Por Miguel Ángel Avilés
Recuerdo aquel mes de julio que regresábamos a Hermosillo después de un kilométrico tours y el camión hizo escala en Mazatlán para que estiráramos las piernas, disfrutáramos del paisaje marino y camináramos por los alrededores del puerto como lo que en ese momento éramos: unos auténticos turistas. ¡Faltaba más! Sin embargo, cuando nos bajamos un fuerte aire nos pegó en la cara y ,aun desde lejos, pudimos ver que el mar estaba muy picado , como si estuviera de mal humor. Algunos estaban distraídos comprando chácharas o buscando una pulmonía con tal de pasearse un ratito, nomás que en eso empezó a llover y nos cambió todos los planes. A mí me dieron un paraguas nomas que nunca entendí si era para que lo abriera o para que lo cerrará porque cuando lo quería abrir se cerraba y cuando lo quería cerrar ya estaba abierto. Después de algunos intentos, mejor opté por dejarlo pues ya no supe si eso que tenía en mis manos era un paracaídas, una escoba maldita, un árbol viviente o un papalote. Cae cae cae. Se va a bolina la imaginación, buena cuchilla la picó. Llegué a pensar que, de un jalón, cual, si me trepara en unas sábanas, ascendería al cielo, como Remedios La Bella y me iría para siempre a los altos aires en donde no podrían alcanzarme ni los más altos pájaros de la memoria. Pero no nada de eso. Nada más se me figuró, no anden creyendo todo lo que les dicen porque al rato, cualquier loco los engaña. Lo cierto era que merodeaba un huracán y para mí, son palabras mayores ,al saber lo que puede implicar que un fenómeno meteorológico así, alcance tierra y por experiencia propia desde siempre me entra una buena carga de miedo, tanto que ,anualmente , si las precipitaciones vienen cargadas con fuertes aires ,rayos y truenos , vuelvo a ser niño y busco el refugio que ese año del setenta y seis sin condición, me dio mamá. Supe lo del chubasco porque a lo lejos, allá abajo, vi que ondeaban unas banderas negras, o rojinegras, si bien me acuerdo y esos colores indicaban, mínimo, una advertencia, ya sea para que no se metieran a bañarse o, si lo hacían, era bajo su propio riesgo. Aparte está la capitanía de puerto que, en resumen y en operación Yasmin “ una oficina encargada de hacer cumplir las normas de un refugio marítimo o puerto en particular, con el fin de garantizar la seguridad de la navegación, la seguridad portuaria y el correcto funcionamiento de las instalaciones portuarias”. Esto de las banderas se trata de un código internacional basado en colores que es necesario conocer para evitar accidentes, recomendaciones y cuidados para mantenerse seguros y disfrutar en el agua. Suelen ponerse donde se ubican los salvavidas o guardavidas o como le guste usted llamar, unos muy atlético, bronceado, con ojos verdes o azules, otros muy esféricos, azabaches y con panza cervecera pero se encargan encargar de checar las condiciones y deciden qué bandera izar, durante la mañana, el mediodía y media tarde, de acuerdo a la toma de un registro específico que van haciendo para ir que actualizando este código. Los colores de un país a otros, suelen variar, pero hasta donde pude averiguar ayer, en México esto quieren decir: Bandera Verde: excelentes condiciones para meterte al mar, la Bandera Amarilla: debes nadar en el mar con precaución. Bandera Roja: condiciones peligrosas por lo que no puedes meterte al mar. Bandera Negra: hay tormenta eléctrica, lo mejor es alejarse del mar. Ignoro quien lo clasificó así, si fue al azar, si el que lo hizo se dejó llevar por los colores de los equipos de fútbol, o si echó un tin marín o si tenía alguna afectación daltoniana, pero esas son las reglas y tendríamos que respetarlas. Tendríamos, dije, pero es aquí en donde la cochi tuerce el rabo. Estarán de acuerdo conmigo si les platico, a modo de ejemplo, que a pesar de esas banderas colocadas esa vez en Mazatlán y la advertencia que significaba, se podían observar a más de un oriundo, residente, o gringo, desafiando a la naturaleza, pese a todo el fúnebre historial que hay por andar jugándole al macizo. Se podrá decir que algunas partes no se ven dichas banderas, pero mucha gente está frente a la tempestad y no se hinca: oscuros nublados, un aguacero, la marejada a todo lo que da , las olas tan altas que se le haría agua la boca para surfear a mi apreciado amigo Zacarías y casi se aparece Noé con una parejita de animales en cada brazo , lidiando al diluvio y ni así la gente hace caso. No obstante, el escenario, pareciera que los señalamientos, o un letrero similar les dijeran: “Cáiganle, estas aguas son un remanso ““Que esperas para meterte, las ráfagas de aire que mueven a esas lanchas, es mera percepción ““Siga, esta calma y el sosiego es para usted y su familia” El que se ahogue primero, ese gana” “ ha llegado en huracán: asista y diviértase”. Todas las advertencias están en inglés o en español. no en arameo o escrito en taquigrafía. No hay pretexto para no leer los anuncios, salvo entre los bañistas predominen las personas con discapacidad visual o un alto porcentaje de disléxicos. Es decir, por más que suceda, no se agarra juicio y el pueblo bueno y sabia sigue terco a confiar en su libre albedrío. Qué bueno que su autoestima esté tan alta, nomás debe quedar claro que soldado advertido no muere en guerra o lo que es lo mismo, sobre aviso, no hay engaño. Es cierto que hemos padecido muchas desgracias o tragedias a consecuencia de la negligencia o la corrupción gubernamental, pero vale decir que de este lado ciudadano también nos da por ser irresponsable. Ahorita mismo puede que esté alguien queriendo chapotear en algún oleaje de Los Cabos, pese a que la Zona Federal Marítimo Terrestre (ZOFEMAT) del municipio hizo un llamado a la población y turistas que se encuentran gozando de estos lares, para estar alerta sobre el color de banderas izadas en cada una de las playas, en el entendido que tres de ellas ya cuentan con bandera negra, por lo que permanecen cerradas debido a los efectos que puede traer el huracán Norma. Estoy leyendo que “la irresponsabilidad ciudadana se define como la incapacidad, falta de voluntad de un individuo para cumplir con una obligación o tarea asignada. La irresponsabilidad social es el reflejo de que los integrantes de una sociedad no toman en consideración las repercusiones que tiene su accionar sobre ella, lo cual evidencia la carencia de respeto a los principios y valores por los que están llamados a regirse en sus relaciones con los demás”. A quien lo haya definido así, no le falta razón. Somos propensos al desafío, pareciera un deporte en el cual gana el participante que en más ocasiones intente jalarle los bigotes a un león. Lo es en esto del mar, pero también en los arroyos en cuya orilla yace un carro viejo pues su dueño quiso pasar, muriendo ahogado en el intento. Igual en otros balnearios que han sido tema de nota roja porque alguien perdió la vida al ignorar una boya e irse más allá de lo permitido hasta encontrarse de sorpresa, con un canal de navegación para los barcos y perderse de vista, apareciendo a flote más tarde, ya sin vida. La lista es amplia: el juego de la ruta rusa, el desafiante que se pasa la luz roja, el que comercia con juegos pirotécnicos o pólvora, el contagiado y luego contagiador por puro atrevimiento al desairar las recomendaciones y por ese estilo hasta el infinito. Estén a la vista o no, sean imaginarias o figuradas, simplemente, alrededor nuestro se encuentran puestas muchas banderas. Ya es cuestión de cada quien, y su civismo si las respetamos o no, pero también en ese desafío que cada uno se encargue de sus propias consecuencias.
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Por Miguel Ángel Avilés
Las personas con trastornos depresivos y/o con ansiedad, no es que traigan sueño o que sean flojos, lo que buscan, a ratos, es dormir para siempre. Tranquilos, no se asusten: ellos o ellas, aman la vida y lo que menos quieren, es sentirse así. Porque es horrible y, salvo que sea un masoquista emocional, no creo que viva esas crisis por gusto. "Déjenme presumirles: anoche la depresión me hizo sentir como una cucaracha y no saben cuánto disfruté" "Como tengo ganas de que lleguen esos momentos en que mi autoestima se encuentra en el subsuelo y pienso que lo que haces y tú mismo no sirve para nada" “¿Nunca has estado en depresión?... ¡no sabes de lo que te pierdes! , te lo recomiendo..” Claro que no es así. Puede serlo, bien lo comentaba un especialista en esos casos, en que una joven, un joven, no saben de lo que hablan y casi ven esto como una fascinante moda: “Ando depre”, “traigo la depre” y, sin embargo, en ese mismo rato, se arreglen y salen locos de contento y de felicidad rumbo a un antro o a la party convocada una semana antes, cuando, de encontrarse de verdad en un estado depresivo como el que presumen, lo que menos lucirían es el ánimo y unas ganas inmensas de socializar y reventarse. Una persona que sí ha sido diagnosticada con esos trastornos, optaría, sin más remedio, el permanecer dormido como si ensayara, para cuando llegue el momento final. Pero lo que menos desean es que llegue. Por el contrario, desearían que esas horas cero les fueran repuestas por días enteros sin vivir eso que a ratos es indescriptible y que la madre de un generoso psiquiatra, la definía como un dolor incesante en el alma. Sí, muchos no han podido soportarlo y han tomado la decisión muy personal de irse. De optar por esa puerta o esa otra alternativa para volverse invisible (nadie muere, solo nos volvemos invisibles). Las cartas están echadas: a) irte antes de nacer b) irte a los trece años por un pelotazo en la cabeza o irte a los catorce por culpa debido a un lupus c) irte a los cincuenta por culpa del corazón o a los 80 por culpa de un cáncer d) irte por voluntad personal. Es una decisión propia, de cada quien, y no anden con esa anacrónica discusión de que, si fue por valiente o por cobarde, pues nada, nadita aporta al tema. Claro, lo anterior se puede evitar (o se pudo evitar, como suele decirse, tardíamente). Sí. Muchas veces ni al nacer lloró o ni un ápice de sospecha les mandó para detectar lo que vivía por dentro. Sí. Y eso se puede deber a que así como aman la vida, así aman a los que lo rodean, por tanto lo que menos quieren es su preocupación y más lágrima, pues de por sí con las suyas son bastantes. Quiero decir que depende de ellos, pero también del resto de los que conforman su entorno, que no lo hagan. Aquí sí que somos inclusivos. Es decir, si digo "también del resto de los que conforman su entorno "es porque aquí caben todos y más, hasta el que menos piense que puede ser determinante, a la hora de las decisiones. Pero no se asusten. A quien no le toca, no le toca. Pero a los que sí, sí. Y lo saben. En algunos casos la diferencia radica en que la persona ya hizo conciencia de lo que vive y tiene por qué lo averiguó o porque ya le dieron un diagnóstico y se atiende, se previene, busca herramientas para defenderse del monstruo que lo ataca a diario, permanentemente. En otros se sufre el padecimiento, pero se ignora la enfermedad y en otros más se sabe lo que tiene, pero se oculta ya que la cultura imperante dicta que tienes que ser fuerte, aguantar, resistir, mostrar tu “valentía” . Por si fuera poco, aún se sigue rechazando social y laboralmente a las y los que pasan por una situación así y tuvieron la mala suerte, frente al mundo, de tener esa enfermedad y no otra más permisible entre el círculo de amigos o en la planta de trabajo. Alguien puede llamar a su trabajo, diciendo que no irá ese día porque tiene gripa, se le subió la presión, amaneció en estado inconveniente después de la posada o le duelen las rodillas y casi les puedo asegurar que su falta será justificada. Pero decir que no se irá porque está viviendo una fuerte depresión, una crisis de ansiedad o de pánico no solo no es común que lo hagan quien la sufre sino que allá su jefe lo mirará como un pretexto para ausentarse o su reglamento interno no contempla esa causal para faltar. Sí, tener dificultad para pensar, concentrarse, tomar decisiones y recordar cosas o mantener pensamientos frecuentes o recurrentes sobre la muerte, pensamientos suicidas, intentos suicidas o suicidio o se tiene preocupación y sentimientos de miedo, terror o intranquilidad excesivos. Otros síntomas son sudoración, inquietud, irritabilidad, fatiga, falta de concentración, problemas para dormir, dificultad para respirar, latidos cardíacos rápidos y mareo. Nada de esto es motivo suficiente para quedarte en casa, de ser posible debajo de la cama, porque allá afuera la ignorancia y la incomprensión no la incluye entre las razones para hacer un alto en tus actividades y atenderte. A la hora de confesar o compartir cómo emocionalmente te sientes, también se está en desventaja. Es común que en la sobremesa, a la hora del café, en un chat, por teléfono o de cerco a cerco se diga – ya iba a decir , se presuma – que trae muy altos los triglicéridos , que el colesterol anda hasta el tope, que se trae un dolor en la espalda o que de nuevo le brotó un uñero en el pie derecho y le sobrará comentarios , recomendaciones, nombres de doctores, remedios caseros, medicina alternativa, chamaneria, pastillas infalibles, bendiciones y demás. Por el contrario, expresar, decir, confiar, desahogarte frente a otros, que ya no puedes más, que la depresión ha vuelto, que tu ánimo anda besando el suelo, que sientes un preocupación excesiva sin razón aparente es, en buena parte de los casos, el banderazo de salida para que, hasta los más allegados, se aparten de ti o hagan como la virgen les habla. En parte es por desconocimiento, pero en otras no. Nomás que le sacan, o lo evaden o están hasta lo coronilla, o porque andan peor que ese que les quiere decir cómo está en cuestión de ánimos y no quieren verse en un espejo. Escogen- por costumbre, por negación, ignorancia, por falta de una aceitada inteligencia emocional, por darle un placebo a su dolor - el salir a la calle y gritar que la vida es un carnaval y es más bello vivir cantando, Oh-oh-oh, ay, no hay que llorar (No hay que llorar, que la vida es un carnaval, y las penas se van cantando, oh-oh-oh, ay. Todo esto dicho a un destinatario que sufre de un trastorno que, entre otras cosas, lo que provoca es la pérdida de la voluntad. Eso lo toman para sí, mientras que para su interlocutor que clama por menos preguntas y cuestionamientos y más apapacho y comprensión, se tiene lo que, según estos terapeutas, es infalible: “Échale ganas … ¡ánimo!” ¿Di en el clavo o hablé de más? Contéstense ustedes. Ustedes y las noches a solas Ustedes y el Insomnio Ustedes y esas lágrimas Ustedes queriéndolo explicar. Ustedes y su ansiedad Ustedes y la desesperanza Ustedes y el sentirte la nada El Día Mundial de la Salud Mental se conmemora todos los 10 de octubre; el objetivo que persigue, es el de recordar que la salud de cada individuo es la sólida base para la construcción de vidas plenas y satisfactorias. Entonces pues, que no se olvide. Porque a diferencia de otros males, aquí nada se extirpa. Tampoco, hasta ahora, no hay cirugías tal como las que se realizan en un brazo, en un ojo, en el corazón. No, no hay operaciones a depresión abierta o prótesis que remplacen tu estado de ánimo o el alma o eso que se circuitan en los neurotransmisores ni hay estaciones de servicio como las gasolineras a donde puedas llenar tu cuerpo de la serotonina necesaria. No les teman, no evadan a estas personas. Las has conocido en un estado normal, cuando logran alcanzar la superficie y reconocerás que son hombres y mujeres incapaces de dañar a alguien por iniciativa propia o con dolo. Acaso nada más, están haciendo todo que está a su alcance, para sacarse, por fin, el cadáver ajeno y putrefacto que llevan arraigado dentro. Por Miguel Ángel Avilés
Una vez llegué a una reunión cuando ya habían llegado casi todos los convocados y nadie me peló. Fui invitado por un amigo, hicimos una escala en esa cadena comercial que prolifera en México, para no llegar con las manos vacías, arribamos al lugar bien surtidos de lo necesario en estos casos y luego de saludar a los que tuve cerquita, me aplané en un taburete, dispuesto a escuchar, mientras yo nomás respondía con el silencio. En la mesa que rodeaban seis o siete de los presentes, se distinguían algunas botellas, una guitarra, más de una bolsa de la llamada comida chatarra pero que con chile saben muy buenos, una bandeja con carnitas de puerco y un par de bolsas de pollo asado al carbón, esto último, dicho sea de paso, una de mis comidas favoritas. Junto a mí estaba un tipo zalamero, de esos que acostumbran a rendirle pleitesía a cualquiera, siempre y cuando ese “cualquiera” sea para él alguien “importante”, de “valía” y con el cual pueda lucir su amistad o su “amistad” frente a los demás o frente a su propio ego. Estaba junto a mí, dije, pero no me peló, más bien me hizo el fuchi, dándome a entender o quedándome claro que para los presentes o para su elitista concepción de lo que vale o no vale, se es alguien o no, aquí su servidor era un extraño o, de plano, era la nada. En parte tenía razón pues he de reconocer que, en eso de atraer reflectores, trascender en el tiempo o volverme un rockstar en cualquier tema frente al resto del mundo, siempre he pasado desapercibido, instituyéndome en una auténtica intrascendencia, pero de eso a que te den un trato como si Putin llegara a Ucrania o Alexis Vega quisiera estar en la mesa de honor en la que estuviera Amaury Vergara, pues no. ¡Claro que no! Pero Dios es grande y esto de sacar la casta por los desvalidos, no anda con titubeos ni mucho menos con fingimientos, así que en el cielo se vio un destello y enseguida de un trueno, vino la epifanía: El propietario de la casa se dio cuenta que este que les escribe estaba ahí y teniéndome a unos metros aseguró conocerme de tiempo atrás, manifestando su gusto por estar presente. Si me estaba confundiendo o no, quién sabe pero no lo desmentí, ni averigüé y chocamos los botes muy helados que traíamos cada uno. De pronto se sumó un tercero que venía de tirar el agua y llamándome por mi nombre, se acercó al parque estábamos brindando y, sin poderlo evitar (porque recuerden que venía de tirar el agua) me dio un abrazo. A él no lo desmentí ni pensé que me pudiera estar confundiendo, más bien, correspondí al apretón y por enésima ocasión le manifesté mi agradecimiento por ese impecable prólogo que, años atrás, me había escrito para un libro. No sé desde dónde, el zalamero miró aquello y un ratito más, lo tenía a mi lado, otra vez, pero más juntito. Como al principio había practicado ese llamado bello arte de mandarme lejos muy lejos y más allá, ignorándome, supuse que venía a repetirme la dosis, o de plano a correrme, y lo dejé ser. Nomás que, para mi sorpresa, me preguntó que si quería otra cerveza, que si ya había comido, que si la estaba pasando a gusto y no sé qué cortesías más, cual si me estuvieran recibiendo en la isla Esmeralda en Irlanda. Lo que este hombre no sabía es que ya lo había acabalado pues, tal como recordé despuesito de haber llegado, era ese que, en otros eventos de la farándula política y cultural, se caracterizaba por su habilidad para hacer amistad con gente con distinción pública, y no precisamente gratis sino para ver cómo estos le podían ser útiles. Como sé que mi cara no me ayuda, dejé, hasta donde se pudo, que se guiara por esta y así estuvimos: él codeándose solo con los que le interesaban y a mí a mi silencio castigándonos con el desaire. En una de esas que estábamos entretenidos escuchando al dueño de la guitarra quien entonaba una bravía canción, sentí que me tocó el hombro y me preguntó mi nombre. Se lo di y seguimos oyendo a los intérpretes, no sin dejar de ver de reojo a esas bolsas de los pollos al carbón. No sé qué habrá indagado, pudo haber llamado por teléfono, quizá consultó en el Google, pidió un informe sobre mí a la Secretaría de Gobernación o fue a sopear a los que hacía un rato me saludaron y todo lo demás, pero, repentinamente, su actitud cambió, sometiéndome, muy atento, a una entrevista cual si quisiera ser mi biógrafo. Durante ese lapso, no me faltó la cerveza que él mismo iba a donde al llegar las hubimos dejado y me la traía. Pudo existir un error y escuchando mal mis apellidos, Wikipedia le ofreció información de alguien relevante en palabra, obra y omisión, tal vez se topó con un homónimo o su celular agarró monte como a veces le pasa a mi Alexia querida con la música o, de plano, mis dos buenos amigos, al responderle, le pusieron de su cosecha nomás para chamaquearlo y le hablaron maravillas de mí. “Tanto tienes, tanto vales” me hubiera citado mi amá, de haberle contado esta historia. Significa, de acuerdo a mi diccionario de cabecera Yasmín-Español que, “en general, la sociedad trata a las personas según su riqueza. Es decir, si tienes dinero o poder te tratarán mejor que si eres pobre o no tienes dinero”. Puedo jurar que a ustedes también les ha tocado algo así. En su trabajo, en la escuela, en el barrio, entre amigos, incluso —aunque lo dude— en el terreno político. El que ve por encima del hombro, el interesado que sólo acude al nopal cuando este tiene tunas, el variopinto que un día puede tratarte con la punta del pie y otro ,si es que has sobresalido frente al resto de los mortales. La que se cuadra ante el jefe mostrándose como la más atenta y servicial, pero se vuelve más peligrosa que una cascabel en una bota si alguien no la está mirando. La que es toda amabilidad con el yerno al ver que trae un carro diferente cada tercer día pero no le vuelve a dirigir la palabra al enterarse que aquel trabaja en una yarda lavándolo y los saca para secarlos. En caso de equivocarme y no llegar nadie con estos perfiles de zalameros a su memoria, hay una variante que igualmente les puede resultar familiar. Me refiero a los cortesanos, personajes aduladores y sumisos, ya sea por razón jerárquica, interés económico o inconmensurable sumisión política. No confundir ni por asomo, con una persona atenta y cordial. Estas saben cuándo parar sus buenos modales o los contiene su dignidad. En apariencia tienen mucha iniciativa, pero no, simplemente es penosa dependencia y sumisión. No es que quieran servir o que sirvan mucho, son más bien serviles y ya. Cómo me gustaría contarles de alguien a modo de ejemplo pero me temo que, en la actualidad, sería el cuento de nunca acabar y se me sentirían muchos. Tanto así como yo me siento, cuando, teniéndolo a la mano, nadie me brinda pollo asado al carbón. Por Miguel Ángel Avilés
I En el mercado hay un murmullo de voces como si aletearan miles de pájaros. Sonidos de vida, señales de comunión: La palabra y su significado que nombra todas las cosas. Hablan ese par de hombres con su mirada. Hablan las manos estrechándose en un saludo, habla el júbilo con el loco alborozo de los que están en ese rincón pegado a la ventana. Hablan esas reses sobre los mostradores que ahora son cadáveres. La fruta de temporada y las legumbres del día hablan. Todo dice algo, todo tiene voz y significado: el tintinear de la cuchara sobre el plato, la tapadera que cae, el chillar del aceite en el sartén, el humo volátil que se aleja de esas tazas de café, el aire fresco que hoy quiso volver. Hasta las cosas tienen su idiolecto, su voz propia y de nadie más. He aquí la gran oportunidad de no hablar sólo y solo frente al espejo. Cuanta expresión en este mundo. Cuanto mundo y cuanta voz en este mundo. II Estamos en el Mercado Municipal, un inmueble que por viejo es tradicional. Apenas hace unos días se anunció otra mano de gato (montés) a fin de dejarlo en las mejores condiciones. A veces dan ganas de entrevistarlo y preguntarle tantas cosas. Y es que todo edificio como este, tiene mucha historia y mucha memoria. Quienes fueron los primeros en pisarlo, quien en ofrecerte el primer café y los primeros guisos. Quienes ya no han vuelto jamás, quienes vuelven hasta la fecha. Así como este lugar tan popular, ya tan concurrido a estas horas, así hay edificios por todo el mundo que están ávidos por contarnos lo que son y lo que han sido. Búscalos, contémplalos, aprécialos, disfrútalos, siéntelos, camínalos, quiérelos ya un día puede que ya no estén porque se vinieron abajo. Allá, donde ahorita deben de estar puestos nuestros ojos, nuestras manos, nuestros granos de arena, hay edificios que siguen en pie, pero hay otros que hoy descansan sobre la tierra luego de ese despiadado cimbrar que llegó tan de repente. Pero se equivoca aquel que piense que han muerto. En cada mirada, en cada llanto, en cada piedra por quitar, en cada recuerdo, en cada nomenclatura de sus calles donde moraban, se está escribiendo una biografía amorosa que, por nostalgica e inmortal, habrá de durar para siempre. Ya lo dijo esa cantante de blues: "ninguno de mis sueños voy a abandonar, siempre habrá un camino abierto en esta ciudad iré creando espejos que me ayuden a mirar y a seguir amando la vida". III Te escribo desde el centro de la ciudad, aquí por calle Matamoros, a unos pasos de llegar al Mercado Municipal, ese lugar donde se finge menos, diría una trigueña amiga. Es una mañana de calor y promete ser un día así. El Mercado Municipal es como una maquila donde se practican todos los oficios y concurren todas las edades. Puedes llegar y te recibirán los ojos pelones de una res muerta, descuartizada, lista para el mejor postor y sus planes que tiene hoy para la comida. Pásale, en el puesto aquel está esperándote un café y el pan con mantequilla. Tómalo con la calma de un condenado a muerte que no quiere caminar hacia el paredón. Luego recorre los puestos como quien busca a un niño extraviado y contempla todo el color de la vendimia. Allá la fruta, más allá todas las verduras, de aquel lado los quesos y la carne y un olor de todo que solo para quien viene a diario es descifrable. Ya el antojo inmediato fue saciado y así continuará este desfile hasta muy tarde. Este lugar te espera desde la madrugada como una madre que no duerme, y se la pasa en vela, para recibir uno a uno a sus hijos y que no le alcanzaría la vida para contarlos, para decir su nombre y saber cuándo lo dieron a luz las viejas puertas de este Mercado. |
Miguel Ángel AvilésMiguel Ángel Avilés Castro (La Paz B.C.S. 1966.). Es abogado por la Universidad de Sonora. Practica el periodismo y la literatura desde 1990. Archives
September 2024
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