EL DOBERMAN
Miguel Ángel Avilés Le apodaban El Doberman. Como diría Sabina, era delincuente habitual y también portero, muy buen portero… Una de las veces traía orden de aprehensión y las fuerzas del orden no lo encontraban. Pero supieron que los domingos cubría los tres palos de su equipo en el estadio Guaycura… Cuando llegaron, el juego ya había empezado. Los judiciales se dijeron como Los Martínez: “cayó en las redes del león”. Rodearon el campo. Esperarían que el medio tiempo terminara para apañarlo. Mientras se pusieron a ver las acciones y toda la cosa… El Equipo del Doberman anotó un gol y aquello fue la algarabía. Cuentan que tres agentes aventaron la torta que ya se estaban comiendo y hasta la ola hicieron… Eso obligó al equipo rival a redoblar esfuerzo para no irse al descanso en desventaja. Hubo un despeje largo que recibió un extremo derecho y avanzó, como poseído, hacia la portería que cubría El Doberman… Fue entonces que se dieron cuenta que el perseguido ya les había ganado el tirón y, dejando el arco solo, había abandonado el campo por voluntad propia para saltar la barda que daba al gimnasio de la calle Morelos y echarse a correr hacia cualquier punto distante… Han pasado treinta y siete años y es hora que todavía no lo agarran… © Miguel Ángel Avilés
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BICICLETAS
Miguel Ángel Avilés La primera bicicleta que yo tuve, la vi por primera vez un 24 de diciembre, desde una ventana de la casa, con la complicidad de mi hermano El Chema, porque los grandes la traían escondida en la camionetota de Don Leonardo que dejaron en la banqueta (a la camioneta, no a Don Leonardo) para que me amaneciera al día siguiente y me pusiera bien contento. Era de color guinda y traía llantitas para que su inminente dueño de seis años no se fuera de boca y se pegara un chingazo antes de aprender a manejar. Pero pronto se las quité porque El Kiko, mi vecino, fue muy buen maestro y, gracias a él, rápido aprendí a conducir sin ellas. ¡¡Faltaba más! Entonces me sumé al resto de la palomilla del barrio que ya conducía la suya y le daba el uso que, en aquellos años, solíamos darle a nuestros rústicos vehículos: jugar durante largas horas en el barrio, rampear sobre una tabla que instalábamos en la calle e ir a los mandados de la casa, que al fin y al cabo, esto último, era la principal condición que nos habían puesto para comprárnosla. ¿Qué no? De sus lujos, ya se encargaría de instalárselos cada dueño a su agrado y conveniencia: ponerle una parrilla para cargar a otro amigo, colgarle barbitas de colores en los cuernos, o ponerle un pedazo de plástico o un globo en la llanta trasera para que sonara como moto. ¡Me cae que sí! Rara vez nos íbamos a más de dos-tres- cuatro cuadras de la colonia, a no ser que hasta allá estuviera la tienda a la que nos habían mandado o porque desafiábamos a las restricciones que cada padre y madre nos ponían, so pena de recibir, al regresar, un cintarazo donde cayera por andar con esas malcriadeces. ¡Faltaba más! En ese entonces, creo, las baicas todavía significaban una utilidad familiar y lúdica, nada más. El ejercicio venia por añadidura, sin darnos cuenta, porque éramos incansables y no nos daba por posar muy deportistas con traje de licra bien entallado como las mallas que usaba Kaliman ni nada de eso pa ninguna foto con tal de que medio mundo nos mirara con equipo deportivo nuevo y, de preferencia, caro. ¡Pues no! En aquellos años, las bicicletas, entre más destartaladas estuvieran, mejor, porque los mecánicos éramos los propios dueños (excepto yo, porque desde entonces ya era muy pendejo para eso de las actividades manuales o propias de los hombres y me auxiliaba otro), salvo aquella bien perrona que llegó a traer el Óscar, hermano del Dengue y de la gorda robacuentos, luego de canjearla por no sé cuántos paquetitos del Café Combate como exigía la promoción. Quiero decir, más bien, que estas, las bicicletas, tenían ante todo, un atesorado valor de uso y no de cambio y, amén de la diversión, llegaban a ser indispensables, no una simple inversión por cuestión de moda. Era apetencia y no competencia (salvo en las carreritas y en las rampas). Porque en eso del disfrute barrial y callejero, si no disfrutábamos todos, no disfrutaba nadie y ganaba hasta el que perdía, qué caray. Cómo de que sí y cómo de que no: ¡faltaba más! © Miguel Ángel Avilés El retrato (no) hablado de Shane Kelleth
Miguel Ángel Avilés Llegó desde la tierra de los canguros un día que nadie supo y se volvió sonorense, originario de un lugar que está para ese rumbo, pero aún más lejos, en donde un día encontraron pedacitos de su cuerpo y una credencial con el nombre que aquí le daba identidad. Yo lo había conocido allá a finales de los ochenta, en mi etapa final como estudiante y él recalaba a la casa de unas amigas en común a quienes le solía consultar el tarot o les daba masajes terapéuticos, dos de sus tantas actividades que practicaba por mero gusto o para allegarse unos centavos, vaya usted a saber. Bajo de estatura y calvicie adelantada, este hombre llegó de Australia, según afirmó desde un principio y siempre se le creyó, por que habríamos de dudar, sobre todo si hablaba un español con muchos aprietos que fue puliendo poco a poco y un inglés a la perfección, ese idioma que destaca en aquel país rodeado por dos océanos. Al Shane o el “Sheik” como pronunciábamos su nombre, confieso que lo dejé de ver por buen tiempo o sólo me lo encontraba esporádicamente. En los años recientes, sin embargo, fueron en dos lugares donde me lo topaba con frecuencia: en la acera del Hotel Kino y en el Mercado Municipal. Jamás supe si tenía un lugar fijo dónde pasar la noche o dónde asistirse, aunque esto último, reconocido por él, no le importaba mucho. “Mi aspiración es enloquecer un día, pero sé que aún no estoy loco porque todavía me baño” reconoció antes de soltar una risa como quien ironiza, pero a la vez como quien habla en serio. En esa calle Pino Suárez, junto al hotel que les cuento, “El Sheik” vendía bisutería hecha por sus propias manos y ahí se pasaba las horas esperando a los posibles clientes que ocasionalmente pasaban o que llegan a buscar ex profeso porque ya lo conocían. No sé ni cuándo abandonó ese oficio ni sé el motivo por qué lo dejó. Bueno, sí creo saber por qué: porque no quería un trabajo fijo ni un trabajo permanente, o en definitiva no quería un trabajo y ya. El que se haya venido de tan lejos, sin tener la ansiedad de regresar a su tierra, era el mayor indicio de que prefería la aventura, la búsqueda, el empleo ocasional a lo mucho, el esoterismo y las andanzas tras un oro que nunca encontró. Al Mercado Municipal solía ir con frecuencia, en las mañanas, a cafecear aunque a veces se tiraba a perder, pero regresaba, aunque ya para entonces con la permanencia eterna de un brazo fracturado que no se atendió y así lo trajo consigo, sin importarle gran cosa su minusvalía. Fue en este lugar donde supimos que nuestro amigo, el australiano Shane Kelleth, para efectos de identificación o por cuestiones que usted guste y mandé, había pasado a ser el sonorense Armando Dórame Gastélum, oriundo, para que más les guste, de San Miguel de Horcasitas o no sé qué pueblo de la sierra. El inconveniente del lenguaje, lo cual pudiera delatar su falsa identidad, no fue ningún obstáculo, tal como pudieras suponerlo cuando le hicimos la pregunta: “de chiquito me pateó un caballo en la cabeza y por eso hablo así”, contaba sonriendo de buena gana lo que sería su coartada por si le surgía algún entrometido. Como en otras ocasiones, “El Sheik” se ausentó y dejó de ir, pero no nos dimos cuenta pues así pasa con algunos. Fue hasta que recibió nuestro teléfono la nota policiaca compartida por Gerardo cuando supimos que en un terreno ubicado a la altura del ejido La Victoria había sido encontrado la osamenta de unos restos humanos y, a pocos metros de ella, una credencial del IFE a nombre de Armando Dórame Gastélum. No había más que decir. El Sheik había quedado para siempre en la tierra que (no) lo vio nacer, pero de algún modo ya era suya. Esa obstinación por ir una y otra vez en búsqueda de entierros de dinero pudo haberlo dejado muerto en medio del camino, muy cerca o muy lejos quizá, de aquella momia de un chamán o de esa bruja a las que adujo en una platicada en el café y que eran la categórica señal de que tarde que temprano sus pasos lo llevarían a encontrarse con ese gran tesoro que, según creía, está ahí, en esos alrededores, donde ahora seguramente yacen para la eternidad, convertidos en sagrado polvo, algunos pedacitos de su cuerpo. © Miguel Ángel Avilés |
Miguel Ángel AvilésMiguel Ángel Avilés Castro (La Paz B.C.S. 1966.). Es abogado por la Universidad de Sonora. Practica el periodismo y la literatura desde 1990. Archives
September 2024
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