Por Miguel Ángel Avilés
Dicen que la primera impresión es lo que cuenta. Pue que sí, pue que no. El tiempo y los hechos, son los que dan el veredicto. Empiezo diciendo que unos de mis mejores amigos en la actualidad, un día, hará muchos años, me cayó mal cuando lo conocí, pero a los meses, las afinidades y muchas cosas, nos llevaron a ser uña y mugre. Así pasa. Error el mío si me hubiera quedado con esa primera impresión que, como verán, al menos en este ejemplo, no es la que cuenta. En otra ocasión, en una pachanga me presentaron a un tipo y una tipa, que toda la noche estuvieron hablando de sus logros como empresarios y del dinero que habían conseguido a base de su esfuerzo. El resto éramos unos menesterosos a su lado y la autoestima, a muchos de los presentes, les llegó hasta el suelo. Dos se salieron a fumar afuera y otro mencionó que iba al Oxxo, pero ya no regresó. Ellos siguieron hablando de su casa en no sé qué Residencial, con tres carros a la puerta. Viajes al extranjero y apariciones en las páginas de sociales del periódico de mayor circulación en el Estado. Pero esa noche de la juntada, yo intuí que algo no cuadraba y su verbo apantallador, no me lo tragué. No obstante, guardé la calma, gracias al temple pacifista que me caracteriza y no dije nada. Corrijo: allí no dije nada. Pero en el regreso a casa o después (no me acuerdo bien, porque esa vez había bebido más que de costumbre) a una persona cercana a mí , le confié que esa parejita no me daba confianza y que, desde esa noche que tuve el gusto de conocerlos , mi impresión fue que eran unos embaucadores o ese patrimonio tan cacaraqueada, no era bien habida. Con esa brocha no me encalan, le advertí a mi interlocutora. Para mí que eso de sus triunfos empresariales, es mera pantalla. “Y te vas a acordar de mí”, sentencié. Me mandó al carajo y, en mi cara, me dijo que estaba loco, lo cual es cierto, pero eso no excluía que tuviera la razón (como todo loco). Son tarjeteros, se dedican al huachicol o son líderes sindicales de algún centro académico, le afirmé, con la seguridad de un miembro del grupo Guacamaya o de un lector del tarot. Estás muy equivocado, respondió, justo cuando me daba la espalda y se quedaba profundamente dormida, quizá con la ilusión de vivir la vida que vivían los protagonistas de esa noche loca. Tres meses después, fueron suficientes para constatar que yo estaba rotundamente equivocado. Perdón si dije que podían ser tarjeteros o se dedicaban al huachicol o eran líderes sindicales de algún centro académico. Que injurioso me vi. Perdón. Que equivocado estaba yo, solo por dejarme llevar por la primera impresión. Nada de eso. Ellos están detenidos en el otro lado, porque estaban lavando dinero. Ven , mis conjeturas eran eso, meras conjeturas. Mal hice yo, al dejarme llevar por la primera impresión. ¿O hice bien? Me refiero a ese juicio de valor que hacemos y en donde se está bien convencido que ese que tienen enfrente es bueno o malo y total: con esa idea, muchos se quedan para siempre. Porque la primera impresión es lo que cuenta, dictan los facultados o los dioses. Afirman que no necesitamos ni un minuto para tener esa primera impresión. “Su apariencia, sus gestos, modales, su voz…pequeños detalles que conforman una imagen que acabas catalogando de un modo u otro” señalan. “Los psicólogos nos dicen que, en ocasiones, lo hacemos no en 30 segundos, sino en milésimas de segundo. En apenas un suspiro sabemos si una persona es de nuestro agrado o no, si nos inspira confianza o no”. Pero según Oscar Wilde “nunca hay una segunda oportunidad para causar una primera buena impresión”. Luego entonces, el que elucubremos de esa manera, no depende nada más de nosotros. La otra persona, también debe poner de su parte para que la primera impresión sea la cuente y sea la definitiva. Aquí ya dependerá de cada uno. Si quieres que, desde un principio te conozcan tal cual eres y esa imagen perdure para siempre, pues no la juegues ni simules. Transparéntate, como dicen ahora, nomás no te pases y no confundas lo sincero con lo imprudente. A la pareja que menciono arriba, les faltó vagancia. Porque a dos o tres dejaron con el ojo cuadrado, pero no a todos y en este último grupo estaba yo. Pudieron habernos llevado de la manita, seductoramente, que todo pareciera espontáneo, verosímil y siendo así, todos nos hubiéramos tragado su cuento de su exitosa vida gana a puro sudor y echando el alma. Ahorita ya nos hubieran enganchado para formar parte de su banda y, mínimo, nos cargaran realizando operaciones con recursos de procedencia ilícita o estuviéramos detenidos, junto a ellos, en el otro lado. Por cierto: un viernes, como a las tres de la tarde, me tocó recibir a unos hombres que buscaban refugio donde se pudiera, ya que le habían dado gas, en una fuente de trabajo, por insoportables y al estar conmigo, mi primera impresión fue que eran buenas gentes. Los escuché, tomé notas, los apapaché, les hice piojito, maldije a los que, según sus dichos, los habían tratado tan mal, cumplí mi encomienda laboral en todo lo pedido a satisfacción de ellos y ahí anduve agarrándome a patadas con molinos de viento, para que los victimarios pagaran caro su afrenta y recibieran un merecido castigo. Porque mi primera impresión fue que eran buenas gentes y toda su historia victimista, se las creí. Pero todo fue un juego, nomás que, en la apuesta, yo puse y perdí. Solo por dejarme llevar por esa primera impresión. Olvidé que el tiempo y los hechos, son los que dan el veredicto. Quien me manda. Resultaron iguales que la pareja arriba mencionada. Bueno, eso creo. Pero es mi primera impresión y a lo mejor son peores.
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Por Miguel Ángel Avilés
Con una mano impulsa la silla y con la otra ofrece un ramo de flores. Nos mira a los ojos como solemos mirar a la luna y con su mirada, implora que le compremos lo que desde hace algún tiempo es la merca para el sustento familiar. Él no pide sin dar nada a cambio, pero bien pudiera. Que le cuesta tirar esos ramos en un cesto de basura, poner su cara en duelo y extender su mano para que los transeúntes, piadosos, le vayamos dejando monedas. Como esa forma de ganarse la vida, ha tenido otras - vendió chicles, arregló relojes y dibujó paisajes feos en unas cartulinas- pero nunca se quedó con los brazos cruzados, ni cuando se suscitó aquel pleito en esa boda y él les gritaba a sus amigos “¡alcánceme uno!" alcánceme uno! " para no quedar como un simple mirón en la reyerta y nada mejor para mostrarse útil que aplicándole un candado en el pescuezo a uno de sus rivales. Pudo meterle reversa a su vehículo, refugiarse en la pared y desde ahí, contemplar, con fascinación, toda la gresca, al fin y al cabo, él no estaba al cien para sumarse a la campal así, al menos que fuera en defensa propia, en caso de que alguien, entero, quisiera aprovecharse de su condición y lo surtiera a punta de volados hasta dejarlo noqueado en esa silla. Pero no. Jamás había aceptado que su invalidez fuera un motivo para que alguien le resolviera todo y así nadar de muertito, viviendo del esfuerzo de los demás, en tanto que él, oportunistamente, se haya dejado querer, desde que tuvo memoria, al fin y al cabo, nunca faltaría quien le tendiera la mano, pensando que ese hombre era toda bondad, por tanto, es legítimo que se esté allí a su lado incondicionalmente, para cuando nos necesite. Si alguien no entendía que no hay que vivir de los otros, siempre se le ponía a él como ejemplo. No por mera caridad ni por lástima, más bien por su esfuerzo y entereza al enfrentar la vida que le tocó a contracorriente. La situación se tensaba, cuando, frente a su actuar, alguien muy defensor de la lucha de contrarios, traía al presente a quien podía ser su antítesis. ¿Lo ubican? Sí, hagan memoria y recuerden a …ustedes saben quién. Y se afirmaba que, estando entero y sin problema alguno en su salud, había aprendido el caminito para hacer como que hacía o aparentar lo que viniera, para luego, ya que no estaba nadie, cerrar la puerta de su oficina, con tal de quedarse a solas al momento de que tuviera que colgar en el perchero tanta simulación. Del hombre de la silla se podía hacer un catálogo de la A a la Z sobre las chambas que había ejecutado desde que era niño y el carro de su papá cruzó su espalda y lo dejó como ahora lo conocen. Así tuvo que ir a la escuela, y así tuvo que jugar en el barrio con los amigos y amigas que se amontaban en el respaldo de la silla para empujarlo y llevárselo a la esquina para que no se perdiera de nada. Así cursó la primaria , secundaria y la educación media superior, para más tarde truncar la carrera de no sé qué licenciatura porque se hartó de que mientras él se levantara apenas amaneciendo, alistarse con dificultad y llegar barrido a clases, más de un profe que le tocaron, no acudieran un día y otro también, bajo la complacencia tanto de su jefe superior y sobre todo de los líderes sindicales, esos que en las marchas iban a delante, juntito a varios docentes que no habían ido a trabajar casi durante todo el semestre. Una noche llegó rabiando a casa y ya no volvió. Anduvo de acomodador en un changarrito de un hermano y cuidando carros alrededor de los antros, hasta que se enganchó con la venta de flores y ahí se ha quedado. Mientras tanto, dos tres de los que ponían como los contraejemplos de su perseverancia, habían seguido en las mismas, dispuestos a nunca abandonar el oficio de no hacer nada y así envejecer, recibiendo prebendas, recibiendo prebendas de allá, al fin y al cabo, todos creían que sus arengas en una plática de banqueta, eran suficientes para justificar su comodina forma de vivir. En una ocasión, en una posada, uno de ellos quedó frente a frente con el hombre de la silla y los dos hablaron a punta de coléricas miradas. Más de uno temió escuchar aquel grito de guerra ¡alcáncenmelo! ¿alcáncenmelo! Y que de un estirón lo agarrara del pescuezo. No pasó. Solo ambos supieron descifrar ese lenguaje de reclamos. Uno entregaba el alma, diariamente. El otro no trabajaba como la gente desde hacía cuatro décadas. No obstante, pocos, muy pocos reconocían lo obvio. Y aunque ustedes no lo crean, hay quienes vitoreaban más a este último y no había poder humano que los hiciera entrar en razón al momento de defenderlo. Pero así pasa. Así pasa. Créanme, se los juro por esa silla. Se los juro. Por Miguel Ángel Avilés
“Ese perro no es de aquí”, dijo el taxista, mientras el animal caminaba lentamente y cabizbajo. De pronto, otros dos perros le empezaron a ladrar, enfurecidos, como marcando territorio, como si lo odiaran, solo por no ser de por aquí o ser distinto. Eso fue: nomas por ser distinto. “Te dije, lo desconocieron. Pobrecito, trae hambre y quién sabe desde donde venga caminando “esgrimió, de nuevo, el chofer, al tiempo que recibía en su mano el pago por el viaje. Al bajarme del carro, el perro ya iba algunos metros adelante, pero no tantos como para no observar su delgadez, esa escuálida figura que lo representaba todo. Habría caminado una, dos, tres cuadras, sin destino cierto. Tal vez el pánico activó su instinto de huida, ya sea por un estruendo o un accidente o suceso traumático y apenas se reponía de esa sobrevivencia. Tal vez. Pudo ser un perro mostrenco, sin nombre actual , con una herida fresca en un costado y un par de garrapatas escondidas en cada oreja. Quien quite. Pero también pudo ser la mascota extraviada cuyo dueño lleva algunos días en la pura angustia al no encontrarlo. Esa rara sensación de pesadumbre por no saber dónde ni cómo estará su acompañante de años, este que, maltrecho y abrumado, busca el camino a casa. La ausencia es una de las constantes de la vida, no solo de la muerte. No se está, aún encontrándose presente. Sin ese otro, todo es un vacío. Un hijo desaparecido, el hermano que hace años fue tragado por el mar, la amiga de una amiga que salió de fiesta y sigue sin volver, el indigente que habla solo desde hace mucho tiempo, en una ciudad que no es la suya. El que busca tiene la zozobra a cuestas, pero se acompaña de la esperanza. El buscado puede suponer que lo buscan y esa ilusión es su carburante. Pero el buscado, a veces, ya jamás supo si lo habrán buscado, si lo encontrarían y cómo lo encontraron. El final de la historia jamás la conoce. El perro que les cuento parecía ya rendido. Sin embargo, así como se le fueron encima esos otros perros iracundos e intransigentes a lo distinto, abanderados del sentimiento de odio, la repugnancia y la hostilidad frente a lo diverso, así de la misma forma pudo ser acogido, tal cual era, tal cual se veía, por una familia que no le tiene fobia ni antipatía a lo otro. Así pasa en todas partes: aquellos sí, estos no. Porque hay lugares, en donde nadie sabe dónde está, ni tampoco donde se encuentra. Nadie. Por eso hay quienes deambulan para buscar, a tientas, a ese ser que se ha perdido y se vaga como buscando una pista: la ropa de la última vez, el nombre que murmuran en la esquina, el apunte con el dedo hacia dónde puede estar una esperanza. Hurgar a cada paso, que ayude a exhumar una ilusión: el olor que orienta, una casa de color inconfundible, la calle sin igual, lo mío, lo tuyo, lo nuestro. Ese perro empezó a deambular buscando a sus propietarios o el camino de vuelta a casa. Por eso caminaba lentamente y cabizbajo. Nadie se extravía por gusto. Tampoco nadie camina triste si decidió salir de casa por su propia voluntad, convencidamente. Menos aún se lleva a cuestas un letrero por si el día de mañana se ocupa: "No soy de aquí y estoy perdido". "por favor, si me pierdo, llamen al teléfono 01800perrossinrumbo. Porque se sale del origen, del punto inicial de sangre, pensando que tarde que temprano estaremos de regreso. Y es que no hay correa tan larga como para que alguien, allá, esté en vigilia, y nada nos pase. Acaso nomás ese cordón umbilical que mencionaba don Tavito Paz y que, según él, nunca se corta, solo se estira, elásticamente y seguimos volteando hacia esa parte, donde nos llama el aullido del coyote. Es la ida y la vuelta, como la de ese perro que no sabía de sí, muy cierto, pero no admitía la derrota, más bien, era uno más en busca de Ítaca, antes que otra cosa suceda y la idea del regreso muera, inevitablemente, en el intento o los otros perros lo dejen como a Don Alfredo Adame en cada una de sus batallas o peor. * LUCÍA Conozco a Lucia Trasviña. La maestra serena y prudente que me impartió la materia de derecho en la prepa Morelos. De pocas palabras y de oportuna seriedad. La conozco y la recuerdo así. Era ejemplar. No conozco a Lucia Trasviña. La senadora que antepone la estridencia y la ofensa cantinera, por encima del intercambio de ideas, el diálogo respetuoso y una labor parlamentaria a la altura de su cargo. No la conozco ni la recuerdo así. No es ejemplar Por Miguel Ángel Avilés
He confesado en otras ocasiones que yo no manejo ni mis emociones, pero en cambio, en mi papel de copiloto, suelo acompañar a quien conduce en mi familia y estas que lo hacen, son mujeres. He visto así algunas reacciones, particularmente de hombres, que se vuelven iracundos si al momento de conducir hay alguna pifia de quien transita adelante de él y esta es mujer. Cualquier error, así sea mínimo, en cuanto a reglas de tránsito o pericia en el manejo,es bastante para soltar el alarido y empezar a escupir un discurso como quien se hubiera aprendido, de memoria, el legendario libro Picardía mexicana , de Armando Jiménez Farías. Estos tipos dan por hecho de que, si quien conduce el carro es mujer, siysolosi los demás peligramos y bajo ese tonto prejuicio se actúa. Todavía peor: cuando ven que, según ellos-me refiero a un varón- ella-me refiero a una mujer- cometió una imprudencia en el manejo, sueltan el grito o el insulto, partiendo de una supuesta capacidad pero sobre todo de una bravuconada cobarde y explosiva. Son ojetes, pues. Ayer mismo fui testigo de ella, pese a que el victimizado y quien de seguro aun sigue blasfemando, iba en una bicicleta, sin equipo de protección y sin echar el ojo para ningún lado, solo hacia adelante, cuál burro con tapojos, como si para él solo la ciudad entera. Vió que el carro de al lado era conducido por una mujer y entonces inició su perorata, soltando maldiciones, hasta enronquecer, mientras desde acá uno recordaba aquella película en donde algo así hace el enano Tun Tun en El Rey del Barrio y por descuidado, termina estrellándose con una guarnición o una canasta de birotes que estaba en la banqueta. Sin admitir su culpa, aumentará su ira y buscara quien se la pague, con la salvedad de que no hay loco que coma lumbre y viendo que su rival en turno no es una mujer,sino un hombre, aquel le baja dos rayitas o solo recapacita en su error, jurando que hará una autocrítica, hasta que ya lo tienen en el suelo, dándole inolvidable tranquiza. Es decir, cuando quien cometió la imprudencia es un hombre y el otro (el antes muy valientito) se percata de ello, entonces si le bajan dos rayitas o guardan silencio, como haciendo que la virgen le habla, como escondiéndose en su miedo, como encubriéndose entre sí. Tal vez habré de llamarle a esto un machismo vial, o violencia de tránsito o no sé, pero mientras me decido por un nombre, por lo pronto diré ...o mejor lo digo pero no se vale. Ocurre aquí, acá y más allá. No es exclusivo de este país, ni mucho menos de esta región. En España, por ejemplo, es un tema de estudio recurrente lo del conductor violento, y podemos ver que responde a un perfil muy concreto: es un hombre joven de 32 años, con pareja, estudios medios, con menos puntos en su carnet y que circula principalmente por vías urbanas. También como norma general, este tipo de automovilista reacciona con mucha más agresividad contra las mujeres y los conductores noveles: en esos casos se le agota antes la paciencia y recurre fácilmente a los gritos, los insultos y, cuando se cruza con una mujer, a los tópicos machistas. Uno de cada tres conductores (el 35%, por más precisión) confiesa su impaciencia e irritabilidad al volante, pero no ocurre igual en toda España: los murcianos y los riojanos son los que se encienden más rápidamente al volante, según propia confesión, mientras que los gallegos y los extremeños se ven a sí mismos como los más tolerantes al conducir. Yo no tengo la película completa de lo que ocurrió durante la semana en esta capital, en cuyos hechos una mujer reacciona, a mi parecer, defensivamente, contra un fulano que la ajeraba para que se moviera en su carro, sin considerar que eso era menos que imposible ya que la lluvia que había caído, momentos antes, había dejado a ese boulevar como el punto final de las cataratas del Niágara o el área de Agua azul de Chiapas. No, no tengo la historia completa, es verdad, pero apuesto doble contra sencillo que la histórica, la memorable, la tutorial reacción de la mujer que se columpia sobre la ventana del copiloto, para responder al que ahora ya es identificado con el indeleble epíteto de "El faldilludo", no fue a la primera de cambio, no y se lo puede firmar ante un notario, sino que estuvo dale y dale para ella se quitara, avanzara, se hiciera a un lado, desapareciera o que se yo, pero que hiciera algo ya, porque la "incapacidad" femenina al volante, lo orangutiza, lo perturba, lo desquicia, sin control alguno. Esa es mi teoría y me gustaría escuchar la de ustedes. También me gustaría conocer las versiones de los protagonistas- él y ella - y de los testigos presentes. Todo eso me gustaría, para terminar con esto mío, que son meras especulaciones. Lo que no me gustaría y sobre todo, no creo que sea conveniente, es una reconstrucción de hechos. No, de ninguna manera. Por el bien de todos y sobre todo para ese hombre, el ya inmortal faldilludo. Sobre todo si es en el mismo lugar, y con la misma gente. |
Miguel Ángel AvilésMiguel Ángel Avilés Castro (La Paz B.C.S. 1966.). Es abogado por la Universidad de Sonora. Practica el periodismo y la literatura desde 1990. Archives
September 2024
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