vendrá a la cabeza el bello rostro de una personita muy querida por mi cuando se graduó de secretaria en la academia comercial Salvatierra. Ni modo, es la memoria o la desmemoria, pero así las recuerdo y mi plano cerebral las tiene inscritas de esa forma. Pueden que estén interesados en saber por qué encontré semejanzas entre Guadalupe Victoria y un servidor aquel año que convalecía del rotavirus, y mi madre me negó tres veces ante el doctor porque le daba penita que me vieran en esas fachas. Les repito: yo usaba esas prendas tan parecidas a las que, como si nunca hubiera traído otras, siempre lo hacen lucir en toda estampa al primer presidente de México. Claro, él fue una de las figuras más destacadas en la Guerra de Independencia de este país frente al Imperio español y mi currículum aún no llega a tanto ni llegará, así es que en una escrupulosa comparación, pues concluirán que el único parecido, entre nosotros, eran esas prendas y ciertos episodios de epilepsia. La valentía, el aplomo, el arrojo, la destreza militar ¡al carajo! Ni a los talones le llego, por más que las masas se encaprichen y me quieran contradecir. Al respecto, pues, nada tengo que alegar. Pero no olviden que el tema es otro: el de la memoria y las desmemorias que, para bien o para mal, saltan en uno y se hacen presentes, como huella digital, en cada uno de nosotros. Son chispazos instantáneos que traen recuerdos o estos se hacen olvidar, vayan ustedes a saber. Son juegos reminiscentes que a veces nos trae el tiempo y aunque sean ciertos o sean una vil mentira, dejamos que lleguen y, como unos niños, en los honores a la bandera, nos ponemos a jugar. Por Miguel Ángel Avíles
Cuando hice la primera comunión, se me dijo que a partir de ese momento, ya podía comulgar e ir al confesionario a decir todos mis pecados. Que emoción. El pecado, según leo, es la transgresión voluntaria de la ley divina o de alguno de sus preceptos. Es decir, el pecado es visto como todo aquello que se aparta de lo recto y justo, o que falta a lo que es debido. En cuanto a la Primera Comunión, esta es una ceremonia importante para un creyente y en la vida de todo niño al que se le modela esa importancia, también. En ella, se recibe el Sacramento de la Eucaristía transformado en pan, es decir, la hostia y en vino, símbolos que representan al cuerpo y la sangre de Cristo. Pero desde aquel entonces hasta ahorita, no me ha tocado que me den el vino y entiendo que, al respecto sigo a medias, pues ningún padre nos ha compartido de su copita. En mi caso hice la primera comunión de pura chiripa; tenía once años y ya se me andaba pasando, de no ser por el Joseloco, quien me convenció que fuéramos a la capilla del Perpetuo Socorro, y así lo hicimos. El horario era de las tres a cuatro de la tarde, me parece, llegando puntualitos, cuando más sueño da pero resulta que él acudió cinco o seis veces nomas, dejándome con el paquete a mí, sin saber si volvería o ese año el vaticano tenía ofertas y la cosa estaba al dos por uno. Quien sabe, pero ya desde entonces era todo un soldado para eso de cumplir las reglas que mi quehacer diario me imponía. Por más que por esas fechas mi madre había tenido un encontronazo con el grupo al que llegó a pertenecer y que en la iglesia de la colonia se le conocía como “Acción Católica”, yo continúe asistiendo a misa, con tal de seguir al pie de la letra las ordenanzas que durante algunos meses nos pidió la catequista. Recuerdo que, por culpa de ese pleito, cuya indignación le duró buen rato, estuvimos a punto de volvernos aleluyas, Es que un día, mi madre llegó toda desilusionada y no regresó más a esas reuniones. “Son una bola de hipócritas”, gritó, refiriéndose con desdén al resto de las accionistas. “Muy en ellas andan adorando a Dios y son más crueles que el demonio”, esgrimió. Como si nos estuvieran vigilando, una tarde cualquiera que jugábamos fútbol en la calle, vi que se acercaron cuatro hombres encorbatados, quienes, a bordo de sus respectivas bicicletas, arribaron a la casa de ustedes y se pusieron a platicar con miamá. Con una pulcra cortesía y una labia que ya la quisiera cualquier candidato, le hablaron del Señor y del mundo, de las maldades y de la catástrofe que venía, de la palabra de Dios y del reino de los cielos. No tuvo derecho a réplica. Fue un monólogo certero, tanto que, al otro día, puntualitos, ya estaban de nuevo en la casa para llevarnos a su templo. La decepción de mi madre hacia la mentada Acción Católica había llegado lejos, pues aceptó casi de inmediato; pero, precavida, se llevó de refuerzo a una de mis hermanas y a mí. Así llegamos a una construcción extraña, de la cual sólo recuerdo su color enteramente blanco. Seguros de que habían hecho una gran labor de proselitismo, no recibimos ninguna explicación de aquellos hombres. Sin más, nos condujeron a unos cuartos dejándome a mí en uno y a mi madre y hermana en otro. Yo no entendía nada, menos lo entendí cuando uno de esos tipos tocó a la puerta y me alcanzó un traje de manta blanco como de karateca. “Póntelo”, dijo, y en sacramental silencio, se regresó por donde vino. Después me enteraría que en el cuarto de al lado otro amigo hacía lo mismo con mi mamá y hermana. Ahí la llevaban, pero uno de ellos abrió la boca de más y empezó su debacle. “Ahora iremos a la pila bautismal”, les advirtió imprudente; y mi madre, que poquito le faltaba, la pescó en el aire. Apretó los dientes, se abrió paso y enardecida exigió la devolución de su chamaco. Si a los aleluyas, mote popular de aquel entonces, se les había caído el circo, a mi madre casi se le caen las naguas cuando me llevaron ante ella ataviado con esa estrafalaria vestimenta. De inmediato ordenó que me la quitaran. Luego, herida en su orgullo, pero refrendando ahora sí su fervor católico, nos tomó de la mano y salimos de aquel lugar entre maldiciones, súplicas y lloriqueos. Esta experiencia la hizo recapacitar y se reintegró a las labores que hacía junto que el padre Luis, mas no sé si también a la Acción Católica. Yo, por mi parte – hasta aquí dejo a mi madre, a quien solo la quise recordar porque acaba de pasar su cumpleaños y regreso con los pecados que es el tema que tan agudamente estoy tratando hoy: Resulta que, fiel a lo que había aprendido durante mi preparación en la catequesis, domingo a domingo me formaba frente a ese pequeño habitáculo de madera donde yacía otro padre y entre que hacia yo por verlo, porque capaz ya no estaba ahí y él, hincado, intentaba escucharme, con la seriedad que mantengo hasta ahorita, le soltaba todos mis pecados. La cosa ya no me sonaba bien, cuando a las tres o cuatro semanas, me di cuenta que cada vez que iba, le decía lo mismo- proferí una grosería, le retobé a mi madre, discutí con mis hermanos, me burlé de un amigo, le vi los calzones a una niña, algo así- pero nada que pusiera en riesgo la vida de alguien o la estabilidad de país, ni mucho menos que tuvieran que ver con la lujuria, la gula, la avaricia, la pereza, la ira, la envidia y la soberbia, o al menos, no de ese tamaño. En realidad, tal como ahora, yo era un muchacho inocente, incapaz de transgredir las reglas de bien común y menos aquellas correspondientes al plano religioso. No me quedaba otra entonces que inventar el repertorio que iría a escupir desde mis entrañas al padrecito en turno que estuviera escuchándonos en esa casetita. No recuerdo si yo tomé la decisión de ya no volver o él con mucho tacto me sugirió que si iba a estar como disco rayado, semanalmente, mejor ahí la dejara y que me fuera tranquilo, que no había necesidad de ninguna penitencia. Con la hostia supongo que pasó igual porque va junto con pegado. Lo que no olvido es que la primera que probé se me pegó en el paladar y me andaba ahogando. Como ahí lo ceremonial en esos casos impera, nadie se percató de eso, hasta que por fin se deshizo sola. Ahora que ya entiendo la vida, que ya estoy grandecito, me queda claro que nadie está exento de cometerlos. Todos y todas, no se hagan, tenemos guardado uno o más cadáveres en el ropero. También sé que la risa es un pecado hermoso que hay que cometer a diario. Y sé además que no vale la pena andar fingiendo, desde el púlpito de su hipocresía, una rectitud moral que no se tiene. Dios tarde que temprano nos descubre. Nada como dejar de andar jugándole al honorable siempre y reconocer, sin ningún tapujo, lo que eres. Por Miguel Ángel Avilés
Me imagino que llegó ahí sin saberlo, como quien no sabe hacia dónde va pero su vida atormentada busca algún refugio. Me imagino, nada más. Pero ya entreviste al que sabe y afirma que pudo ser hace un año, quizá un tantito más, cuando, de pronto ahí estaba, en una esquinita, junto a la bola, pero hablando para sí o con todas las voces que lo aturdían por dentro. Así como llega el viento o la basura o una nube cargada de agua o un olor que nos remonta a nuestra edad temprana o a cualquier pedacito de un recuerdo, así mero llegó y ahora ya es parte del batallón que se reúne para esto o aquello y de rigor, también, para disfrutar de la cafeína, que nos despierte o nos ayude a enderezar el penco y darle otra vez al jale impostergable. Le decimos Púas, a secas, porque así lo bautizó alguien, pero se llama Arturo, Arturo Montoya para ser precisos y su barrio es La Matanza. En esos andares de tierra lo conocen como El Chapa, hermano del Luis y de Lele, dato que ahora él sin titubeos lo confirma. El Chapa o El Chiapas, si el apócope se refiere a Chiapaneco, aunque no sea de por allá, pero su media filiación le da un aire a los paisanos que viajan encaramados en el tren, con rumbo al norte. Una mañana cualquiera hizo acto de presencia allí, donde los trabajadores de la abogacía, esperamos el banderazo de salida que dicta nuestra propia agenda, para salir juidos hacia donde pinte el huarache de una diligencia, no sin antes disfrutar del encuentro, y de un café, y algunos cigarros y el pasar de una belleza que nos rejuvenece el alma y da fe que el corazoncito de cada uno de los presentes, aún sigue latiendo. Fue hasta este punto que llegó El Chapa, hablando en su propio idioma que no tenía ni pies ni cabeza, porque los tragos de amargo licor y otras cosas que le dio por meterse, lo habían puesto de aquel otro lado, ese donde pareciera que la lucidez no existe o se encuentran con un mundo que no buscaron pero que los alivia de tanto dolor. Llegó solito, como el venado que busca, desesperadamente, un oasis. Y con sus pelos alborotados y duros, apuntando al cielo, quería decir algo, sin poder, así fuera para contarnos su vida, o lo que pasó en esas carreteras oscuras en donde su mano de obra desempleada, se puso a disposición del contrabando y empujo hacia el sur lo inimaginable. Llegó solito y agarrándole confiancita, alguien lo llamó Púas y así se le quedó, como bautizo para que todos los que arriban a ese lugarcito, lo identificaran con un nombre, un apodo, una seña, o el ofrecimiento de un cigarro que le diera identidad. Púas le empezaron a decir todos y él únicamente movía la cabeza, sin control, perdiéndose en ese estado mental que tiene nombre, pero uno no quiere incurrir en imprecisiones y mejor opta por creer en el diagnóstico de los especialistas que también pasan a comprar su bebida y concluyen que Arturo padece de ese trastorno que le llaman esquizofrenia. Él lo sabe y no lo sabe. Porque la bondad aquí en esta plaza que madruga, también se aparece y haciendo el intento para que El Arturo, El Púas o El Chiapa, volviera en sí, mentalmente y supiéramos más de él, en tanto que él, saliera de ese universo para encontrarse con su presente real, alguien de los que ahí acuden, surtió, generosamente, la receta indicada por los profesionistas y se la dio a sus horas al Púas, como quien le da las cucharadas a un niño para que a las a los días, por fin, deje de toser. Y se logró. Bueno, se ha logrado por días, aunque a veces el paciente recaiga y regrese, de nuevo, a su apocalipsis mental, en donde todo se confunde y todo es cualquier cosa, menos un estado funcional razonable, por más que eso de conceptos de normalidad y anormalidad psicológica resulten tan polémicos o cuestionables. Como sea, el Púas es ya de este lado y estoy seguro que su fidelidad hacia lo que le han tendido la mano, no lo olvida ni le permitirá torcer bandera. La plaza Bicentenario y sus alrededores será su patria y desde luego su matria, lo cuidará como a un hijo hasta que pueda, ya que el Púas vale lo que pesa, y van poniendo su firma distinción en cada bacha, en cada ausencia y su presencia, en cada chifladura, en cada risa ajena, punzante y despiadada. Puede que lo veamos llegar apresurado, y bien tranquilo, con la nueva ropa que alguien le llevó y responder coherente si alguien le avienta una pregunta o puede que de pronto se le oiga decir de cosas, hablar con el Sol y con la Luna. Pero así, de esta manera, al Púas se le ha incluido como parte de la banda. Ni modo de decirle que se vaya. No queremos. Por qué habríamos de hacerlo: si después de todo para qué demonios queremos tanta lucidez. SERGIO ROMANO. De él siempre recibí parabienes y cordialidad. Si alguien te trata así, lo menos que puede hacer uno, es corresponderle igual. Yo lo apreciaba y admiré su inteligencia y sabiduría en muchas disciplinas y muchos temas- el derecho, la historia, la sabiduría, - y en particular la música, a través de la cual lo conocí, al verlo tarde a tarde, a principios de los 80, cuando yo estaba en la prepa C.C.H. Morelos, y él en Música y Algo mas, que trasmitía, en blanco y negro, por canal 13, ya con ese bisoñé. Se fue vivir a Hermosillo y se quedó .En eso nos parecíamos. También en la afición por la lucha libre y en particular sobre el tema de El Santo . Por eso decidió participar en el libro que Mara Romero y yo compilamos sobre el enmascarado de plata. Nunca dejó de trabajar. Murió enamorado de la vida, de su actual pareja (y también de Sol), de la buena cocina, de los libros, del periodismo, de sus hijas y de unos juguetones perros que lo acompañaban al dormir. Que le vaya bonito, Don Sergio Romano. Sobre lo que coincidía o discrepaba con usted, alguna vez, quizá, podré decírselo. Allá nos vemos, mi amigo, allá. |
Miguel Ángel AvilésMiguel Ángel Avilés Castro (La Paz B.C.S. 1966.). Es abogado por la Universidad de Sonora. Practica el periodismo y la literatura desde 1990. Archives
July 2024
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