LA VEZ QUE PUDE SER MAESTRO… (Pero No Quise, decía Miama…)
Miguel Ángel Avilés Para todos los maestros y maestras de México Me acuerdo cuando hice el examen de admisión en la escuela normal urbana: no lo pasé. Yo acababa de salir de la secundaria y se había orquestado todo un ejército familiar para persuadirme de que hiciera el examen en tan prestigiada escuela, tal como era la tradición en la mayoría de los hogares en La Paz. El plantel estaba a diez cuadras de la casa, derechito por la misma calle donde vivíamos. En ese lugar, en distintos momentos, había trabajado mi papá y también mi hermana Mayor. Habían estudiado además la otra de mis hermanas y uno de mis hermanos. Por si esto no fuera suficiente, un cuñado fungía como maestro y de seguro me daría clases. En el barrio, otros tantos de los amigos habían decidió ingresar ahí también, por lo que, atendiendo a esta costumbre y a esos antecedentes familiares, mi madre estimó que su hijo menor era candidato natural para sumarse a esta tradición. De haberlo logrado, hoy en día ya estuviera hasta jubilado. Yo, sin embargo, tenía quince años cabales y la mira puesta en no sé qué otra parte pero no en la carrera magisterial. No era desdén, más bien era miedo. Enfrente tenía muchos retos, lo cuales se sintetizaban en que debería de preservar la buena imagen que todos los que les mencione iban dejando en su paso por esas aulas. No tenía para donde hacerme: o destacaba o destacaba, así de fácil. O de difícil. En mi baraja de posibilidades pues, sólo estaba una opción: la Benemérita Escuela Normal Urbana “Profesor Domingo Carballo Félix”. Puede que me haya resistido, no me acuerdo. Tampoco me acuerdo si, como González Bocanegra para hacer la letra del Himno Nacional, a mi alguien me hubieran encerrado para que me pusiera a estudiar y no salir de ahí hasta que estuviera bien afilado para la hora del examen. No me acuerdo si yo, por mi cuenta, puse toda mi carne al asador para cumplir satisfactoriamente con este anhelo de familia. De mucha cosas no me acuerdo. El día llegó y seguramente, a la hora del examen, puse todo de mi parte para no decepcionar a nadie con el fin de que en unos años más ya se pudieran sentir orgullosos del profe Micky. Por más que hago memoria no me acuerdo de ninguna de las preguntas que contenía “la prueba”, como decíamos a secas para referirnos a esa evaluación. Tampoco me acuerdo si, al regresar a casa, yo les conté de qué había tratado o si se me había hecho difícil o si aventuré algún pronóstico de cómo me iría en los resultados, los cuales, por cierto, se publicarían una semana después. No me acuerdo si alguien me dio alguna palmadita en la espalda, confiado él en que lo pasaría. De mucha cosas no me acuerdo. La que si tenía memoria, según lo revelaría después, era mi mamá. Ella se guareció en la esperanza y en esa ilusión de ver a su crío convertido en profesor y no dijo nada en tanto no se supieron los resultados. Muy temprano me eché a caminar, acompañado del “Tuza”, un vecino que también andaba en estas gaitas y, en unos minutos, ya estábamos levantando la vista por entre las cabezas del montoncito de otros aspirantes que habían sido más madrugadores que nosotros. No me acuerdo si en casa alguien me deseó suerte o me echó la bendición o me prometió algo como recompensa si yo les traía la buena nueva que ya era una alumno más de la Normal Urbana. De muchas cosas no me acuerdo. Como todos los presentes, con ansiedad le eché un rápido vistazo a las listas que estaban pegadas en la pared y no tardé en encontrar mi nombre: AVILES CASTRO MIGUEL ANGEL. Ya chingué, dije para mí, pensando más en la complacencia familiar que en mi gozo por haber quedado entre los admitidos. No me acuerdo si pegué un brinco o agradecí a dios o estuve a punto del desmayo o miré al “Tuza” festivamente o me quedé impávido frente a ese resultado. De muchas cosas no me acuerdo. Ya iba a salir en chinga hacia mi casa, pero de pronto, como impulsado por no sé qué, metí reversa para constatar el resultado y ahí fue cuando vi algo que marcaría mi vida en esto de opciones académicas. Arriba de esas hojas donde yo había visto mi nombre estaba una advertencia terminante: NO APROBADOS. No sé qué color apareció en mi cara. No me acuerdo si empecé a sudar o se me revolvió el estómago. De muchas cosas no me acuerdo. Acaso sentí derrumbarme porque la mala nueva decepcionaría a muchos; o acaso estaba contrariado porque, por más que no me agradara la idea de estar en esa escuela, creo haberle puesto todas las ganas para quedar entre los aprobados y no romper así esa cadena de normalistas que me habían precedido entre mi familia. Ahí dejé a los derrotados y victoriosos que seguían viendo una y otra vez los resultados y ahora si agarré hacia mi casa a contarles la verdad: que no había pasado la prueba, que estaba dispuesto a recibir el peor castigo, que si querían azotarme en la plaza central de La Paz no me resistiría o si querían que dejara la casa para siempre, con todo y chivas, no metería ni las manos, que si me dejaban de hablar para siempre yo los entendería. Era lo menos que podía recibir como consecuencia de mis actos. Ni hablar, me merecía eso y más. Pero cuando llegué a casa hice una pausa para tomar agua y entrar al baño porque me venía orinando y, sin mayor preámbulo, le solté la noticia a mi mamá. No lo pasé, le dije, en un tono frio como si, en el camino, alguien me hubiera dado la fuerza para enfrentar lo que viniera. ¿No lo pasaste? preguntó mi mamá, sin drama alguno como si, luego de llegar de la tienda yo le hubiera dicho: “no hay leche” o “está cerrado”. Después de ese momento no sé qué pasó porque de muchas cosas no me acuerdo. A lo mejor estoy bloqueado y en realidad mi mama estalló en cólera y me amenazó con meterme al cotume o mandarme a un internado o darme un cintarazo por cada error cometido en el examen: sí esto último pasa mi espalda hubiera quedado con tantas rayas como las de un tigre. Me cae que sí. Pero no, nada de esto sucedió. Aquí sí que me acuerdo. Yo ingresé a la prepa C.C.H. Morelos y, tres años más tarde, me subí a un barco para venir a inscribirme a la Universidad de Sonora. Estas últimas, son dos etapas en vida que merecen contarse aparte. Hoy no quisiera que me tocaran ese vals. Lo que prefiero destacar en todo lo anterior es que mi mamá siempre se casó con algo que, según ella, yo le dije antes de salir esa mañana, con lápiz nuevecito en mano, a realizar ese mentado examen. “Si lo voy hacer, pero no lo voy a pasar” dice mi mamá que le dije pero yo no me acuerdo. Porque de muchas cosas no me acuerdo. Cuantas veces recordábamos el episodio, que por cierto fueron muchas, ella lo traía a colación: levantaba un dedo y me repetía: “tú me dijiste: si lo voy hacer, pero no lo voy a pasar”. Yo, con el afán de hacerla desatinar, le restaba solemnidad a ese pasaje, negaba que lo hubiera dicho y a cambio, le decía que sólo era una treta de su parte para lavar el honor de su hijo frente a los que pudieran decir que yo no lo había pasado por pendejo. Mi mamá, sin embargo, estaba convencida, apoyada en eso que le dije, que yo no lo pasé porque no quise, porque sólo había hecho la prueba para complacerlos, no porque estuviera convencido de formar parte de las tantas generaciones que esa emblemática escuela le ha dado a sudcalifornia y sus alrededores. A pesar de eso, yo estoy convencido que no lo dije… o a lo mejor sí, mamá, seguramente sí, pero me has de perdonar, porque al igual que esta, de muchas otras cosas no me acuerdo. © Miguel Ángel Avilés
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Miguel Ángel AvilésMiguel Ángel Avilés Castro (La Paz B.C.S. 1966.). Es abogado por la Universidad de Sonora. Practica el periodismo y la literatura desde 1990. Archives
September 2024
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