Por Miguel Ángel Avilés
Me imagino que llegó ahí sin saberlo, como quien no sabe hacia dónde va pero su vida atormentada busca algún refugio. Me imagino, nada más. Pero ya entreviste al que sabe y afirma que pudo ser hace un año, quizá un tantito más, cuando, de pronto ahí estaba, en una esquinita, junto a la bola, pero hablando para sí o con todas las voces que lo aturdían por dentro. Así como llega el viento o la basura o una nube cargada de agua o un olor que nos remonta a nuestra edad temprana o a cualquier pedacito de un recuerdo, así mero llegó y ahora ya es parte del batallón que se reúne para esto o aquello y de rigor, también, para disfrutar de la cafeína, que nos despierte o nos ayude a enderezar el penco y darle otra vez al jale impostergable. Le decimos Púas, a secas, porque así lo bautizó alguien, pero se llama Arturo, Arturo Montoya para ser precisos y su barrio es La Matanza. En esos andares de tierra lo conocen como El Chapa, hermano del Luis y de Lele, dato que ahora él sin titubeos lo confirma. El Chapa o El Chiapas, si el apócope se refiere a Chiapaneco, aunque no sea de por allá, pero su media filiación le da un aire a los paisanos que viajan encaramados en el tren, con rumbo al norte. Una mañana cualquiera hizo acto de presencia allí, donde los trabajadores de la abogacía, esperamos el banderazo de salida que dicta nuestra propia agenda, para salir juidos hacia donde pinte el huarache de una diligencia, no sin antes disfrutar del encuentro, y de un café, y algunos cigarros y el pasar de una belleza que nos rejuvenece el alma y da fe que el corazoncito de cada uno de los presentes, aún sigue latiendo. Fue hasta este punto que llegó El Chapa, hablando en su propio idioma que no tenía ni pies ni cabeza, porque los tragos de amargo licor y otras cosas que le dio por meterse, lo habían puesto de aquel otro lado, ese donde pareciera que la lucidez no existe o se encuentran con un mundo que no buscaron pero que los alivia de tanto dolor. Llegó solito, como el venado que busca, desesperadamente, un oasis. Y con sus pelos alborotados y duros, apuntando al cielo, quería decir algo, sin poder, así fuera para contarnos su vida, o lo que pasó en esas carreteras oscuras en donde su mano de obra desempleada, se puso a disposición del contrabando y empujo hacia el sur lo inimaginable. Llegó solito y agarrándole confiancita, alguien lo llamó Púas y así se le quedó, como bautizo para que todos los que arriban a ese lugarcito, lo identificaran con un nombre, un apodo, una seña, o el ofrecimiento de un cigarro que le diera identidad. Púas le empezaron a decir todos y él únicamente movía la cabeza, sin control, perdiéndose en ese estado mental que tiene nombre, pero uno no quiere incurrir en imprecisiones y mejor opta por creer en el diagnóstico de los especialistas que también pasan a comprar su bebida y concluyen que Arturo padece de ese trastorno que le llaman esquizofrenia. Él lo sabe y no lo sabe. Porque la bondad aquí en esta plaza que madruga, también se aparece y haciendo el intento para que El Arturo, El Púas o El Chiapa, volviera en sí, mentalmente y supiéramos más de él, en tanto que él, saliera de ese universo para encontrarse con su presente real, alguien de los que ahí acuden, surtió, generosamente, la receta indicada por los profesionistas y se la dio a sus horas al Púas, como quien le da las cucharadas a un niño para que a las a los días, por fin, deje de toser. Y se logró. Bueno, se ha logrado por días, aunque a veces el paciente recaiga y regrese, de nuevo, a su apocalipsis mental, en donde todo se confunde y todo es cualquier cosa, menos un estado funcional razonable, por más que eso de conceptos de normalidad y anormalidad psicológica resulten tan polémicos o cuestionables. Como sea, el Púas es ya de este lado y estoy seguro que su fidelidad hacia lo que le han tendido la mano, no lo olvida ni le permitirá torcer bandera. La plaza Bicentenario y sus alrededores será su patria y desde luego su matria, lo cuidará como a un hijo hasta que pueda, ya que el Púas vale lo que pesa, y van poniendo su firma distinción en cada bacha, en cada ausencia y su presencia, en cada chifladura, en cada risa ajena, punzante y despiadada. Puede que lo veamos llegar apresurado, y bien tranquilo, con la nueva ropa que alguien le llevó y responder coherente si alguien le avienta una pregunta o puede que de pronto se le oiga decir de cosas, hablar con el Sol y con la Luna. Pero así, de esta manera, al Púas se le ha incluido como parte de la banda. Ni modo de decirle que se vaya. No queremos. Por qué habríamos de hacerlo: si después de todo para qué demonios queremos tanta lucidez. SERGIO ROMANO. De él siempre recibí parabienes y cordialidad. Si alguien te trata así, lo menos que puede hacer uno, es corresponderle igual. Yo lo apreciaba y admiré su inteligencia y sabiduría en muchas disciplinas y muchos temas- el derecho, la historia, la sabiduría, - y en particular la música, a través de la cual lo conocí, al verlo tarde a tarde, a principios de los 80, cuando yo estaba en la prepa C.C.H. Morelos, y él en Música y Algo mas, que trasmitía, en blanco y negro, por canal 13, ya con ese bisoñé. Se fue vivir a Hermosillo y se quedó .En eso nos parecíamos. También en la afición por la lucha libre y en particular sobre el tema de El Santo . Por eso decidió participar en el libro que Mara Romero y yo compilamos sobre el enmascarado de plata. Nunca dejó de trabajar. Murió enamorado de la vida, de su actual pareja (y también de Sol), de la buena cocina, de los libros, del periodismo, de sus hijas y de unos juguetones perros que lo acompañaban al dormir. Que le vaya bonito, Don Sergio Romano. Sobre lo que coincidía o discrepaba con usted, alguna vez, quizá, podré decírselo. Allá nos vemos, mi amigo, allá.
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Miguel Ángel AvilésMiguel Ángel Avilés Castro (La Paz B.C.S. 1966.). Es abogado por la Universidad de Sonora. Practica el periodismo y la literatura desde 1990. Archives
September 2024
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