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Mi Gusto ES… (O LA OTRA MIRADA) 

La otra historia nuestra

9/21/2022

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Por Miguel Ángel Avíles

                                                                                   “El lobo siempre será malo si solo escuchamos a  
                                                                                                                   Caperucita”(expresión popular) 

Doña Josefa Ortiz de Domínguez se parecía mucho a una tía mía y Don Guadalupe Victoria  portada siempre unos pantalones muy similares a unos calzoncillos de manga larga que  usé yo durante los inolvidables días que me pegó el rotavirus o el parvovirus o las dos  cosas, aquella histórica semana de fin de año en la que mi madre me negó tres veces, ante  la visita, en casa, del doctor, nomás de pura vergüenza al verme en esas fachas, ahí, en ese  cuarto en donde yo estaba segregado y oliendo, intensamente, a vaporub. 

Estas imágenes que uno guarda en su memoria, para luego recurrir a ellas con tal o cuál  intención, son las que se quedan grabadas ya sea por qué no nos tocó ver otras o porque  son la únicas que recordamos y por lo tanto consideramos que así ocurrieron. 

Bien decía García Márquez que “la vida no es la que uno vivió, sino la que uno recuerda y  cómo la recuerda para contarla”. 

Es más, no sé si en verdad así lo dijo, pero a los mitoteros que les da por recopilar frases,  dicen que sí y yo les creo pero si no me las hubieran machacado a lo largo de mis años  escolares, como verdaderas, yo no las creyera.  

No porque no se hubieran dicho, es lo de menos, más bien porque no me imagino a un  fedatario, tomando nota de cada una de ellas al momento de acuñarse. 

“Familia: ahorita vengo, iré a cazar algunas frasecitas”.

Y no me lo imagino porque son tan diversas las situaciones donde se le atribuyen a los  autores, muchas de ellas peligrosas o con un alto grado de dificultad , que más que andar  tomando notitas para la posteridad o grabándoselas de memoria , uno hubiera preferido  salir de ahí corriendo o guarecerse en cualquier rincón, mientras pasaba la marimorena. 

Lo mismo me pasa con muchos personajes de la historia (de México y del mundo) y, si me  apuran, también con la microhistoria que de su significado no hablaré ahorita porque no  quiero. 

Más bien quiero decir que eso ocurre con algunos pasajes de nuestra particular manera en  que recordamos la historia y, en concreto, la historia oficial que nos fue enseñada en la educación que recibimos y que , por más que después hemos profundizado sobre tal o  cuál tema , en ese álbum mental que guardamos en la memoria, quedan como cicatrices  una que otra imagen imborrable, como esa cara de Don Chema Morelos y Pavón , con el  pañuelo apretado en la cabeza cual si lo hubiera traído para arriba y para abajo, siempre,  para atenuar su migraña, sin habérselo quitado a lo largo de toda su insurgencia, ni para  lavarlo. 

Igual me sucede con Juan Aldama y Vicente Guerrero, a quienes no ubico sino es con ese  ropaje que los cubría hasta el cuello y con un look de galanes mexicanos de los años  setentas o listos para ir a una fiesta de Halloween, con unas patillas y un pelo muy  desaliñado como si saliera apurados de su casa o no se dieran tiempo de llegar de pasadita  a la peluquería de su barrio.
 

Tales recordancias, nos hace suponer que esté o aquel personaje era así, como lo vimos  en el libro de texto de la primaria o como aparecían impresos en esas estampas que  comprábamos en la papelería del barrio para cumplir con la tarea al otro día o para  memorizar lo que estaba al reverso y escupirlo, lucidores, el siguiente lunes en los  honores a la bandera. 

Es decir, no hubo paparazzi alguno que fuera capaz de captarlo luciendo unas bermudas  floreadas o en mangas de camisa o saliendo un domingo de misa o departiendo con la  chusma en una calle , a pesar de que quizá habría material suficiente , considerando que  su comandante en jefe de toda esta bienaventurada transformación era, según dicen los  investigadores, muy aficionado al sano esparcimiento como las peleas de gallo y otros  quehaceres de relajada moral , una conducta que sus más cercanos colaboradores y desde  luego los de más abajo no tendrían porque no imitar o emular, considerando que en  movimientos de esta naturaleza, siempre es así: prevalece el dogma y la adoración irracional, por encima del libre pensamiento.
 

Algo parecido ocurre también en la vida de cada quien y de cierto episodio o de tal o cual  familiar de quien tenemos un retrato que buscamos con el recuerdo cuando llega la añoranza y el puchero. 

Yo no sé, en verdad, como era la corregidora, pero si pienso en ella, aparece esa mujer,  casi siempre de perfil o en la figura a tres cuartos, con un molote y una mirada tierna e  hipnotizaste que retuve en mi mente para siempre y así se ha quedado y se quedará, por  más que un investigador o un descendiente de tan distinguida señora, me traiga ahorita una fotografía tomada en esos años y no se parezca nadita. 

Por eso lo asocio y digo que se parece mucho a una tía mía quien, invariablemente, solía  andar con un chongo, día y noche, de la sala a la cocina y pudiera jurar que tenían  idénticas facciones y una media filiación que, de haber coincido en el tiempo y espacio,  pudieran confundirse, con tan mala suerte para mi pariente que a ella hubieran  aperingado y no a la esposa de mi tocayo don Miguel Domínguez.

Ambas son nomás un ejemplo porque si me pongo a dar otros, este ejercicio se volverá  interminable. 

Sí, porque cuento con un buen amigo abogado que, si le pone usted cuidado, le da cierto  aire o mucho a Don Miguel Hidalgo.  

Igual, si observo el perfil que más destaca de Leona Vicario en el ciberespacio, con esa  pose como para título universitario, con unos caireles luciendo sobre sus sienes y que  antaño decían que solo se los dejaban las mujeres casaderas, se me vendrá a la cabeza el  bello rostro de una personita muy querida por mi cuando se graduó de secretaria en la  academia comercial Salvatierra. 

Ni modo, es la memoria o la desmemoria, pero así las recuerdo y mi plano cerebral las tiene inscritas de esa forma. 

Pueden que estén interesados en saber por qué encontré semejanzas entre Guadalupe Victoria y un servidor aquel año que convalecía del rotavirus, y mi madre me negó tres  veces ante el doctor porque le daba penita que me vieran en esas fachas. 

Les repito: yo usaba esas prendas tan parecidas a las que, como si nunca hubiera traído  otras, siempre lo hacen lucir en toda estampa al primer presidente de México. 

Claro, él fue una de las figuras más destacadas en la Guerra de Independencia de este país  frente al Imperio español y mi currículum aún no llega a tanto ni llegará, así es que en una  escrupulosa comparación, pues concluirán que el único parecido, entre nosotros, eran  esas prendas y ciertos episodios de epilepsia.
 

La valentía, el aplomo, el arrojo, la destreza militar ¡al carajo! Ni a los talones le llego, por más que las masas se encaprichen y me quieran contradecir. 

Al respecto, pues, nada tengo que alegar. 

Pero no olviden que el tema es otro: el de la memoria y las desmemorias que, para bien o  para mal, saltan en uno y se hacen presentes, como huella digital, en cada uno de  nosotros. 

Son chispazos instantáneos que traen recuerdos o estos se hacen olvidar, vayan ustedes a  saber. 
Son juegos reminiscentes que a veces nos trae el tiempo y aunque sean ciertos o sean una  vil mentira, dejamos que lleguen y, como unos niños, en los honores a la bandera, nos  ponemos a jugar.
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    Miguel Ángel Avilés 

    Miguel Ángel Avilés Castro (La Paz B.C.S. 1966.). Es abogado por la Universidad de Sonora. Practica el periodismo y la literatura desde 1990.

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