Por Miguel Ángel Avilés
Con una mano impulsa la silla y con la otra ofrece un ramo de flores. Nos mira a los ojos como solemos mirar a la luna y con su mirada, implora que le compremos lo que desde hace algún tiempo es la merca para el sustento familiar. Él no pide sin dar nada a cambio, pero bien pudiera. Que le cuesta tirar esos ramos en un cesto de basura, poner su cara en duelo y extender su mano para que los transeúntes, piadosos, le vayamos dejando monedas. Como esa forma de ganarse la vida, ha tenido otras - vendió chicles, arregló relojes y dibujó paisajes feos en unas cartulinas- pero nunca se quedó con los brazos cruzados, ni cuando se suscitó aquel pleito en esa boda y él les gritaba a sus amigos “¡alcánceme uno!" alcánceme uno! " para no quedar como un simple mirón en la reyerta y nada mejor para mostrarse útil que aplicándole un candado en el pescuezo a uno de sus rivales. Pudo meterle reversa a su vehículo, refugiarse en la pared y desde ahí, contemplar, con fascinación, toda la gresca, al fin y al cabo, él no estaba al cien para sumarse a la campal así, al menos que fuera en defensa propia, en caso de que alguien, entero, quisiera aprovecharse de su condición y lo surtiera a punta de volados hasta dejarlo noqueado en esa silla. Pero no. Jamás había aceptado que su invalidez fuera un motivo para que alguien le resolviera todo y así nadar de muertito, viviendo del esfuerzo de los demás, en tanto que él, oportunistamente, se haya dejado querer, desde que tuvo memoria, al fin y al cabo, nunca faltaría quien le tendiera la mano, pensando que ese hombre era toda bondad, por tanto, es legítimo que se esté allí a su lado incondicionalmente, para cuando nos necesite. Si alguien no entendía que no hay que vivir de los otros, siempre se le ponía a él como ejemplo. No por mera caridad ni por lástima, más bien por su esfuerzo y entereza al enfrentar la vida que le tocó a contracorriente. La situación se tensaba, cuando, frente a su actuar, alguien muy defensor de la lucha de contrarios, traía al presente a quien podía ser su antítesis. ¿Lo ubican? Sí, hagan memoria y recuerden a …ustedes saben quién. Y se afirmaba que, estando entero y sin problema alguno en su salud, había aprendido el caminito para hacer como que hacía o aparentar lo que viniera, para luego, ya que no estaba nadie, cerrar la puerta de su oficina, con tal de quedarse a solas al momento de que tuviera que colgar en el perchero tanta simulación. Del hombre de la silla se podía hacer un catálogo de la A a la Z sobre las chambas que había ejecutado desde que era niño y el carro de su papá cruzó su espalda y lo dejó como ahora lo conocen. Así tuvo que ir a la escuela, y así tuvo que jugar en el barrio con los amigos y amigas que se amontaban en el respaldo de la silla para empujarlo y llevárselo a la esquina para que no se perdiera de nada. Así cursó la primaria , secundaria y la educación media superior, para más tarde truncar la carrera de no sé qué licenciatura porque se hartó de que mientras él se levantara apenas amaneciendo, alistarse con dificultad y llegar barrido a clases, más de un profe que le tocaron, no acudieran un día y otro también, bajo la complacencia tanto de su jefe superior y sobre todo de los líderes sindicales, esos que en las marchas iban a delante, juntito a varios docentes que no habían ido a trabajar casi durante todo el semestre. Una noche llegó rabiando a casa y ya no volvió. Anduvo de acomodador en un changarrito de un hermano y cuidando carros alrededor de los antros, hasta que se enganchó con la venta de flores y ahí se ha quedado. Mientras tanto, dos tres de los que ponían como los contraejemplos de su perseverancia, habían seguido en las mismas, dispuestos a nunca abandonar el oficio de no hacer nada y así envejecer, recibiendo prebendas, recibiendo prebendas de allá, al fin y al cabo, todos creían que sus arengas en una plática de banqueta, eran suficientes para justificar su comodina forma de vivir. En una ocasión, en una posada, uno de ellos quedó frente a frente con el hombre de la silla y los dos hablaron a punta de coléricas miradas. Más de uno temió escuchar aquel grito de guerra ¡alcáncenmelo! ¿alcáncenmelo! Y que de un estirón lo agarrara del pescuezo. No pasó. Solo ambos supieron descifrar ese lenguaje de reclamos. Uno entregaba el alma, diariamente. El otro no trabajaba como la gente desde hacía cuatro décadas. No obstante, pocos, muy pocos reconocían lo obvio. Y aunque ustedes no lo crean, hay quienes vitoreaban más a este último y no había poder humano que los hiciera entrar en razón al momento de defenderlo. Pero así pasa. Así pasa. Créanme, se los juro por esa silla. Se los juro.
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Miguel Ángel AvilésMiguel Ángel Avilés Castro (La Paz B.C.S. 1966.). Es abogado por la Universidad de Sonora. Practica el periodismo y la literatura desde 1990. Archives
July 2024
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