Por Miguel Ángel Avíles
Cuando hice la primera comunión, se me dijo que a partir de ese momento, ya podía comulgar e ir al confesionario a decir todos mis pecados. Que emoción. El pecado, según leo, es la transgresión voluntaria de la ley divina o de alguno de sus preceptos. Es decir, el pecado es visto como todo aquello que se aparta de lo recto y justo, o que falta a lo que es debido. En cuanto a la Primera Comunión, esta es una ceremonia importante para un creyente y en la vida de todo niño al que se le modela esa importancia, también. En ella, se recibe el Sacramento de la Eucaristía transformado en pan, es decir, la hostia y en vino, símbolos que representan al cuerpo y la sangre de Cristo. Pero desde aquel entonces hasta ahorita, no me ha tocado que me den el vino y entiendo que, al respecto sigo a medias, pues ningún padre nos ha compartido de su copita. En mi caso hice la primera comunión de pura chiripa; tenía once años y ya se me andaba pasando, de no ser por el Joseloco, quien me convenció que fuéramos a la capilla del Perpetuo Socorro, y así lo hicimos. El horario era de las tres a cuatro de la tarde, me parece, llegando puntualitos, cuando más sueño da pero resulta que él acudió cinco o seis veces nomas, dejándome con el paquete a mí, sin saber si volvería o ese año el vaticano tenía ofertas y la cosa estaba al dos por uno. Quien sabe, pero ya desde entonces era todo un soldado para eso de cumplir las reglas que mi quehacer diario me imponía. Por más que por esas fechas mi madre había tenido un encontronazo con el grupo al que llegó a pertenecer y que en la iglesia de la colonia se le conocía como “Acción Católica”, yo continúe asistiendo a misa, con tal de seguir al pie de la letra las ordenanzas que durante algunos meses nos pidió la catequista. Recuerdo que, por culpa de ese pleito, cuya indignación le duró buen rato, estuvimos a punto de volvernos aleluyas, Es que un día, mi madre llegó toda desilusionada y no regresó más a esas reuniones. “Son una bola de hipócritas”, gritó, refiriéndose con desdén al resto de las accionistas. “Muy en ellas andan adorando a Dios y son más crueles que el demonio”, esgrimió. Como si nos estuvieran vigilando, una tarde cualquiera que jugábamos fútbol en la calle, vi que se acercaron cuatro hombres encorbatados, quienes, a bordo de sus respectivas bicicletas, arribaron a la casa de ustedes y se pusieron a platicar con miamá. Con una pulcra cortesía y una labia que ya la quisiera cualquier candidato, le hablaron del Señor y del mundo, de las maldades y de la catástrofe que venía, de la palabra de Dios y del reino de los cielos. No tuvo derecho a réplica. Fue un monólogo certero, tanto que, al otro día, puntualitos, ya estaban de nuevo en la casa para llevarnos a su templo. La decepción de mi madre hacia la mentada Acción Católica había llegado lejos, pues aceptó casi de inmediato; pero, precavida, se llevó de refuerzo a una de mis hermanas y a mí. Así llegamos a una construcción extraña, de la cual sólo recuerdo su color enteramente blanco. Seguros de que habían hecho una gran labor de proselitismo, no recibimos ninguna explicación de aquellos hombres. Sin más, nos condujeron a unos cuartos dejándome a mí en uno y a mi madre y hermana en otro. Yo no entendía nada, menos lo entendí cuando uno de esos tipos tocó a la puerta y me alcanzó un traje de manta blanco como de karateca. “Póntelo”, dijo, y en sacramental silencio, se regresó por donde vino. Después me enteraría que en el cuarto de al lado otro amigo hacía lo mismo con mi mamá y hermana. Ahí la llevaban, pero uno de ellos abrió la boca de más y empezó su debacle. “Ahora iremos a la pila bautismal”, les advirtió imprudente; y mi madre, que poquito le faltaba, la pescó en el aire. Apretó los dientes, se abrió paso y enardecida exigió la devolución de su chamaco. Si a los aleluyas, mote popular de aquel entonces, se les había caído el circo, a mi madre casi se le caen las naguas cuando me llevaron ante ella ataviado con esa estrafalaria vestimenta. De inmediato ordenó que me la quitaran. Luego, herida en su orgullo, pero refrendando ahora sí su fervor católico, nos tomó de la mano y salimos de aquel lugar entre maldiciones, súplicas y lloriqueos. Esta experiencia la hizo recapacitar y se reintegró a las labores que hacía junto que el padre Luis, mas no sé si también a la Acción Católica. Yo, por mi parte – hasta aquí dejo a mi madre, a quien solo la quise recordar porque acaba de pasar su cumpleaños y regreso con los pecados que es el tema que tan agudamente estoy tratando hoy: Resulta que, fiel a lo que había aprendido durante mi preparación en la catequesis, domingo a domingo me formaba frente a ese pequeño habitáculo de madera donde yacía otro padre y entre que hacia yo por verlo, porque capaz ya no estaba ahí y él, hincado, intentaba escucharme, con la seriedad que mantengo hasta ahorita, le soltaba todos mis pecados. La cosa ya no me sonaba bien, cuando a las tres o cuatro semanas, me di cuenta que cada vez que iba, le decía lo mismo- proferí una grosería, le retobé a mi madre, discutí con mis hermanos, me burlé de un amigo, le vi los calzones a una niña, algo así- pero nada que pusiera en riesgo la vida de alguien o la estabilidad de país, ni mucho menos que tuvieran que ver con la lujuria, la gula, la avaricia, la pereza, la ira, la envidia y la soberbia, o al menos, no de ese tamaño. En realidad, tal como ahora, yo era un muchacho inocente, incapaz de transgredir las reglas de bien común y menos aquellas correspondientes al plano religioso. No me quedaba otra entonces que inventar el repertorio que iría a escupir desde mis entrañas al padrecito en turno que estuviera escuchándonos en esa casetita. No recuerdo si yo tomé la decisión de ya no volver o él con mucho tacto me sugirió que si iba a estar como disco rayado, semanalmente, mejor ahí la dejara y que me fuera tranquilo, que no había necesidad de ninguna penitencia. Con la hostia supongo que pasó igual porque va junto con pegado. Lo que no olvido es que la primera que probé se me pegó en el paladar y me andaba ahogando. Como ahí lo ceremonial en esos casos impera, nadie se percató de eso, hasta que por fin se deshizo sola. Ahora que ya entiendo la vida, que ya estoy grandecito, me queda claro que nadie está exento de cometerlos. Todos y todas, no se hagan, tenemos guardado uno o más cadáveres en el ropero. También sé que la risa es un pecado hermoso que hay que cometer a diario. Y sé además que no vale la pena andar fingiendo, desde el púlpito de su hipocresía, una rectitud moral que no se tiene. Dios tarde que temprano nos descubre. Nada como dejar de andar jugándole al honorable siempre y reconocer, sin ningún tapujo, lo que eres.
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Miguel Ángel AvilésMiguel Ángel Avilés Castro (La Paz B.C.S. 1966.). Es abogado por la Universidad de Sonora. Practica el periodismo y la literatura desde 1990. Archives
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